Último tango en Tokio
La vocación internacionalista de la directora española Isabel Coixet, alguien que por exigencias del mercado, por el legítimo deseo de que su cine llegue al público de cualquier parte, o porque las intimistas historias que quiere contar suceden en geografías situadas fuera de España, acostumbra a rodar en inglés. En Mapa de los sonidos de Tokio va más lejos y sus cosmopolitas e inevitablemente atormentados personajes se expresan alternativamente en inglés, japonés y catalán.
La acción está ambientada en Tokio, ciudad que debe de estar de moda entre la sensibilidad de tantos creadores occidentales, ya que no puede ser casual que el argentino Gaspar Noé, la norteamericana Sofia Coppola, la alemana Doris Dorrie, el mexicano González Iñárritu y la española Isabel Coixet, entre otros, se sientan tan repentinamente fascinados por esa exótica cultura y pretendan ofrecernos insólito testimonio sobre ella a través de sus ficciones.
Los personajes de Coixet se expresan en inglés, japonés y catalán
Y, efectivamente, resulta impactante el arranque de esta película, en el que un grupo de hombres de negocios celebra una comida de trabajo devorando con naturalidad sushi y sashimi sobre el cuerpo de señoras desnudas. Estos apuntes costumbristas abundan en el desarrollo de la trama. Por algo lleva título tan poético. Y no defrauda el enunciado, ya que además del folclore visual también nos ofrecen los sonidos de esa ciudad registrados, porque uno de los personajes es un ingeniero de sonido con la misión de captar la heterodoxa acústica de todo tipo de ambientes. O sea, Isabel Coixet intenta regalarnos a los curiosos mirones el auténtico espíritu de lugar tan enigmático. Pero hay más. Va a integrar la geografía del alma japonesa con el pretendido volcán sentimental y erótico entre un comerciante de vinos catalán y una introvertida japonesa.
Resulta que él se siente hundido e inconsolable por el reciente suicidio de su neurótica mujer y ella combina el proletario oficio de cortar pescado con el de asesina profesional de alto standing. ¿Por qué? Pues porque le da la gana a la guionista Coixet, porque debe de haber descubierto un lírico cordón umbilical entre ambas profesiones. La hermética killer ha sido contratada por el vengativo padre de la suicida para que le dé matarile al fulano que no la supo amar. La cazadora y su ignorante presa sienten una irresistible atracción física y deciden encontrarse en un posmoderno hotel, sin camas, permanentemente iluminado, con el aspecto de un vagón del metro, para follar apasionadamente y hablando de ellos lo justito. Como hacían el desesperado viudo y la hipnotizada veinteañera en aquel poema desgarrado y auténtico titulado El último tango en París. Con la diferencia de que Bertolucci me provocaba escalofríos y los atormentados amantes de Isabel Coixet, además de no creérmelos, me inspiran un poco de risa.
Todo tiene vocación de intensidad, de hondura trágica y de romanticismo febril en la crónica de este amor sin futuro. La estética alberga pretensiones de lujo, pero yo la asocio más bien con los spots publicitarios de presupuesto holgado empeñados en la mentirosa misión de encontrar la poesía. No dudo de la sinceridad de esta relamida autora al hablar en todo su cine de las sensaciones del corazón, de los amores difíciles, de las separaciones torturadas, de soledades que se encuentran, de la cercanía de la muerte y demás parafernalia sentimental, pero no hay forma de que me sienta contagiado o conmovido por universo tan trascendente. Tengo la fastidiosa seguridad con sus películas de que siempre sé lo que van a decir, a hacer y sentir los personajes, la música que va a sonar, las imágenes con las que van a ilustrar los lacerantes estados de ánimo. Y, sobre todo, la permanente condición por parte de Isabel Coixet de que está pariendo arte hipersensible.
En Mapa de los sonidos de Tokio, aunque no me guste nada, al menos tengo claro lo que pretenden contarme, pero me resulta imposible saber de qué va la intriga de Visage, firmada por el para mí incomprensiblemente idolatrado director chino Tsai-Ming Liang. Se supone que trata de un rodaje en el Louvre actualizando el mito de Salomé, pero nada de lo que veo y escucho tiene sentido, atractivo ni gracia, aunque el autor se esfuerza mucho por conseguir lo último. Lo único que me saca del soporífero estupor es que el esotérico Tsai-Ming Liang haya convencido a Laetitia Casta para que exhiba su preciosa desnudez. No compensa, pero menos es nada.
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