_
_
_
_

Víctimas olvidadas de Sadam

Un sol espléndido ilumina las montañas cubiertas de nieve que rodean Sardasht. Resulta difícil imaginar que aquí se vivió el infierno el 28 de junio de 1987. Ese día, la aviación iraquí bombardeó la ciudad con gas mostaza y cambió la vida de sus habitantes para siempre. La ejecución de Sadam Husein el pasado diciembre hace imposible la reparación moral que hubiera permitido un juicio, pero a punto de cumplirse 20 años de aquella tragedia, sus supervivientes quieren que se oiga su testimonio para que nunca se repita algo semejante. Algunos de ellos agradecen a España el seguir vivos.

"Si nos hubiéramos quedado aquí, estaríamos muertas", asegura Farideh Shafei, una maestra de 46 años que al poco del ataque fue trasladada a Madrid con dos de sus hijas: Shabnam, de seis años, y Shahla, de tres. La pequeña Nahid, de dos, había muerto en Teherán cinco días después del bombardeo, pero ella aún no lo sabía. Casi la mitad de los 12.000 habitantes de Sardasht resultaron afectados. Una veintena fueron atendidos en diversos países europeos. España acogió a nueve de ellos; ocho sobrevivieron. "Todos, excepto Ghader Karimi Vahedi", recuerda Hosein Mohamedian frente a su lápida. Mohamedian, un ingeniero agrícola de 48 años, preside una ONG local que reivindica la memoria de los muertos y trabaja para mejorar las vidas de quienes quedaron marcados para siempre. "Apenas 110 personas fallecieron en el primer momento, pero cada año se suman de seis a diez más", explica mientras paseamos entre las tumbas. El cementerio está en una colina desde la que se divisa Sardasht y se comprende enseguida que los gases quedaron atrapados en el valle como en el fondo de una olla.

Llegar hasta la ciudad por carretera es mucho más difícil que bombardearla desde el vecino Irak, a 10 kilómetros en línea recta. Tierra de kurdos y de contrabandistas, su carácter fronterizo hace especialmente sensible el viaje. Y el permiso que las autoridades iraníes exigen para salir de la capital a cualquier periodista extranjero necesita en este caso el visto bueno de la policía y el Ministerio del Interior.

"Cayeron cuatro bombas en el centro de la ciudad y otras cuatro en los alrededores", relata Mohamedian frente a la casa de la familia Narimaní, cuya destrucción aún da testimonio de aquella fatídica tarde. Nos paramos ante un edificio anodino donde estalló otro de los proyectiles. "Entonces estaba en construcción y al ver los aviones iraquíes, 18 personas se refugiaron en el hueco; murieron todos", comenta este hombre, que describió el horror y su estancia en España en un libro titulado El olor desconocido. Una tercera bomba explotó frente a la sede de la Media Luna Roja, y la cuarta, ante una zapatería donde hoy se construye un monumento recordatorio.

Osman Hasanpour, otro de los españoles, acababa de salir de su trabajo en el Ayuntamiento y quería comprarse unos zapatos. "Le pedí a un amigo que me acompañara a la tienda. Estábamos allí cuando se produjo el ataque. La gente gritó '¡que vienen aviones!', cayó la bomba, vimos una bola de fuego y se rompieron todos los cristales. Escapamos corriendo. Olía muy mal", refiere con un gesto de asco, como si aún pudiera percibir el hedor.

Los recuerdos de aquel día permanecen frescos en la memoria. En especial el olor, ese "olor desconocido" que dio título al libro de Mohamedian y que Farideh Shafei y Mehri Melkary identifican con "olor a ajo". Ambas se encontraban en sus casas, cuidando de sus hijos, cuando el tufillo les hizo sospechar. Al principio, nadie notó nada. Ni Saleh Azizpuri, kak (apelativo cariñoso) Saleh, que dejó su taxi y se refugió en casa de los Narimaní, ni Mohamed Mahmudi, al que el bombardeo cogió en la calle, donde ejercía la venta ambulante.

"No sentí nada especial, pero a los diez minutos me desmayé", declara Mahmudi con esfuerzo en un farsi que no es su lengua materna. A partir de ahí convergen todos los relatos. Poco a poco fueron manifestándose los síntomas. Picores, vómitos, ceguera. El rumor de que se trataba de un bombardeo químico se propagó a la vez que el centro de salud local se colapsaba. Una hora más tarde, los altavoces de la mezquita daban instrucciones para que la gente se bañara y se cambiara de ropa.

"Nadie tenía máscaras, ni sabía que había que escapar hacia las zonas más altas. Además, como los efectos no fueron inmediatos, venían a curiosear. Si la policía hubiera acordonado la zona e impedido el paso, quizá no habría sido tan grave", lamenta ahora Mohamedian. Su padre fue una de las primeras víctimas mortales.

