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Columna
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Un lugar extraño

Las madrileñas apuran excesivamente el depilado de las ingles mientras los madrileños vestimos obstinadamente de oscuro en invierno y abusamos del adjetivo "guapo". Al menos ésa es la impresión que tienen muchos de los extranjeros que pueblan la ciudad. Sus voces son una clave cada vez más valiosa para explicar esta indescifrable metrópoli de la que ya son una parte esencial. A principios de los ochenta era insólito ver a un africano en Preciados e incluso podía provocar hilaridad oír a un par de japoneses charlar. Hoy, en cambio, más del 15% de los habitantes de la Comunidad nació en otro lugar, creció bajo el sol de otro hemisferio y cada noche besa la foto de un amor que aún sigue allí. La abundante y variada población foránea ha dejado de ser una novedad.

Los madrileños, durante estos últimos años, nos hemos ido acostumbrando a escuchar en el metro lenguas desconocidas como si el suburbano fuese una especie de Babel horizontal. Los idiomas de los extranjeros constituyen la atmósfera acústica de la ciudad como sus pieles y sus cabellos colorean nuestro paisaje. Sin embargo, al margen de tratar con ellos separados por un mostrador y de oler su especiada comida a través de las corralas, no suelen integrarse en nuestra vida. ¿Quiénes son realmente? ¿Cómo se han adaptado? ¿Qué les parecen nuestras costumbres, nuestra pasión por los tintes capilares y nuestra dejadez a la hora de vestir en verano? Telemadrid emite cada jueves a las 21.40 el programa Un lugar extraño. El espacio, de 25 minutos de duración, recoge el testimonio de 70 extranjeros de 20 a 60 años que llevan viviendo, al menos, un año en la capital. Hombres y mujeres de 52 países, desde neozelandeses a noruegos, comentan con humor, sorpresa y sinceridad su impresión sobre nuestra forma de vida, sobre nuestros hábitos, sobre el trato que han recibido. Este programa resulta fascinante porque oímos a ese colectivo que ha dejado de ser un pequeño extracto de la sociedad para convertirse en una masa cada vez más adaptada y más definitoria de Madrid. Es sorprendente descubrir que a las marroquíes les desconciertan los tangas y a los italianos la escasa frecuencia con la que visitamos la peluquería. Pocos disfrutamos de un trato lo suficientemente íntimo con un inmigrante como para conocer sus opiniones y, así, conocerles realmente a ellos. Porque el inmigrante no es sólo la persona que abandonó su país, sino el resultado de fundir esa personalidad con un entorno ajeno que le altera y le condiciona. Un extranjero es un ser humano en continua evolución dentro de la sociedad que le acoge.

Pero Un lugar extraño sirve, además de para aprender de costumbres completamente diferentes, a la nuestra y diversas entre sí, para conocernos más a nosotros mismos. Los inmigrantes son el mejor espejo. Es curioso darse cuenta de cómo la diversidad racial y cultural puede convertirse en el más nítido reflejo de nuestras personalidades y conductas, cómo la verdadera información sobre uno mismo no la recibimos de un igual, pues éste es ya transparente, sino de quién posee otros rasgos y otros dioses.

Quizá todavía es pronto para que los madrileños nos fusionemos con los ciudadanos de otros países. De momento, muchos de ellos se relacionan básicamente entre sí, rompiendo esa endogamia únicamente por motivos laborales (en ocasiones ni eso). Pero poco a poco su lugar en la ciudad será más visible y más trascendente, adquirirán empleos de mayor envergadura y, lo más importante, sean nuestros amigos.

Los hijos de los inmigrantes ya comparten la escuela con los nuestros, ésa será la generación la de la plena integración. Pero son estos primeros inmigrantes de Un lugar extraño los que han sufrido y están sufriendo el choque cultural, quienes portan unas vivencias y una información riquísima. Si intimásemos con ellos no sólo descubriríamos el fantástico mundo que les habita, sino que redescubriríamos éste que habitamos.

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