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Columna
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Democracia... ¿para quién?

Woody Allen se preguntaba: "¿No creen que si Dios existiera deberíamos pedirle explicaciones y no le sería fácil dárnoslas?". Allen se refería al estado del mundo. Más modestamente nosotros nos preguntamos ¿para qué, para quién... sirve la democracia en nuestro ámbito ciudadano si despierta escaso interés en más de la mitad de la población?

En Cataluña gana la abstención, y al frente Barcelona, que supera claramente el nivel emblemático del 50%. Encuestas, análisis de los resultados por barrios, correlación con estructura de edades, opiniones de expertos y líderes sociales: todos coinciden. Los que se abstienen son principalmente los sectores populares, las áreas de ingresos más bajos, los jóvenes en general. En un artículo anterior, en este periódico, calificaba este comportamiento de fracaso de la democracia. Las explicaciones cómodas que atribuyen el poco interés por la política al aumento del bienestar no valen, pues son los colectivos más necesitados de políticas públicas los que se abstienen. Y las argumentaciones seudosociológicas que relacionan la abstención con el bajo nivel de educación, la pobreza, la marginalidad cultural resultan aún más inadecuadas. ¿Los jóvenes que no votan son más incultos que sus padres o abuelos que sí votan? ¿Cómo se entiende la abstención en barrios que hace unos años se movilizaban y votaban masivamente y que han mejorado materialmente?

Hay un fracaso de la democracia cuando los colectivos sociales que más interesados están en políticas públicas potentes, reductoras de desigualdades sociales y protectoras de los más vulnerables, se abstienen de votar. Nos están diciendo que no creen que las instituciones representativas les vayan a proporcionar soluciones, certidumbres, respuestas. Por ejemplo, sobre la vivienda, temática local por excelencia, principal problema según opina la ciudadanía barcelonesa que, en cambio, y con razón, no espera que el gobierno de la ciudad vaya a resolvérselo. Y es un fracaso de la democracia, si por ella entendemos que no se reduce a un mecano armado para que cada equis años se vote al personal que ocupará las instituciones. La tradición democrática europea vincula la democracia a las políticas destinadas a proteger y ampliar las libertades y a impulsar las acciones que se proponen reducir las desigualdades sociales y promover la integración ciudadana. Y cuando los jóvenes a su vez pasan de las elecciones nos están diciendo que la política no les ofrece ni alicientes presentes ni ilusiones futuras, que no vinculan el futuro de la democracia a su porvenir.

Es inevitable reclamar a las instituciones y a los partidos políticos que las dirigen por no haber remediado la sensación de abandono que siente una mayoría de la población. En un reciente encuentro organizado por la Federación de Asociaciones de Vecinos de Barcelona para debatir sobre las elecciones y la política de la ciudad, la frase más repetida y escuchada por el centenar de dirigentes vecinales era: los del Ayuntamiento no nos hacen caso, no escuchan, hacen lo que quieren o lo que interesa a los grupos económicos más fuertes, no desean la participación de los ciudadanos, etcétera. Sin discutir el acierto o no de estas críticas, a veces parece que los representantes municipales se esfuercen en justificarlas. A pesar de haber sido invitados, ninguno de ellos asistió al encuentro, sí lo hicieron en cambio dos diputadas de Iniciativa.

De todas formas creo que estamos reclamando a los partidos políticos más de lo que pueden dar. Los partidos nacieron primero en el marco de regímenes de representación limitada, predemocracias oligárquicas, censitarias, excluyentes. Representaban intereses minoritarios sin mayores dificultades. El desarrollo de la sociedad industrial generó grandes agregados que dieron lugar a los partidos de masas, especialmente en las zonas urbano-industriales. Partidos de base trabajadora primero, promotores de democracias abiertas y de reformas sociales igualitarias, luego complementados por partidos de sectores medios o altos cuyas bases sociales se cohesionaban no sólo por intereses comunes, también por ideología o religión (catolicismo, masonería, nacionalismo, etcétera). Estos partidos aún configuran nuestro presente, pero ya no pueden agregar como antes a vastos colectivos sociales susceptibles de integrarse en un proyecto colectivo a partir de intereses comunes. Nuestras sociedades urbanas posindustriales están muy fragmentadas, los intereses y los valores son diversos y contradictorios. Los partidos políticos no pueden representar adecuadamente una suma de sectores que formen mayoría y además, aun si gobiernan, el alcance de su capacidad para modificar las dinámicas económicas y sociales es limitada. Por tanto, sustituyen el programa por la propaganda, la articulación con la sociedad por la personalización de las elecciones y la acción reformadora por la gestión conservadora.

En Barcelona las elecciones, además de la victoria de la abstención y de un porcentaje significativo de voto blanco, nos han dado un resultado de continuidad y cambio. La continuidad viene dada por el mantenimiento en el gobierno de la ciudad de las mismas fuerzas políticas que lo alcanzaron en las primeras elecciones (1979), y desde entonces ahí están. El discurso tampoco ha cambiado, aunque la práctica de gobierno con el paso de los años se ha hecho menos ambiciosa, más conservadora, escasamente innovadora. Sí ha habido cambio en las personas, especialmente en el principal partido de gobierno, el PSC, y también se ha producido un reforzamiento de la oposición, por el crecimiento de CiU y por la ampliación del frente opositor con la incorporación de ERC. Aunque por ahora no parece que esta oposición vaya a aportar nuevas ideas, métodos o proyectos.

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Sin embargo, la ciudad reclama innovación, en todas sus dimensiones. En su base económica y territorial (metropolitana), en sus políticas sociales y de seguridad, en las relaciones interinstitucionales y en el sistema electoral, en la participación de la ciudadanía y el estilo de gobierno, en la integración de los sectores vulnerables o precarizados y de la inmigración, en la capacidad de generar ilusiones y de expresar un proyecto político potente. La innovación no podrá venir de las cúpulas institucionales y de los aparatos políticos gobernantes u opositores. No están programados para esto, no les pidamos lo que no pueden dar, perdemos el tiempo.

La ciudad debe generar sociedad política, no institucional ni partitocrática, pero tampoco suma corporativa con la etiqueta de sociedad civil. La sociedad política es confluencia de fuerzas sociales y culturales que definan valores, objetivos, acciones, reformas, proyectos y estilos innovadores de interés general. Una sociedad política que exprese un movimiento social de fondo, con voluntad transformadora, que se plantee prácticamente cómo traducir en hechos la difícil ecuación de competitividad-cohesión social-sostenibilidad-gobernabilidad y participación ciudadana. ¿Qué hacer para iniciar este camino? Pues quizá plantearse ya la organización de unos Estados generales sobre Barcelona y Cataluña que se celebraran en un plazo de dos años, que propiciaran una apertura de las temáticas y las propuestas. Así, las próximas elecciones no serían un déjà vu. Parece una paradoja, pero lo cierto es que unas elecciones recientes pero marcadas por el abstencionismo han arrojado el guante a la sociedad política ciudadana, responsable ahora de manifestar su existencia activa y no meramente pasiva y de impulsar los cambios que después se podrán reflejar en instituciones y partidos renovados.

Jordi Borja es profesor de la Universitat Oberta de Catalunya.

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