Los médicos civiles empezaron a derivar a los afectados hacia el hospital de campaña instalado en la sala de voleibol desde el inicio de la guerra contra Irak, a principios de los ochenta. Otros acudieron allí porque les quedaba más cerca o simplemente pensaron que los militares estarían mejor preparados.

La tensión de los kurdos con el Gobierno central se evidencia de camino a ese pabellón deportivo. Un coche sin marcas policiales, pero que todos reconocen como de los servicios secretos, se acerca al grupo y pide los papeles de la extranjera. Tras examinar el permiso del Ministerio de Cultura, da las gracias y se va. "Tierra sobre su cabeza", espeta uno de los presentes, una expresión local para desearle la muerte. "No le conocemos, no es de aquí", responde cuando le pregunto quién es.

Viendo a los jóvenes que juegan al futbito en esta tarde de jueves, apenas se reconoce la sala llena de camillas que muestran las fotos de la época. El doctor Hasan Saghatforush lo recuerda perfectamente. Este cardiólogo de Urmia que hoy tiene 48 años estaba movilizado en Sardasht como médico militar, el único preparado para tratar armas químicas.

"Existían equipos especiales para detectar sustancias químicas, pero no los teníamos en la ciudad", explica. No fue la única dificultad. "El gas mostaza es un gas pesado, y como los kurdos llevan mucha ropa, lo había impregnado todo. Había que bañarlos, pero nos habíamos quedado sin agua. Tampoco había suficiente personal de apoyo", rememora. Saghatforush disponía de un traje NBQ y una máscara, pero tras siete horas poniendo inyecciones, el sudor empañaba el visor. "Tenía que pinchar a un niño y no le veía la vena. Me quité la máscara. Poco después, yo también sentí picor en los ojos y dificultades para respirar. Así que me autoinyecté". Todavía hoy tiene algunos problemas de piel y de pulmón. Por sus manos pasaron "entre quinientas y mil personas" antes de ser enviadas a otras ciudades.

Baneh, Urmia, Tabriz, Teherán… Para Farideh, Shabnam, Shahla, Hosein, Mohamed, Saleh, Osman, Mehri y Ghader, la peregrinación acabó en un hospital militar de Madrid. Mencionan el Gómez Ulla como quien menciona el cielo. Y los nombres de aquellos médicos y enfermeras, como sus ángeles. Todavía recuerdan a Ana, a Pepa, a Yolanda y otros muchos rostros cuyos nombres se han nublado con el tiempo.

"Nunca he olvidado lo que hicieron por nosotras en España", afirma Shafei, que se emociona al recordar el cariño con el que las enfermeras trataban a Shabnam y Shahla. "Las mimaban mucho. Les compraban caramelos y juguetes. Incluso las sacaron un día por la ciudad y la mayor se quedó impresionada con el metro, todavía se acuerda…". Para entonces, Shafei ya había empezado a intuir que no volvería a ver a la pequeña Nahid. "Los 40 días en Madrid nos devolvieron la vida. Nos llevaron como unos cadáveres, envueltas en sábanas. Volvimos como personas", resume. "En Madrid me llamaban profesora", recuerda esta madre, cuya dedicación a sus dos hijas enfermas y su propio agotamiento han impedido que vuelva a trabajar a tiempo completo. Shahla, tímida, apenas interviene. Estudia quinto de Químicas; le gustaría trabajar en un laboratorio "para poder ayudar a la gente que ha sufrido los efectos de los gases". Su hermana mayor también estudia el doctorado en esa especialidad.

Incluso los adultos pasaron buenos ratos. Como cuando kak Saleh, medio en broma, hacía proposiciones de matrimonio a Pepa, "una enfermera muy guapa y simpática", según Shafei. La mención de Pepa ilumina los ojos juveniles de kak Saleh, que hoy, con 44 años, está casado y tiene dos hijos, una chica que estudia en la universidad y un chaval que mira sorprendido el interés que despiertan las batallitas de su padre.

"Mohamed y yo éramos los únicos solteros, así que las enfermeras bromeaban con nosotros y nos pedían detalles de nuestra vida. Jugábamos al dominó. Nos hicimos muy amigos", cuenta mientras saca las fichas que se trajo de España. "Ni nuestros hermanos nos hubieran cuidado como las enfermeras españolas", asegura Mahmudi. "En Teherán tenían miedo a tocarnos. Nos trataban como si tuviéramos lepra". Aún se estremece al recordar el dolor que le provocaban las cuchillas con las que le limpiaban las llagas en el hospital Bagiatollah. "En Madrid, en cambio, nos colocaban gasas absorbentes. Si no me hubieran enviado a España, habría muerto", concluye convencido este hombre que ha cumplido medio siglo y mantiene a sus siete hijos con el subsidio que le ha gestionado la asociación.

