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Columna
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La escandalosa verdad

Laurie Anderson dijo la otra noche en el Teatro Albéniz que lo que no le gusta de la fotografía es su incapacidad para transmitir si quien aparece en ella tiene frío o calor, su imposibilidad para registrar ese tipo de sensaciones. Es la única idea que no comparto de su deslumbrante espectáculo poético. Precisamente, lo que distingue una buena fotografía de una imagen sin más es su poder para congelarte la sangre con su impacto o templar la circulación de evocaciones sensuales. Y esa alteración de la temperatura del espectador está directamente impregnada de la que el fotógrafo ha sabido tomar a su objeto. Varios lectores han protestado por el abuso de la imagen que, en su opinión, ha hecho la fotógrafa Isabel Muñoz de las niñas camboyanas forzadas a la prostitución, parte de cuya serie, que puede verse en la magna retrospectiva de la artista que presenta el Centro Cultural de la Villa y que ha comisariado el maestro Publio López Mondéjar, ilustró un escalofriante reportaje de la periodista Lola Huete.

Hay varias maneras de mirar algo y varias de no mirarlo; la más inmediata, no verlo, no tener que verlo. Pero no querer ver algo es independiente de su propia existencia. Si uno se sitúa con intención de ver ante una de las fotos de Isabel Muñoz en las que el sudor empaña de gotitas la frente de una joven prostituta o mancha la tela del vestido en la axila de una madame, se sentirá empapado por el calor pegajoso de un burdel de Siem Reap, por la asfixiante angostura de su horizonte, salpicado por el sudor frío que exhala la angustia de esas niñas maltratadas. Sus retratos huelen a una mezcla de semen y carmín baratos, a sangre y colonia a granel, a miedo, impotencia y oscuridad. Isabel Muñoz cuenta ese olor y esa historia mostrándonos su rostro, nos presta su mirada para que podamos ver.

Pretender proteger a esas niñas no mostrando sus caras es puritanismo derivado de un exasperante afán de corrección política. Que Isabel Muñoz no nos las enseñase supondría que ni las viésemos ni, probablemente, las protegiésemos; viéndolas, cabe al menos la posibilidad de que a alguien le dé por hacer algo. La corrección política es enemiga del arte y de la verdad. En los periódicos y la televisión se pixelan las caras de los niños, como si no tuvieran; si pixelan pubis y pezones, como si no tuviéramos. Se vela la realidad, una realidad. Lo que ha hecho la fotógrafa en el reportaje del EPS y en su exposición es justamente desvelarla, revelarla. Rebelarse. Y en el acto de liberar las imágenes de la realidad de los añadidos moralistas, posteriores, del espectador establece una moral previa: la que se escandaliza no de la representación de la realidad, sino de la realidad misma, ésta sí verdaderamente escandalosa. Sin esa intención liberadora y ese espíritu libre, que han de impulsar toda creación artística (incluyendo el fotoperiodismo), habríamos de prescindir, entre tantos otros, de los niños mineros de Sebastião Salgado o de los niños mongólicos de Diane Arbus. Del gigante judío de ésta o del gigante inca de Martín Chambi, fotógrafo peruano que en las primeras décadas del siglo XX también fotografió niños mendigos y con cuya retrospectiva podemos hoy deleitarnos en la Fundación Telefónica.

Así como con las fotos de Isabel Muñoz sentimos el aire caliente y viciado de Camboya, con las de Chambi nos corta el filo de la rasca cuzqueña y nos llega ese olor que tiene el frío al mezclarse con la lana y los humores campesinos. No querer ver el entumecimiento de sus pies descalzos en contraste con el brillo de los botines burgueses es apostar por el aburguesamiento mismo de la realidad y de su representación. La corrección política es burguesa. Y somos burgueses, a qué negarlo, pero no debemos aburguesarnos, que es otra cosa: cerrar la salida a nuestros prejuicios. El arte es la salida principal. De qué punto de vista adopte el artista dependerá su capacidad de transmitirnos la verdad a revelar. Por eso Isabel ha adoptado el de las niñas prostitutas. Por eso estoy segura también de que cuando adopte el punto de vista del animal maltratado sus Tauromaquias (única parte de su obra que empaña mi admiración) serán otras, capaces de transmitirnos el insoportable hedor de la crueldad, el calor desesperado y sangrante del aliento del toro. Sé que alguien que sabe mirar como ella va a poder verlo. Y nos prestará sus ojos.

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