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Reportaje:[38] MALOS DE LA HISTORIA

El tigre de los llanos

Facundo Quiroga ha pasado a la historia como paradigma del poder y la violencia en Latinoamérica, de la trayectoria vital que desemboca en el caudillismo visionario y despiadado. Gaucho de energía brutal y mirada colérica, fue uno de los 'señores de la guerra' de la Argentina del siglo XIX.

Facundo Quiroga ha pasado a la historia como paradigma del poder y la violencia en Latinoamérica, de la trayectoria vital que desemboca en el caudillismo visionario y despiadado. Gaucho de energía brutal y mirada colérica, fue uno de los 'señores de la guerra' de la Argentina del siglo XIX.

"El general Quiroga quiso entrar en la sombra

Llevando seis o siete degollados de escolta".

J. L. Borges

La montonera

Hay que imaginarse las pampas. El desierto inabarcable de las pampas argentinas. Esas tierras llanas e infinitas, aisladas por su propia extensión. Hay que imaginarse esas llanuras a comienzos del siglo XIX, doblemente vacías: de gentes y de ley. Hay que figurarse, en el fondo de ese vértigo horizontal, una extensa polvareda, acercándose. El retemblar de la tierra sacudida por miles de caballos al galope, un chivateo que se convierte poco a poco en rugido, una bandera negra que flamea sobre un bosque de lanzas de cuatro metros, empenachadas con cintas rojas, apuntadas hacia nosotros. Es la montonera. Y al frente de ella, a galope tendido, un jinete de largas barbas y melena negra, con la lanza en ristre, preparada para ensartar a sus enemigos. Ése es Facundo.

Todo el que lo vio en batalla o en la pausa de sus campamentos testimonió su carisma. La brutal energía en los ojos coléricos, la confianza casi sobrenatural en sí mismo, la crueldad sin par en una época y unas regiones pródigas en hombres crueles. No en balde sus hombres, esos jinetes indómitos de sus montoneras, lo apodaron El Tigre de los Llanos. Porque si alguien le temía más que sus enemigos eran sus propios gauchos, contra los cuales volvía su lanza con cabo de ébano a la menor muestra de cobardía o flaqueza.

Apoyado en esa energía y ese terror, Facundo Quiroga se convirtió en uno de los tres caudillos principales que se repartieron Argentina en el vacío de poder y la anarquía que siguieron a la independencia. Su imperio de cuchillos y boleadoras llegó a abarcar todas las provincias andinas del país, de Mendoza a Jujuy. Una extensión de unos 700.000 kilómetros cuadrados. O, para que nos entendamos, bastante mayor a la de toda España. Y que Facundo mantuvo bajo su bota de cuero de potro, gracias al poder de sus bandas de jinetes capaces de cruzar enormes distancias, que usualmente tomaban semanas, en sólo algunos días, durmiendo y comiendo sobre los caballos, de modo de adelantarse y sorprender a sus enemigos. La velocidad y la crueldad. La velocidad en la crueldad. Esto era Facundo.

Los caudillos

Juan Facundo Quiroga nació en 1788 en San Antonio, un caserío en las sierras andinas de la provincia de La Rioja. Su padre era un hacendado de cierta fortuna, lo que significaba poco en esas regiones pobres. Apenas que el hijo pudiera ir a la escuela (de la que escapó luego de voltear a su profesor de una bofetada). Y que tuviera su propio caballo desde que pudo sostenerse sobre él. El caballo y la vida en la llanura fueron su verdadera escuela. Con ellos aprendió lo esencial: que en la pampa, nada queda demasiado lejos, si hay voluntad de cabalgar. Y que degollando -reses u hombres- se pierde el miedo a la sangre.

Sus pasiones eran simples, las de todo gaucho: el caballo, el juego y las mujeres, en ese orden. Y en todas ellas era violento. A los quince años se anota su primer muerto: un tal Peña, al que asesina de un balazo por unos asuntos de naipes. Luego de eso pasa años deambulando por la pampa, haciéndose la fama de "gaucho malo" entre los gauchos. Es inevitable comparar esa vida con la de aquellos vaqueros errantes en el lejano oeste de Estados Unidos.

