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Columna
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'Kilolitros'

Diciembre es un sin parar de fiestas y celebraciones; empieza con el puente inmaculado (que siempre acaba manchado de sangre accidental) y, prácticamente sin solución de continuidad, nos dan las uvas. Entre los dos extremos del mes hay que hacerles sitio, además, a las comidas y cenas de amigos, compañeros de trabajo, alumnos y profesores... En fin, que nos pasamos el último mes del año mayormente bebiendo y comiendo; o "en un pienso", por decirlo en un registro mucho más gráfico y coloquial. El kilolitros que da título a esta columna no alude, sin embargo, al peso que podemos ganar ni a la suma de líquidos consumibles en estas fiestas-festines de diciembre. Quiero referirme a otra cosa.

Porque Kilolitroak es el nombre con que el chavalerío ha rebautizado al Kilometroak, representando sencillamente que esa celebración (y otras muchísimas) es oportunidad también para alegrías alcohólicas. Elijo ese ejemplo por lo ilustrativo del cambio de denominación, pero insisto en que valdría cualquier otro evento. Innumerables son las conmemoraciones, expresiones culturales, fiestas populares o patronales que sirven de escenario o de pretexto para que los más jóvenes se cuezan vivos. Cualquiera de los 52 fines de semana del año valdría también para apoyar lo dicho.

Éstas serán las últimas Navidades antes de la entrada en vigor de una nueva y extensa prohibición de fumar en entornos laborales o públicos. Los riesgos más que probados del tabaquismo activo y pasivo han aconsejado la adopción de esas medidas drásticas. De esas y otras. El peligro de una pandemia de gripe aviar ha llevado a las autoridades a curar en salud y prohibir la exhibición pública de aves vivas. No habrá, pues, ni pavos ni gansos ni presumidos gallos en los mercados navideños del 2005. No los veré en Santo Tomás, el próximo miércoles. Pero estoy segura de que sí voy a ver estragos etílicos entre los críos. Y antes he dicho "chavalerío" y ahora pongo "críos" para limitar el ámbito de esta columna a los menores de edad, es decir, a aquellos a los que la ley prohíbe que se les venda alcohol.

En países como Estados Unidos, las posibilidades de que en un bar te pidan un documento de identidad antes de ponerte una copa son tan altas que hasta a los turistas les toca más de una vez presenciar o protagonizar la escena. Y no te libras aunque hayas salvado holgadamente el listón de la mayoría de edad. A mí me pasó cuando ya rondaba los 30. Estaba en Nueva Orleáns con unos amigos, en uno de esos famosos -hoy tristemente famosos- cafés del barrio francés. Pedimos unas simples cervezas y, antes de ponerme la mía, el camarero me pidió el pasaporte. Le respondí, sonriente, que me sentía halagada porque tenía bastantes más años de los exigidos; mis amigos, entre risas, me corearon. El camarero ni se inmutó, siguió con la mano extendida esperando el documento, y hasta que no se lo enseñé no me sirvió.

Desde entonces he cumplido unos cuantos y tengo que decir que aquí no he visto nunca nada parecido. Nunca jamás que a nadie, en un bar, le hayan pedido un carné para comprobarle la edad. Lo que sí he visto y veo abundantemente es a menores (salta a la vista que son menores de 18 y de 16) pasados de copas que en algún sitio les han servido, infringiendo, entre otras normas, las legales. Y también he escuchado y escucho multiplicados testimonios que prueban lo mismo, que hay menores de 18 y de 16 y hasta de 15 y 14 años que beben en bares, revueltos con el resto de los clientes mayores, a las mismas horas, cualquier fin de semana, y más y peor, en días de mercados, eventos culturales o fiestas populares; en fechas señaladas como las que se acercan.

Los riesgos de contagio aviar son aquí y ahora hipotéticos, pero la exhibición de aves vivas ha sido prohibida de un plumazo. El kilolitro hiperjuvenil es sin duda un pájaro mucho más peligroso y de peor agüero; en cualquier caso, lo más alejado que se me ocurre de una unidad de energía social sostenible y soportable. Y sin embargo...

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