_
_
_
_
Tribuna:LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Visita a la 'sala Barceló' en Ginebra

Sin encargos como el realizado por el artista mallorquín en Naciones Unidas, no tendríamos hoy la mayoría del arte más glorioso del pasado. Su atractivo de masas ya se hizo patente recién inaugurado

Vicente Molina Foix

En un descanso de su trabajo pictórico en la cúpula de Ginebra, Miquel Barceló atravesó un día los largos corredores que unen el edificio moderno al original Palais des Nations y visitó los murales con los que en 1936, por encargo del Gobierno de la República española, el catalán José María Sert decoró la Sala del Consejo de dicho palacio. Parece que al mallorquín no le gustó la obra de su predecesor, pintada en una paleta muy reducida de dorados y oscura grisalla, ya que al terminar su visita se le oyó decir que aquello estaba hecho "con oro y mierda".

No entraré de lleno (de momento) en la razón estética, aunque tengo a Sert por un magnífico artista pomposo (no pompier), maestro en la caligrafía de los espacios amplios, los juegos ilusorios con el vacío y la figuración de unos repartos de grandes masas en los que la carne opulenta se sustancia con los altos mensajes morales; es decir, algo muy próximo y en casi todas sus obras monumentales no inferior al más celebrado muralismo mexicano de su misma época. Según Robert Hughes, otro adicto a Sert, éste representaría el "ala derecha" de la pintura para ricos (e instituciones bien provistas de fondos) que en los años de entreguerras mundiales cubrió palacios, ministerios, bancos, templos y algún lugar más galante, como hoteles o salones de baile, y en la que su semejante Diego Rivera habría sido el líder del ala izquierda.

¿Cuánto costó El Escorial, cuánto el Pompidou? Nos gusta el éxito, pero no su coste
La caverna ha dedicado a esta obra una tormenta de insultos de tipo escatológico

Comentario incauto, al margen de los gustos, el de Barceló, quien al pronunciar en privado aquella ocurrencia quizá no sabía lo que le esperaba: una tormenta de descalificaciones y abusos verbales de tipo escatológico, salidos en las últimas semanas de la (por decir algo suave) boca de los sospechosos habituales de la caverna mediática española y el PP, fuerzas ambas, tanto cuando actúan en comandita como por separado, habituadas a manejar el excremento como argumento.

En el recibimiento a la cúpula de la llamada Sala de los Derechos Humanos y la Alianza de Civilizaciones, proferido en la mayoría de los casos por voces basadas en fotos o imágenes grabadas, se han fundido -dejemos ahora de lado el exabrupto ideológico y el interés partidista de las derechas- los juicios estéticos con la denuncia del despilfarro. Nos guste o no nos guste, los Gobiernos necesitan los símbolos para hacerse palpables a la gente y para perdurar, al menos en el recuerdo, y sin esos símbolos (en forma de grandes edificios, grandes pinturas o grandes ocasiones superfluas) no tendríamos hoy el 60% del arte más glorioso del pasado, el que va, a grandes rasgos, desde Tiziano a Picasso, desde los mausoleos faraónicos del Valle de los Reyes al Guggenheim de Bilbao, otra iniciativa pública, no se debe olvidar, que antes de su fulminante éxito regenerador y extremadamente utilitario fue vilipendiada por no pocos dentro y fuera del País Vasco.

Visité la sede de Naciones Unidas un día después de la solemne inauguración de la que nos acostumbraremos a llamar sala Barceló, y cuando aún quedaban escaleras, martillos, operarios y algunos clavos por clavar en ciertos rincones de la sala, que es, por cierto, y de esto se ha hablado menos, luminosa y acogedora, y está tapizada (con la colaboración o consejo del artista que pintaba la cúpula) en un elegante fondo de color crema sobre el que destacan, a modo de eco o reflejo del techo, unas lágrimas (o estilizadas berenjenas) levemente tupidas en el tejido. Más que la pintura industrial recién aplicada, lo que se olía allí era el éxito.

¿Nos gusta siempre el éxito? Nos gusta casi siempre, pero casi nunca su coste. ¿Cuánto costó El Escorial, cuánto el Pompidou? Rodríguez Zapatero, bajo la capa -esperemos que no estrictamente islámica- de la Alianza de Civilizaciones, ha logrado promover un espacio que, me atrevo a augurar, va a ser arrollador, sugestivo, elocuente y masivamente exitoso, siempre que las masas (que ya merodeaban ansiosas el día de mi visita privada) tengan acceso a él, en las jornadas no-hábiles, como entiendo que ya está previsto.