Las eternas cabalgatas entre los ranchos aislados; la ocasional venta o pulpería, con su mostrador enrejado donde Facundo se jugaba el todo o nada a una sota; el inevitable duelo a facón, ese largo cuchillo de doble filo que se lleva en la faja, por atrás, y cuyos cortes se paran con el brazo envuelto en el poncho. Luego, huir otra vez de la partida, la policía rural de las pampas, rehacerse en otro sitio, juntar dinero arreando ganado a través de la cordillera hasta Chile, por ejemplo. Y perderlo todo a los naipes nuevamente. Una vida de forajido gaucho que no difiere mucho de la que se canta en el Martín Fierro, acaso.

Con una gran divergencia. En 1810, cuando Facundo tiene ya 22 años, la historia llega hasta esas pampas remotas. Y transforma al gaucho solitario en un caudillo. Un mundo se viene abajo, el del orden colonial español en Iberoamérica, y otro empieza a nacer entre batallas, patriotismo y anarquía. Entretanto queda un vacío de poder donde -desde México hasta la Patagonia- hombres violentos y decididos encontrarán un mismo destino natural. Se inicia el "siglo de los caudillos", como lo ha llamado Enrique Krauze.

Facundo se enrola de soldado en el ejército patriota que se está formando. Pero la disciplina es insoportable para él, y deserta. Vuelve a vagabundear, ahora doblemente perseguido. Y en ese punto es donde interviene el destino (que otros llaman suerte). En 1818, Facundo es hecho prisionero en San Luis, quizá por aquella deserción, o por alguna de sus deudas de sangre. Como sea, estando en la prisión, un grupo de soldados españoles apresados por el general San Martín se amotina. Los godos abren las celdas a los criminales para que les ayuden a escapar. Facundo, en lugar de ayudarles, mata a catorce de ellos con el macho (la barra) de los grillos que le han quitado. Así domina la rebelión y devuelve la cárcel a los patriotas.

Desde ese presidio, Facundo sale perdonado, condecorado y famoso. Un héroe popular, de esos que se forjan en las revoluciones precisamente. ¿Pero fue heroísmo, instinto o cálculo lo que le llevó a matar a esos españoles? Quizá otra cosa más simple: ganas de pelear solamente. Facundo no iba a perderse una buena pelea.

Civilización y barbarie

Poco después de su hazaña en la cárcel, y montado en esa fama, Facundo es nombrado comandante de campaña en La Rioja. Es decir, manda sobre las milicias gauchas. Hay algo de inevitable -en lugar de sorprendente- en ello. Es el más violento y, por tanto, en una época violenta, le corresponde el primer lugar. Al frente de esa montonera inicia su conquista de las pampas. Hacia 1827, cuando entra en San Juan, ya es el caudillo indiscutido de esas regiones. Y durante esa entrada triunfal es cuando ocurre el segundo momento crucial en el destino de Facundo. Aunque de éste, él no se dará ni cuenta.

En el umbral de un pequeño comercio, observando el tropel de 600 gauchos con sus lanzas y enormes corazas de cuero crudo, está un joven profesor y periodista. Domingo Faustino Sarmiento -tan aterrado como el resto de la villa- contempla a la montonera y de pronto, como lo relataría muchos años después, siendo ya presidente de Argentina, "todo el mal de mi país se me reveló de improviso: ¡la barbarie!".

Y como encarnación de esa barbarie, Sarmiento ve pasar a Facundo, el sanguinario jefe de la horda. Facundo, que no lo ha visto, que nunca sabrá de ese profesorcillo de provincias, docto, políglota y apasionado. Y al cual, sin embargo, el caudillo riojano le deberá su destino de personaje histórico. Pues será Sarmiento quien, exiliado en Chile tras el triunfo de los caudillos federales liderados por el tirano Rosas, escribirá la biografía de Facundo.

Como otros personajes históricos en esta serie de El País Semanal, Facundo es tanto una persona como un libro. Civilización y barbarie. Vida de Juan Facundo Quiroga no sólo es "la primera página de la literatura argentina" (según Ricardo Piglia), sino que sigue siendo uno de los ensayos fundamentales acerca del fenómeno de la violencia y el poder en Latinoamérica. Bajo la influencia del historiador escocés Carlyle, Sarmiento escribió la biografía de un héroe que es al mismo tiempo "una manera de ser de un pueblo, de sus preocupaciones e instintos". Por ejemplo, su intuición acerca de Facundo como un producto de la "soledad" (que emana de las enormes pampas desiertas) repercutirá todavía cien años después en reflexiones cardinales sobre la región, como El laberinto de la soledad -precisamente-, de Octavio Paz. Facundo es el "genio bárbaro" de esos paisajes solitarios, donde la libertad de una nación surgía de su propio caos. Pero -liberal convencido- Sarmiento también anota: "La libertad pocas veces tiene mucho que agradecerle a los genios".

