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Columna
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La sucesión de Aznar

En todo sistema político democrático, lo que diferencia al líder de un partido del simple dirigente del mismo es que el primero tiene una fuente de legitimidad propia de la que el segundo carece. Por eso en todo partido hay un número mayor o menor, pero relativamente amplio, de dirigentes, mientras que líder sólo hay uno. O ninguno, que es lo que ocurre cuando en un partido quien oficia como líder carece de esa fuente de legitimidad propia.

Es lo que le está ocurriendo al PP. No se trata de que el liderazgo de Mariano Rajoy sea un liderazgo débil, sino de que no existe liderazgo. Mariano Rajoy no tiene ninguna fuente de legitimidad propia. Dispone de la legitimidad que le transmitió José María Aznar, es decir, de una legitimidad pretérita, que se va devaluando con el transcurso del tiempo.

La sucesión de José María Aznar fue un acto fallido. Se reprodujo el modelo mediante el cual Manuel Fraga transmitió en 1989, en el congreso de refundación de AP como PP, el liderazgo del partido a José María Aznar. Pero nunca segundas partes fueron buenas. En 1989 el modelo funcionó por muchas circunstancias, pero, entre otras, porque José María Aznar fue capaz de poner en marcha una estrategia de oposición, que empezó a rendir frutos de una manera muy rápida, en las elecciones municipales y autonómicas de 1991, en las generales de 1993 -en las que no ganó, pero elevó el suelo tradicional de AP en más de diez puntos-, en las europeas de 1994, en las municipales y autonómicas de 1995 -en las que el PP tuvo un éxito arrollador-, en las generales de 1996 -en las que el PP se convirtió en el Gobierno de España-, y en las generales de 2000 -en las que rompió todas las teorías acerca de un supuesto "techo" electoral para un partido de centroderecha en España-. El déficit de legitimidad de origen con que pudo arrancar José María Aznar como líder del PP lo compensó muy rápidamente con una legitimidad de ejercicio indiscutible.

Nada de eso ha ocurrido con la transmisión del testigo a Mariano Rajoy. No solamente perdió las elecciones de 2004, sino que, como confirman de manera reiterada todos los estudios de opinión, su valoración en el ejercicio de la oposición es extraordinariamente baja. No ha habido en la historia de la democracia española un candidato a presidente de Gobierno con una valoración tan baja, permanentemente tan baja, como la que ha tenido Mariano Rajoy a lo largo de esta legislatura. Lejos de compensar su déficit de legitimidad de origen con una legitimidad de ejercicio ha ocurrido todo lo contrario.

Mariano Rajoy carece de legitimidad, esto es, de aquello que hace que un líder sea un líder y no solamente un dirigente de un partido. Es portador de una legitimidad pretérita y, además, compartida. Ésta es la razón por la que Mariano Rajoy no ha sido capaz de poner en pie un proyecto político propio para el PP, distinto de que tuvo en su día José María Aznar. La legitimidad suya es la que tienen también Ángel Acebes y Eduardo Zaplana, de los que no puede prescindir, aunque en algún momento le haya podido gustar hacerlo.

Mientras las cosas sigan en el PP como están, el problema no tiene solución. Mariano Rajoy no va a ser nunca el líder del PP. Podrá ser, seguramente será, el candidato del PP a la presidencia del Gobierno en las próximas elecciones generales, pero con la derrota anunciada. Ésta es la razón por la que el patio está tan movido. La batalla por la sucesión de José María Aznar, que no se produjo cuando tenía que haberse producido, se va a producir en 2008. La designación de Mariano Rajoy pudo haber resuelto el problema sucesorio en el liderazgo del PP si hubiera ganado las elecciones de 2004, pero, al no ganarlas y al ejercer la oposición de la forma en que lo ha hecho, lo ha convertido en un problema mucho mayor. El PP es un partido prisionero de su pasado. Tiene que resolver no la sucesión de Mariano Rajoy, sino la de José María Aznar. La sucesión de Mariano Rajoy sería fácil de hacer. La complicada es la José María Aznar.

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