¿Y el éxito artístico? El pintor, que fue elegido -¿a dedo, desde arriba?- tras una primera pre-selección y examen de tres grandes artistas españoles, Manuel Valdés, José María Sicilia y Frederic Amat, ha sabido estar, y perdón por el inevitable chiste, a la altura del encargo. La cúpula conmueve en su primera visión al acceder a la sala, se va deslizando juguetonamente en su potente sinfonía cromática (en la que, sin embargo, hay partes de una sutilísima delicadeza, así como misteriosas rupturas de superficie y tono), y se completa con los famosos colgajos, para mí empalagosamente pasteleros. ¿Se le ocurrió a Barceló mientras los hacía que podrían un día ser tildados de cagarrutas? No dudo de que sí, sabiendo lo campechanamente orgánico que es.

Al margen del mallorquinismo natural de la estalactita y la estalagmita, hay indicios -los recogió por escrito en su día el muy fiable periodista J. J. Navarro Arisa- de que el motivo pictórico basado en esas concreciones calcáreas ya lo tenía en la cabeza el artista hace más de 10 años cuando se barajó su nombre para pintar la cúpula del reconstruido Teatro del Liceo; la "estructura geológica" de la propuesta de Barceló, que sobrepasaría los límites de los plafones del teatro, se desestimó, y el trabajo fue finalmente encomendado a las manos (por decir algo) de Perejaume, quien, como es sabido, hizo una broma conceptual que, sin colgar del techo, se cae por sí misma. Ahora que Barceló se ha despachado a gusto jugando con esas formas tal vez flotantes en su cabeza desde niño, el infantilismo de los castillos de arena pintada y volcada hacia nuestras cabezas es, desde mi punto de vista, innecesario y algo vulgar, lo que no me impide reconocer que constituirá precisamente, como el brillo titánico del Guggenheim de Gehry o la bombilla-bomba del Guernica, el principal punto de fascinación para la mayoría.

¿Es tan moderno Barceló como nuestro actual Gobierno, tan osado su arte como el propósito de la Alianza de Zapatero? Muchas personas que admiro y respeto del mundo del arte lo tienen por un buen dibujante que se repite arcaizante y grandilocuentemente en los cuadros, lo que, no siendo mi opinión, es por supuesto opinable. Además de la codicia formal que se necesita para habitar plásticamente vastos lugares desocupados (y antes que él la tuvieron Tintoretto, Rubens o Rothko, por citar artistas cuya compañía le resulta, creo, más grata que la de José María Sert), Barceló posee el talento de componer y dar sentido a grandes cuadros seriales, que a menudo remiten -en un registro distinto, no subsidiario ni preparatorio- a su abundante obra en papel, de la que se vio en 1999 una muestra memorable en el Reina Sofía, cuando lo dirigía Juan Manuel Bonet. Por cierto que llama la atención y produce cierto sonrojo que el artista elegido y enaltecido en Ginebra haya sido, por así decirlo, despedido del Centro de Arte Reina Sofía, donde la gran y muy apetecible retrospectiva de su obra programada para el próximo mes de febrero (y comisariada por el director del Museo Irlandés de Arte Moderno, Enrique Juncosa) fue cancelada nada más llegar a Madrid el nuevo director del CARS Manuel Borja-Villel, quien, para justificar su decisión, habría dicho: "ese artista no me interesa".

Me acuerdo de nuevo de José María Sert. A Barceló no le gusta, parece ser, lo que aquél pintó y colgó (en las paredes sólo) en el Palacio de las Naciones, aunque yo los veo muy hermanos, siendo cada uno de un padre y una madre diferentes. A su modo post-renacentista, post-expresionista y ahora, en los comienzos del siglo XXI, ilusoriamente proto-abstracto, Barceló bien podría reencarnar, volviendo al gran crítico, lo que Robert Hughes, con una cita Ortega y Gasset, cifraba como la máxima aspiración estética de Sert: "Ser totalmente moderno pero en absoluto del siglo XX".

Vicente Molina Foix es escritor.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_