"Oh, sombra terrible de Facundo", escribe Sarmiento en la primera línea de su libro, invocándolo como se llama a un demonio -o a una deidad- para que le ayude a entender los males de su país. Y un siglo y medio después, muchos seguimos invocando su libro para escrutar la tragedia del caudillismo político latinoamericano, donde en lugar de respetar los cargos se venera a los líderes.

El hombre-tigre

Los siguientes años en la vida de Facundo Quiroga, una vez que se ha consolidado como caudillo del interior argentino, transcurren batallando las guerras civiles que desgarran a la nación. Unitarios y federales se disputan sangrientamente el poder. Sin embargo, muy pronto esas denominaciones van quedando vacías, para transformarse en meros pendones en las refriegas. Tres señores de la guerra se dividen el país. Estanislao López, en las provincias litorales del río Paraná. Juan Manuel Rosas, en Buenos Aires. Facundo Quiroga, en las vastas planicies hasta los faldeos de Los Andes. Es en estos años cuando los rasgos de Facundo quedan más a la vista. Su crueldad y su astucia se aguzan en la necesidad de conservar el poder.

Con astucia "latinoamericana", Facundo siempre supo que no era necesario "gobernar", sino "mandar". Nunca se nombra a sí mismo gobernador o algo parecido. Sabe que le basta con mandar sobre sus montoneras. Es más, que no puede distraerse de ello. Y que para hacerlo, a medida que aumenta su poder, requiere de más terror. Su castigo habitual son 600 azotes. De modo que toda condena equivale a una tortura hasta la muerte. Otro castigo favorito es "enchalecar": envolver a la víctima en un cuero de vaca recién desollada, coserlo y dejar este paquete a secarse en la pampa (no sin antes oír el crujido de algunos huesos). Tales castigos recaen sobre sus propios hombres -a la menor desobediencia- o sobre las ciudades sometidas a tributo para que los entreguen. A medida que crece, la horda nómada requiere más y más tributos. Zonas enteras se despueblan, aterradas. O las despuebla el propio Quiroga, como cuando ordena que emigren al campo todos los habitantes de la ciudad de La Rioja -antepasado andino de un Pol Pot, Facundo entiende que la cultura cívica es su enemigo.

En la guerra parece invencible. Durante la campaña de 1831 gana tres batallas seguidas contra ejércitos bien armados y superiores en número. El prestigio astuto y cruel de Quiroga alcanza niveles míticos. Es por esa época cuando recibe el apodo de El Tigre de los Llanos. Pero para la gente de las pampas ese nombre no es una figura retórica. Tiene connotaciones mágicas. El hombre-tigre, o runa uturuncu en la mitología indígena, tiene la capacidad de transformarse realmente en la fiera. Es la fiera bajo apariencia humana.

El fin de las montoneras

Y de pronto, sin motivo -o porque no hay épica que sea eterna-, Facundo decide retirarse. Algunos piensan que es porque ya no le quedaban enemigos. Otros, que su riqueza lo había ablandado (luego de su victoria en La Ciudadela, salieron de Tucumán 250 carretas, de 16 bueyes cada una, cargando el botín).

Pero la causa puede haber estado no en sus victorias, sino en sus derrotas. El año anterior, el general Paz, un soldado veterano de las guerras de la independencia, le había vencido en La Tablada y Oncativo. Poco importa que luego Facundo se recuperara; El Tigre había perdido el invicto. Y debe haber sido el primero en notarlo. Un ejército regular, con infantería y cañones, había derrotado a las feroces caballerías montoneras. Obligando a Facundo a huir a Buenos Aires para reorganizarse bajo la protección de su aliado, el caudillo Juan Manuel de Rosas, que pronto sería el tirano de una Argentina unificada por su terror.

