"Miguel, estamos todos. Te queremos mucho"
Estaba toda la larga, diversa familia de Miguel Delibes alrededor del lecho donde el escritor castellano agonizaba la madrugada del último viernes en su casa de siempre, en Valladolid. En el silencio austero que parecía escrito por él no se levantaba una palabra, ni un respiro era más grande que el otro en medio de aquel recogimiento que auguraba la inminencia de lo peor. Hasta que Pepi Caballero ("tuvo que ser una canaria", me dijeron) se acercó al maestro, le agarró las manos y le dijo en voz alta:
—Miguel, estamos todos; te queremos mucho.
Ahí rompió toda la familia a llorar; don Miguel hizo un gesto, se movieron sus piernas. Pepi, la mujer de Germán, que con las hijas de Delibes ha ayudado en todos estos años de soledad y familia al autor de Cinco horas con Mario, miró alrededor. Sus palabras ("Miguel, estamos todos") fue lo último que escuchó Delibes. Y fue la afirmación de una certeza que él lleva viviendo en esa familia y en la vida. Nunca estuvo solo el hombre al que la muerte de su mujer, Ángeles, dejó tan triste.
Nunca estuvo solo el hombre al que la muerte de su esposa dejó tan triste
Los hijos y los nietos estaban conmovidos. Vino todo el mundo
Pero ayer a mediodía, esa expresión de Pepi Caballero, grancanaria de nacimiento, vallisoletana de matrimonio, fue el símbolo que Valladolid, Molledo y Sedano, en representación de todos los que le han despedido, le regalaron póstumamente a su escritor más querido. De Sedano fue todo el mundo; allí y en Molledo vivió Delibes los amores con Ángeles ("la única novia de mi vida"), y en ese lugar de Burgos se hizo popular su bicicleta, su paseo tranquilo en busca de la sombra del verano.
Y de ahí, de Sedano, nacieron muchas de las historias que muchos de los que había ayer en la catedral y en sus alrededores ("Todo Valladolid ha venido", y es verdad) leyeron en su juventud o ahora. Mateo, el nieto más chico, es hijo de Camino, tiene ahora 10 años y es el que sale de bebé en una fotografía con Elisa Silió, la hija de Ángeles, compañera nuestra en EL PAÍS; Delibes ríe en esa fotografía. Después de la misa, cuando ya la gente se había dispersado, Mateo se convertía (para la televisión) en uno de los numerosos lectores de Delibes. Silencio alrededor, y cuando Mateo acabó de leer, de pie firme ante el micrófono, toda la familia prorrumpió en un aplauso que se parecía a la ovación atronadora que había acompañado al féretro hasta la calle, portado por todos los nietos varones , menos Mateo, que aún no tiene estatura.
Cuando salíamos del templo le pregunté a José Antonio Pascual (compañero de Delibes en la Academia; no fue Víctor García de la Concha, el director; está hospitalizado, con una infección que agarró en Chile) por una impresión suya de Delibes. Me dijo: "Un tipo decente". Andreu Teixidor, que fue su editor en Destino durante años, me dijo algo similar: "Una rara excepción en un mundo de opereta; un hombre que vivió contra lo superfluo".
Los hijos y los nietos estaban conmovidos. Vino todo el mundo. Lo que había dicho Pepi en el momento final era ya una verdad abrumadora, corroborada por un gentío que, en su recogimiento, le dio a Delibes una despedida emocionante. Es raro ver a un hombre que sólo escribía y paseaba por las calles de su pueblo despedido como si fuera un héroe, al final de una batalla en la que no quiso hacer ruido. Como hoy juega el Valladolid contra el Real Madrid (los dos clubes enviaron mensajes de condolencia y coronas), los hijos de Delibes recordaron la etapa en que el padre fue cronista de fútbol. Enviaba sus crónicas por tren, a Destino, en Barcelona. Hace unos años, cuando el Valladolid pugnaba por volver a Primera División, don Miguel envió a su hija Elisa a que le hiciera socio. Ese carnet no era la única muestra de su afecto por el club. El fútbol fue un diapasón de su ánimo; ver los partidos (y ver tenis, y ciclismo) le levantaba la moral; en los últimos tiempos, me dijo Elisa, ya veía mal, y a pesar de que le compraron un televisor gigante le resultaba difícil vislumbrar lo que pasaba en los campos de juego. Y, además, ya no quería ver nada. Miguel, su hijo, que habló al final de la misa, dijo ante los feligreses que despidieron a su padre que éste ya estaba más pendiente de la otra vida que de ésta. Su pasión se fue apagando casi desde el año 2000; y aunque vivía pendiente de los otros, de sus mimos y también de sus rabietas, don Miguel quiso dimitir de toda esperanza; su esperanza era abandonar, y abandonó aquella mañana después de escuchar esa última jaculatoria de su vida:
—Miguel, estamos todos; te queremos mucho.
Ayer ese grito fue silencioso pero multitudinario.
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