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Columna
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Cuidado con las metáforas

Lluís Bassets

No hay que tomarse a broma las metáforas, esas comparaciones que pueden terminar adquiriendo la textura de las cosas reales. Ahora se cumplen cinco años de aquel 11 de setiembre de 2001, en que el presidente Bush aseguró que Estados Unidos se hallaba en guerra. ¿Puede declararse la guerra a un enemigo indeterminado, a un Ejército invisible con el que no es posible firmar armisticio alguno ni alcanzar la paz? Se puede, claro que sí. Exactamente una semana después de los atentados, las dos cámaras del Congreso norteamericano aprobaron por unanimidad la resolución que daba plenos poderes al presidente para combatir "contra las naciones, organizaciones o personas" sospechosas de responsabilidades en su ejecución y también contra quienes les ampararon. Y en los días y meses sucesivos, la guerra fue bautizada: primero, guerra contra el terrorismo; luego, guerra global contra el terror, hasta llegar mucho más recientemente a la inquietante denominación de guerra larga.

Los 'neocons' han saqueado el territorio ideológico del antifascismo

A la primera metáfora de la guerra se juntó luego otra más amplia y sugestiva, inspirada en la Segunda Guerra Mundial. En su primer discurso del estado de la nación tras los atentados, Bush designó un eje del mal, formado por Irak, Irán y Corea del Norte. Poseedores de armas de destrucción masiva y dispuestos a entregarlas a los terroristas dispersos por el mundo, los países del eje ponen en peligro la paz mundial y la vida de millones de personas, como hizo hace más de sesenta años el eje formado por Alemania, Italia y Japón contra los aliados. Luego se demostró que no había armas de destrucción masiva en Irak, pero no importa, la idea general del guión seguía funcionando: Irán quiere tenerlas, Corea ya casi las tiene, y si el Irak de Sadam Husein no las tuvo fue porque no pudo, no porque le faltaran las ganas.

La idea del eje funciona como un poderoso imán metafórico, que reverbera en millares de artículos y discursos donde se van repitiendo como un mantra los mismos argumentos. Quienes propugnan la acción diplomática frente a estos países, por ejemplo, son comparados con Neville Chamberlain, que en nombre de la paz pactó con Hitler la entrega de Checoslovaquia, en Múnich en 1938. Los neocons han saqueado el territorio ideológico del antifascismo, para identificar así al islamismo fundamentalista con el nazismo, al islamismo a secas con los nacionalismos que engendraron a Hitler y Mussolini, y a Europa y la izquierda mundial con los apaciguadores. Y ellos son los resistentes, claro.

Poco hay que objetar a las metáforas en su función de artefactos retóricos. Si en poesía despiertan el placer estético y cognitivo, en política son útiles para vencer campañas de opinión. Pero tienen el inconveniente de que también producen efectos. Los poderes de guerra que recibió el presidente con motivo de su declaración constituyen la base del cuerpo doctrinal que ha justificado la tortura de detenidos, su secuestro y traslado ilegal a cárceles ilegales, la violación del derecho a la intimidad en las comunicaciones o los juicios sin garantías. Como la guerra global contra el terror no tiene fin, luego se ha visto que la metáfora de la guerra fue una mera excusa para justificar la mayor expansión de los poderes del presidente de la historia de Estados Unidos, algo que por fortuna los propios tribunales se están encargando de enmendar, y es de esperar que los ciudadanos terminen de zanjar en las urnas, empezando por las legislativas de noviembre en las que se renueva la entera Cámara de Representantes y un tercio del Senado.

En cuanto al eje del mal y al repertorio del antifascismo, sus efectos también a la vista están, cinco años después. Gracias a una doctrina maniquea y autista que paraliza la acción política y diplomática, divide a los países amigos y aliados, y federa y cohesiona a los enemigos, la única guerra librada en condiciones de legalidad y de decencia diplomática, la de Afganistán, está derivando hacia un caos similar al de Irak. Todas las guerras convergen así hacia esta conflagración mundial concebida como una imagen apocalíptica, que debía restaurar en el mundo la tajante claridad de la división entre el bien y el mal, pero puede terminar fabricando una confrontación real entre lo que se conoce como Occidente y los 1.400 millones de musulmanes que habitan el planeta.

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Para terminar y vencer en esta guerra sin fin pero que no es tal, antes habrá que derrotar a esas metáforas abusivas.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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