Ahora, tras esa última campaña victoriosa, El Tigre de los Llanos inicia una vida aún más inesperada, en su ya imprevisible existencia. Se vuelve sedentario. Alhaja la gran casa en Buenos Aires con sus inmensos botines. Trae a su mujer y sus cinco hijos desde La Rioja. Durante algunos años vive como un señor de la guerra retirado en sus cuarteles de invierno. Hace especulaciones financieras y sufre de reúma. Incluso estiliza el traje de gaucho y se recorta la barba dejándose sólo unas patillas frondosas (las que el riojano ex presidente Menem le imitará). Durante unos cortos años parece que la gran ciudad ha domesticado al nómada.

No es difícil sospechar el motivo: el gaucho astuto había entendido que la montonera, su máquina de guerra, iba quedando obsoleta. Se aproximaba el fin de los jinetes salvajes, que cargaban a lanza y boleadoras. El detestado uniforme sustituiría al chiripá y el poncho. Una edad épica -más que una época- estaba terminando (aunque hoy sabemos que si la montonera estaba obsoleta, no lo estaban los caudillos, ni la barbarie).

Y entonces sobreviene el tercer encuentro con el destino. El misterio final que consagra el mito de Facundo.

El llamado de la pampa

Nunca se sabrá a ciencia cierta si fue una conspiración de Rosas para deshacerse de su peligroso aliado. Pero a finales de 1834 le piden a Facundo que viaje al interior del país para una misión diplomática: mediar entre dos caudillos provinciales que se pelean. Facundo era demasiado astuto como para no prever los riesgos. Las tierras que debería cruzar estaban infestadas de enemigos jurados. Casi en cada legua del camino debía vidas y haciendas. Es cierto que muchos gauchos le saldrían al paso para aclamar a su héroe idolatrado. Pero el caudillo iría sin su montonera, apenas con seis o siete jinetes escoltando su galera, el inmenso carromato, verdadero barco de las pampas.

A pesar de ello, Facundo decide abandonar su cómoda vida en Buenos Aires y partir. Nadie se lo explica. Sarmiento sugiere que fue su vanidad, su sensación de inmortalidad. Otros, que necesitaba reafirmar las bases de su poder en el interior.

Pero una lectura literaria -y Facundo es también un libro- sugiere otra cosa. Tras algunos años, la inacción se le habrá vuelto insoportable. En las noches habrá oído el relinchar de los caballos, el caliente viento zonda barriendo los pajonales, el rugido del tigre con el que le comparan. En suma, habrá escuchado el llamado de la pampa. Diciéndole que es preferible morir en ella que vivir en la ciudad.

Casi desde la salida se prodigan los signos de mal agüero. La galera se empantana. Mensajeros le advierten de que en Córdoba le están esperando para matarlo. Un chasqui (correo), salido de Buenos Aires, le lleva la delantera como si fuera avisando que viene El Tigre a sus enemigos. Cambiando caballos, sin descansar nunca, con su característica velocidad de maniobra, Facundo logra llegar a Santiago del Estero y cumplir su misión. Podía ir de allí a sus tierras de La Rioja y armar una montonera, para volver a Buenos Aires por la ruta andina, evitando las amenazas que lo esperan en Córdoba. Sin embargo, no hace nada de eso. Vuelve precisamente por donde vino, solo. Como si buscara exponerse al enemigo nuevamente.

En Barranca Yaco, un cañadón boscoso bajo el rasero de la pampa cordobesa, los asesinos lo esperan. Escondidos entre los algarrobos, disparan sobre la galera. Matan a toda la escolta, degüellan incluso a un niño de doce años que iba de postillón. Facundo se asoma entre los faldones del carro y le disparan a quemarropa en la cara. Antes ha gritado: "¡¿Quién se atreve a matar a un general?!".

Casi como si estuviera pidiéndolo. Como si a eso hubiera ido precisamente. A morir en la pampa, en su ley. Y no en la de la ciudad. Fue un 16 de febrero de 1835. Facundo tenía 47 años. Acaso la eternidad habrá sido para él la infinita carga de una montonera: "Ya muerto, ya de pie, ya inmortal, ya fantasma, / Se presentó al infierno que Dios le había marcado, / Y a sus órdenes iban, rotas y desangradas, / Las ánimas en pena de hombres y de caballos". (Borges).

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