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Columna
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Iberoamérica: año de cambios

La nómina de omisiones en la cumbre iberoamericana celebrada la semana pasada en Montevideo, es indicativa de la inanidad en que discurrió el encuentro. Se habló de inmigración, que es uno de los temas estrella de nuestro tiempo, pero aunque los cambios tomaron la palabra, no se dijo palabra de que éste fuera el año de los cambios.

Fechar un comienzo siempre es arriesgado porque los cambios sólo suelen percibirse cuando ya se han producido, y no alumbran de un día para otro. Si se dice que la edad moderna comienza en 1492 -Colón llega a América- o 1453 -Constantinopla cambia de manos- eso sólo significa que para el comercio intelectual es necesario servirse de fechas, aunque sean convencionales. Por ello, cuando 2006 se denomina el año del cambio, como se hizo en una reunión previa a la cumbre organizada por la Asociación -española- de Periodistas Europeos, la FNPI -colombiana- y la CAF -andina-, quizá sea más apropiado hablar de cambios, y notar que éstos vienen de larga data.

La hipótesis de trabajo puede ser la de que en América Latina ese cambio global, climático, es un asalto a la Criollocracia, el gobierno de los criollos que desde la independencia nunca había dejado de manifestarse en la América andino-caribeña. Un asalto que se ha ido desarrollando durante el último medio siglo, y del que el más reciente y formidable avatar es la elección democrática de Evo Morales, indígena autoproclamado, a la presidencia de Bolivia; y acometida que implica una reformulación de la identidad de buena parte de los países latinoamericanos.

Ese asalto fracasaba en un posible primer intento con el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán en el bogotazo de abril de 1948; triunfaba pero quedaba pronto enmascarado por el marxismo moscovita, con Fidel Castro en 1959, segunda guerra de independencia cubana; seguía en los noventa con la elección de Alberto Fujimori a la presidencia peruana, que formalmente arrebataba la jefatura del Estado al poder criollo; y tenía un aparente remate, aún en Lima, con la victoria en las urnas de Alejandro Toledo, que, si políticamente no representaba a su etnia, no podía dejar de simbolizar alguna indianidad; la elevación a la presidencia de Venezuela de Hugo Chávez en1999, con toda su retórica bolivariana que ni el oráculo de Delfos lograría desentrañar, implicaba también una atezada nota al pie identitario del país; y no podían dejar de ser otras tantas apuestas similares la magistratura que se ganaba por dos veces consecutivas Lula, sindicalista brasileño, y Michelle Bachelet, hija feminista de un general chileno, demócrata hasta la muerte, aunque no le añadiera nada la victoria del ex comandante sandinista Daniel Ortega en Nicaragua. ¿Acaso la identidad presidencial criolla no se había mostrado siempre reacia a la mujer y el obrero?

Todos esos cambios, de materia prima muy distinta y en ocasiones incompatible entre sí, pero abocados a flexibilizar o ampliar el concepto de identidad nacional, experimentan un salto cualitativo en 2006 con la toma de posesión de Evo Morales en La Paz. Y lo que preocupa a detentadores y fabricantes históricos de identidades es que, con todas las promesas, excentricidades, y alternancias de discurso frío o caliente propias del líder indio, el asalto puede extenderse como mancha de aceite al norte, los Andes, Mesoamérica y el golfo de México.

El ex presidente boliviano, Jaime Paz Zamora, dijo en Montevideo que el rumbo iniciado por su país era acertado en lo estratégico o a largo plazo, con su proyecto de refundación nacional en clave mayoritaria indígena, pero que incurría en errores tácticos, en la negociación hacia dentro y hacia afuera; y añadía que Morales obraría con acierto si se comportaba de manera incluyente, pero no sí se amurallaba en la exclusión. El problema reside, sin embargo, en que a la minoría de los excluidos no les va a parecer que la operación sea nunca incluyente, y algunos desean ya que ese salto se produzca en el vacío.

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