El Fígaro recupera su brillo
Tras décadas de olvido, el teatro luce de nuevo su fachada racionalista
Es como jugar a las siete diferencias. Uno se coloca frente a la fachada del teatro Fígaro con dos fotos: una de su inauguración, en los años treinta, y otra de cómo estaba hace una década. En la primera, el Fígaro es un elegante ejemplo de racionalismo. En su fachada, un paño vertical de ladrillo visto juega con las líneas horizontales de tres grandes ventanales. Bajo la marquesina curva unas discretas luces iluminan la calle, y en lo alto hay un precioso cartel con vanguardista tipografía. Al pasar, la gente pensaría que estaba en Berlín o en Nueva York. Era una fachada limpia que miraba a un futuro luminoso.
En la foto de los noventa, el cartel del tejado ha desaparecido. A la fachada le ha crecido otro vertical, y bien feo, como de motel barato. También le ha salido una farola que cuelga sin sentido sobre la marquesina, donde se han sustituido las discretas luces por unos tremendos globos como de aplique de cuarto de baño.
La buena noticia es que el Fígaro actual se parece mucho más al de la foto de los años treinta. "Cuando lo compramos estaba hecho polvo, no entendías la arquitectura original de tantos pegotes como había", dice Antonio del Castillo, uno de los socios propietarios y el arquitecto que se encargó de devolver la dignidad al edificio. La restauración es una de sus aficiones, la otra, investigar la historia de los proyectos que ataca. Con el Fígaro se lo pasó pipa.
De entrada el Fígaro no se iba a llamar Fígaro y no iba a ser un teatro, sino un cine. El Cine Moderno: la primera sala de espectáculos proyectada según los principios del GATEPAC, el Grupo de Artistas y Técnicos Españoles para el Progreso de la Arquitectura Contemporánea. Básicamente: economía formal, asepsia higiénica, alegría en el diseño y democratización de una arquitectura asequible y sana para todos. Se fijaban en las formas funcionales de los barcos y aviones, y un cine era ideal para postular su fe en el futuro y la modernidad. Sin embargo, el dueño, Ildefonso Anabitarte -un pelotari casado con una cantante de zarzuela y propietario también del frontón de enfrente (que está siendo remodelado como hotel)- decidió convertirlo en cine-teatro. En la revista A.C., biblia del GATEPAC, parece que la concesión al pasado no sentó muy bien: "El Fígaro es teatro porque así lo decidió la propiedad cuando estaba avanzada la obra del local que había de llamarse Cine Moderno; es cine porque de cine es su trazado y para ese fin se proyectó, y se llama Fígaro porque lo han bautizado los hermanos Álvarez Quintero". El resultado del cambio fue un escenario enano "sólo apto para comedias y varietés" (según A.C.), que tras sucesivas reformas le ha ido ganando cachitos al patio de butacas.
Durante la guerra, el cine-teatro fue de la CNT, "lo que debió afinar la puntería de las bombas nacionales", según Del Castillo, "porque quedó destrozado". Se perdieron, por ejemplo, unos balconcillos redondos que daban al vestíbulo. Tanto éste, diáfano y bañado de luz natural, como la fachada, están protegidos. "Es de ley reconocer la ayuda del Consorcio de Rehabilitación de Teatros de Madrid para la restauración", dice el arquitecto-empresario, "aunque para casi todo lo demás, la Administración practique la competencia desleal con los teatros privados". No es mal momento, coincidiendo con el Festival de Otoño en las salas públicas, para acordarse de alguna privada, "donde si no pierdes dinero, vas bien", dice Del Castillo, también socio del Infanta Isabel y del Alcázar.
En el interior del Fígaro (apellidado Adolfo Marsillach cuando su hija Blanca se hacía cargo de la programación) siguen pagando que aquello fuese originalmente un cine. Desde muchas butacas del palco, pensadas para ver la pantalla, no se veía a los actores cuando se movían por el escenario. Solución: arrancar un par de filas. Por dentro, la sala, un pastiche de sucesivas reformas, no se parece demasiado al sueño racionalista. Quedan, sin embargo, un par de rincones intactos. En la sala de proyección duermen, rodeados de polvo, dos enormes proyectores, sobre los que hay una alcachofa de ducha, medida antiincendios de la época. Y en un despacho se conservan los poquísimos muebles art decó que sobrevivieron a la guerra y al olvido. "El mobiliario original era maravilloso y la idea es reponerlo", dice Del Castillo, "pero poquito a poco, según se vaya pudiendo".
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