"No siento miedo pese a moverme en terreno peligroso"
"Si hay que comer...". Svetlana Gánnushkina, una combativa defensora de los derechos humanos rusa entregada a la causa de sus conciudadanos maltratados, propone ir a su casa, donde Zhenia, su marido, matemático como ella, responde de la cocina, o al Comité de Ayuda Cívica, la institución que dirige, donde hay una mesa con mantel de hule junto a la cual cobra fuerza para atender a los angustiados llegados de Chechenia, del Cáucaso o de Asia Central en busca de refugio y ayuda.
La activista rusa está amenazada, pero no tiene intención de abandonar
Le digo que el género no contempla su hospitalidad y acabamos en el primer restaurante a nuestro paso, la filial de una cadena de comida japonesa en versión clase media moscovita. El mullido sofá nos engulle. Gracias a un cojín, Svetlana se alza sobre la humeante taza de té verde. Toma los palillos y se pone a dirigir una orquesta invisible. "Es así como me gusta usarlos", dice.
Gánnushkina es miembro del consejo para el desarrollo de la sociedad civil en Rusia. "En 2002, cuando se creó esta institución consultiva al servicio del presidente, Putin aún nos escuchaba, pero hace mucho que no nos reúne, porque para liquidar las instituciones de la sociedad civil no necesita nuestro consejo". A Gánnushkina no le parece justo almorzar mientras el fotógrafo trabaja y, contagiada, pido unos rollos de primavera por si a él le apetece probarlos.
En su último informe sobre Chechenia, Gánnushkina concluye que los habitantes de aquella república caucásica no pueden aún vivir tranquilos ni en su región ni en el resto de Rusia. Por eso, todavía hay 300.000 desplazados a consecuencia de la guerra, dice. En diciembre, Gánnushkina visitó dos de sus proyectos en Chechenia: uno de reconstrucción de escuelas en las montañas y otro de asistencia médica que ha atendido a 7.000 personas con apoyo de Cáritas y dinero de la UE. Cuenta que fue acompañada de un grupo de teatro y que los policías chechenos bailaron con las actrices, ajenas a la orden del líder local Ramzán Kadírov, que obliga a las mujeres a cubrirse la cabeza.
El estilo de Kadírov engendra nuevas protestas, dice Gánnushkina, pasándose al cuchillo para cercenar un rollo de primavera. "Hay una oleada de jóvenes que se han echado al monte en Chechenia porque se niegan a participar en el sistema de extorsiones de Kadírov. Sus parientes y amigos son intimidados". "En Chechenia hay menos secuestros y torturas, pero las víctimas de las arbitrariedades del régimen tienen más miedo a denunciarlas que en época de guerra", señala. Rusia hace como si reinara la normalidad y cierra los centros de acogida temporal de desplazados dejando a éstos en la calle. Los municipios rusos se niegan a empadronar a chechenos.
Gánnushkina considera "grave" la situación de los presos chechenos encerrados en cárceles rusas, "a menudo con acusaciones falsas" de la policía o los servicios de seguridad. Se resiste a llamar trabajo a su actividad. "Es mi vida", dice. No siente miedo, pero sabe que se mueve en terreno peligroso. Cuando su nombre apareció en la lista negra de un grupo ultranacionalista ruso sintió un amargo consuelo por la emigración de sus hijos, una médica y un especialista informático, que hoy viven en Occidente. "Yo nunca quise abandonar Rusia. Por razones morales".
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