"Sólo Dios sabe si hubiera muerto, pero estoy seguro de que no habría vuelto a tener una vida normal", manifiesta Hasanpour. Este grandullón, que ahora se gana la vida como taxista, admite que durante su estancia en el hospital Bagiatollah lloraba como un niño y rogaba a Dios que acabara con su vida porque no soportaba el dolor.

Son conversaciones salpicadas por las toses, pero también por palabras en castellano que se colaron para siempre entre el kurdo que hablan en casa y el farsi oficial. Gracias, buenas noches, abre la boca… Kak Saleh desentierra un rudimentario vocabulario farsi-español que le preparó uno de los traductores de la Embajada iraní. La hoja, amarillenta y a punto de romperse por sus dobleces, desata los mejores recuerdos de Hasanpour y Mohamedian, con los que compartió cuarto y aún mantiene amistad.

Repasan las palabras y cuando llegan a "quiero mear" rompen a reír como críos. Al final, Hasanpour acepta contar un incidente que le causó gran apuro, pero que marcó el principio de su recuperación. "Tenía muchas quemaduras y el dolor me impedía menearme. Un día de madrugada necesitaba llamar a la enfermera para orinar. Apreté el timbre, pero la urgencia era tan grande que al final me levanté, aunque no llegué al baño. Cuando entró la enfermera no sabía dónde meterme de vergüenza; sin embargo, ella me pedía disculpas por no llegar a tiempo y todos se alegraron porque había logrado moverme".

Entre las risas surge una y otra vez una sombra: el recuerdo de quien no regresó. "Ghader murió en el hospital y decidimos no decírselo a Mehri Melkary, su esposa, que también se encontraba allí", se ensombrece el risueño kak Saleh, el alma del grupo durante el mes largo que pasaron en Madrid. Ante la imposibilidad de ver a su marido, Melkary empezó a sospechar. "Un día abrió la ventana y amenazó con saltar si no le decíamos la verdad", rememora kak Saleh. "Pedimos a los médicos que dijeran que le habían enviado a Alemania y que si ella mejoraba, la enviarían con él". "Resulta muy difícil recordar aquella experiencia", confía esta mujer de 38 años cuya belleza aún se asoma desde su mirada triste. Primero perdió al pequeño Edris, de nueve meses. Luego, a Ghader. "La mentira tal vez me ayudó. Pero me hubiera gustado que me lo dijeran al principio porque albergué muchas esperanzas. Cuando regresamos a Irán fue un golpe muy fuerte". Melkary volvió a casarse hace 12 años y tiene un hijo de ocho, Suheib. "La vida sigue. Muchas personas afrontan dificultades en la vida", acepta resignada. Desde el otoño no ha podido salir de casa por las alergias, el picor de garganta y las complicaciones pulmonares. Se resfría con facilidad y tiene problemas de estómago.

"Sufrimos toses permanentes y agotamiento físico", se duele Shafei. Su hija Shahla siempre está enferma. "Le cuesta curarse de un simple catarro. Tiene problemas para dormir porque no respira bien. Y en los ojos. A mí me han hecho un trasplante de córnea". Mahmudi muestra sus brazos llenos de cicatrices. Mohamedian, Hasanpour y kak Saleh apuntan a la espalda, las piernas o las ingles. Todos tienen que usar antibióticos y cremas especiales. Saben que tendrán problemas de por vida, pero han aprendido a vivir con ello.

"El Gobierno no nos ayuda lo suficiente", se queja Melkary. Por eso formaron la asociación hace cinco años. "Más importante que el apoyo económico es que otros piensen en nosotros, que se acuerden en el aniversario de las catástrofes, que sepamos que se preocupan de nosotros", subraya Mohamedian. El derribo y captura de Sadam les dio la esperanza de que la revelación de sus crímenes les sacara del olvido.

Todos se alegraron de que el dictador se enfrentara a un tribunal. "Igual que los iraquíes", precisan. Pero les decepcionó su ejecución. "La condena a muerte no soluciona lo que hizo. Queremos acabar con ese tipo de mentalidad", declara kak Saleh. Esperaban haber llegado a ser parte en el juicio inconcluso por su campaña de aniquilación contra los kurdos. Saber qué potencias la ayudaron porque él no produjo los gases por sí mismo.

"No tenemos pruebas, pero hay Gobiernos que ayudan a empresas que fabrican armas químicas. Nosotros queremos una campaña contra estas armas", subraya Mohamedian. A todos les gustaría también volver a España para una revisión y "para dar las gracias" a quienes les ayudaron hace 20 años.

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_