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Tres monumentos

Las ciudades son conglomerados muy complejos, transformados continuamente a lo largo del tiempo, pero a la vez identificables por la permanencia de elementos conspicuos. Entre ellos están los monumentos y, específicamente, los arquitectónicos. La arquitectura monumental ha participado siempre en el orden simbólico de la ciudad y en su configuración física. A pesar de programarse a partir de unas funciones, son prioritariamente objetos para ser contemplados y para sumarse a la representación del aliento urbano. Tienen tal grado de representatividad que han sido casi siempre los ámbitos más adecuados para la experiencia y la propaganda de las innovaciones estilísticas: el templo griego, las catedrales góticas, los palacios renacentistas, las iglesias barrocas, las instituciones burguesas, a la vez símbolos, generadores urbanos y bases de experimentación y creación de modelos. Esto se interrumpió con las vanguardias del siglo XX: el funcionalismo trasladó el ámbito experimental a la realidad social y el monumento se adhirió como pudo a los nuevos modelos, hasta que -desdeñando aquel gesto moral con la avalancha inmoral del mercado- ha vuelto a recuperar el papel preponderante. Hoy, otra vez, la discusión estilística y metodológica de la elegante arquitectura neocapitalista se refiere al monumento o, por lo menos, a los rasgos monumentales de los servicios sociales. Es una vuelta atrás sólo con una diferencia: ahora los monumentos no se suelen presentar como procesos urbanos, como hitos de unas coherencias morfológicas, sino como elementos insólitos que se diferencian agresivamente del entorno, siguiendo las técnicas de la publicidad comercial, quizá porque con ello logran vender y comprar poder económico y político.

La torre Agbar, el edificio de Gas Natural y el pabellón deportivo de Cornellà son, como arquitectura monumental, objetos autónomos agresivamente diferenciados del entorno, pensados para ser contemplados

Barcelona, en estos últimos años, sigue ese proceso de monumentalización y, en consecuencia, están abundando edificios de gran calidad que emergen como nuevos iconos figurativos -aunque no siempre como generadores de urbanidad-y, por lo tanto, como posibles muestras de las tendencias estilísticas que hoy se debaten. Por ejemplo, la torre Agbar, de Jean Nouvel, en la plaza de las Glòries puede definirse como una apuesta por una arquitectura basada en el protagonismo de la piel multicoloreada, lo cual la sitúa como una de las propuestas más contaminantes en las tendencias y las modas actuales. El volumen es lo suficientemente radical para proclamarse como un monumento aislado, pero también es lo suficientemente neutro para que las identidades se transfieran directamente a la piel, diseñada más allá de lo funcional y de la expresión de los espacios interiores. Se trata de una novedad respecto a las anteriores obras de Nouvel, en las que la piel no solía alcanzar esa minuciosidad casi decorativa. No es una piel autónoma y desprendida como en ciertas obras de Gehry, de Hadid o de Coop-Himmelblau. Es una textura sobrepuesta para vitalizar la neutralidad compositiva.

Otro monumento ejemplar es la torre de Gas Natural, obra inteligente de Miralles-Tagliabue, una pieza fundamental en el perfil marítimo de Barcelona. El protagonismo expresivo recae en este caso en el volumen, incluso en su genial arbitrariedad, en su autonomía afuncional y su independencia del espacio interior. Pero es condescendiente todavía con el valor expresivo de la piel. La cuidada alternancia de diversas texturas del cristal está al servicio del volumen para lograr su compacidad transparente y gélida. Una posición distinta a la de Nouvel y también sintomática.

Distinta también es la de Álvaro Siza, autor de otro reciente monumento de gran calidad: el pabellón deportivo de Cornellà. El protagonismo es la equilibrada relación espacio-volumen y no la consideración autónoma de la piel, un protagonismo que se mantiene con distintos matices en casi toda la obra del arquitecto portugués. Podemos encontrar referencias a las fases iniciales del Movimiento Moderno, contempladas con unos ojos críticos, impresionados a la vez por Le Corbusier y Alvar Aalto y fieles a los viejos principios morales contra lo superfluo -o, mejor, lo superficial- y contra la disgregación decorativa. No sólo no hay autonomía epidérmica, sino que casi no hay fachada. Y hay un único material y un único color. Cautelarmente, Siza vuelve a la visión espacio-temporal que Giedion proclamaba en los albores del racionalismo.

Sería excesivo afirmar que sólo las cuestiones del espacio, el volumen y la piel son importantes en las actuales discusiones arquitectónicas. Y también lo sería suponer que sus argumentos están definitivamente representados en esos tres monumentos barceloneses. No obstante, algún problema queda evidente: con estos temas enfocados o resueltos, ¿los monumentos alcanzarán aquel papel de modelos funcionales y estilísticos que tuvieron históricamente, o estamos discutiendo y valorando cuestiones que ya no son respuestas a las demandas que nuestra sociedad se plantea? ¿Servirán esos monumentos para recuperar premisas morales? ¿Refugiarse en algunos métodos que provienen del ornamento y la decoración, permitirá crear modelos para cumplir con la sociedad emergente? ¿No estaremos discutiendo banalidades y traiciones?

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Oriol Bohigas es arquitecto.

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