_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Wyndham el raro

Vicente Molina Foix

Pasé unos años obsesionado, siendo joven, con Percy Wyndham Lewis, y ahora he ido con una sensación de temor a la calle de Castelló, 77, donde la Fundación Juan March expone una amplia selección de su obra. ¿Resistiría el artista británico el paso del tiempo? ¿Mantendría yo la fogosidad de mi antigua fascinación por él, o me encontraría, por el contrario, con la figura de uno de esos artistas marginales que es propio del alocado entusiasmo juvenil clasificar entre los grandes?

Mi primera aproximación a Wyndham Lewis fue literaria y empezó en 1972 con la adquisición de La venganza por amor, un libro suyo que acababa de ser publicado en una bonita edición de bolsillo por Penguin, ilustrada con una pintura que me hizo fijarme en él. La pintura, de estilo cubo-futurista, se llamaba, según decía la contraportada, La rendición de Barcelona, y era del propio novelista, hasta ese momento desconocido del todo para mí en cualquiera de sus facetas. Al cubo-futurismo de la ilustración y al título barcelonés se añadió, para animarme a comprar y leer la novela, el comentario editorial: "Ser herido en la Guerra Civil española... discutir sobre Marx en una fiesta... un hombre de negocios de la City convertido en un rabioso anticapitalista... el cuerpo y la mente desnudos de las inhibiciones sobre el sexo y el arte... ideales de los años 1930, pero hay ideales y hay hombres, y Wyndham Lewis se concentra en los hombres". Lo devoré y, pese a ciertas connotaciones políticas que no me gustaron, me cautivó el estilo y la sorna, no siempre muy humanista, del autor, a quien seguí leyendo (Los monos de Dios es una devastadora sátira del mundo de Bloomsbury) hasta que le descubrí, poco tiempo después, como pintor y, lo que era para mí más sensacional, como animador y portavoz del grupo Vorticista, una vanguardia que no tenía en mi colección de ismos.

El artista británico, como tantos vanguardistas de entreguerras, tuvo veleidades totalitarias

Salí de la sede de la Fundación March aliviado. Mi fijación no había sido una pérdida de tiempo. Lewis no es un genio del arte, pero sí una figura original y estimulante, que se inserta, ahora lo veo mejor que entonces, en una peculiar tradición, muy gloriosa, del arte británico: la de los excéntricos plásticos de cuño literario, en la que destacan los nombres de William Blake, Samuel Palmer, Dante Gabriel Rossetti, Richard Dadd El Loco, Edward Burra o, tal vez el más grande de todos, Stanley Spencer. Por ese motivo, y por la carencia casi total de obra suya de ficción traducida en España, yo aconsejo encarecidamente, además de la visita a la exposición, la compra de la publicación que la acompaña (el misterio de Wyndham Lewis revelado en forma de libro, uno y trino a la vez), aunque la recomiendo, lo advierto, a quien tenga brazos potentes (pues el todo pesa cuatro kilos comprobados) y disponga de los 85 euros que cuestan, un precio, me apresuro a decir, nada caro para la suntuosa y enjundiosa calidad de los tomos.

Como tantos vanguardistas del periodo de entreguerras, Lewis tuvo veleidades totalitarias, con la ventaja de que su carácter impetuoso le hizo ser, también en eso, volátil; su inicial atracción por Hitler pronto se convirtió en un desdén absoluto. También tuvo una amistad particular con España, país que recorrió varias veces y sobre el que escribió en más de una ocasión, con una mezcla de romántica exageración y agudeza; véase, en una de las vitrinas documentales que tanto interés le dan a la exposición de la March, la página abierta de su relato Un soldado con humor, del libro de 1927 El cuerpo salvaje, que arranca con estas palabras: "España se desborda en lo sombrío". En otro viaje de 1931, el artista tomó un barco en Alicante y fue al norte de África, por donde viajó varios meses en compañía de su esposa, escribiendo al volver uno de los títulos suyos que prefiero, Filibusteros en Berbería, que tiene entre otros aciertos de percepción el ponderar -yo diría que antes que nadie- la extraordinaria belleza de las kasbahs de adobe del sur de Marruecos.

Naturalmente, el grueso de la exposición lo forma el arte de Lewis. En ese apartado se puede apreciar la buena mano en el dibujo del artista, que ofrece además la paradoja de ser enemigo del naturalismo en su pintura vorticista y a la vez magnífico retratista (de, entre otros, Ezra Pound, Edith Sitwell, T. S. Eliot o Stephen Spender, cuadros pertenecientes en su mayoría al fructífero periodo de los años treinta).

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Lewis vivió hasta 1957, pero es justo decir que su pintura murió antes que él. Desprovisto de la armadura conceptual del vanguardismo y alejado del retrato, el artista se convierte en el metafísico enrevesado que ocupa, con menos lustre, las últimas salas del edificio de la calle de Castelló. Nunca sin embargo falló su inteligencia. Leyendo por la noche, tras la visita, el catálogo, fui a dar en el apéndice con un texto que me sorprendió. Es de 1949 y reseña una exposición de Francis Bacon con un clarividente entusiasmo que pocos sentían entonces por el pintor irlandés. Lewis dice de él que es "hoy uno de los artistas más impactantes de Europa", y que, al contrario que su tocayo, el filósofo renacentista "más brillante y sabio", es "oscuro y endemoniado". Wyndham Lewis saludaba en Bacon a un allegado.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_