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Entrevista:Manuel Borja-Villel

"Debemos desarrollar en el museo una pedagogía de la emancipación"

Cuentan de buena tinta que hace un año, por estas fechas, se encontraban conversando en una velada celebratoria del nuevo MOMA, en Nueva York, David Rockefeller, Glenn D. Lowry y Leopoldo Rodés. El presidente emérito del museo neoyorquino, coleccionista a muerte, se dirigió a Lowry en estos términos: "Oiga, Glenn, si éste es el museo del siglo XX, ¿qué pasa con el museo del siglo XXI?". El director del MOMA le respondió, inesperada y tranquilizadoramente: "Pregúnteselo a la persona que trabaja para Mr. Rodés".

Pero habría que ser cuidadosos con la fama. Porque en el caso de ese señor astuto, osado y meticuloso que trabaja para el presidente de la Fundación Macba, cualquier halago que le convierta en simple reformador cultural sólo puede destruir su logro y amenazar su merecido lugar en el mapa de la contemporaneidad. Manuel Borja-Villel (Burriana, 1957), director del Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona, no es un moralista, sino una persona que a través de su trabajo pretende ayudar al público a descubrir. Y descubrir, en arte, es una cuestión dialéctica. El próximo día 29, el Macba celebrará sus primeros diez años de existencia.

"La opacidad intrínseca de toda obra de arte, más que impedir el conocimiento, propone la promesa de un nuevo conocimiento"
"Nunca la cultura había vivido un momento tan banal y débil"
"La colección del Macba presupone entender la identidad no como algo único y atávico, sino como algo rizomático"

PREGUNTA. El número uno en la lista de los cien personajes más influyentes en el mundo del arte es, según la publicación británica ArtReview, Damien Hirst. ¿Quién sería en España?

RESPUESTA. Esa lista no hace más que confirmar una visión de la hegemonía del mundo anglosajón. Hay poquísimas mujeres y ningún pensador. Siguiendo la misma lógica, imagine que en los sesenta se hubiera hecho la misma encuesta y no hubieran salido los nombres de Foucault o Kristeva. Habríamos dicho que están locos. Tampoco aparece ningún nombre de Latinoamérica, ni los movimientos ligados a pensamientos subalternos, en comunidades indias, como Ecuador, Bolivia, Perú. Asia es casi invisible, y no digamos los países árabes. Todo esto es representativo no sólo de una estructura de poder, también de cómo se percibe esa estructura de poder. En España esta lista sería más difícil, porque no existe una estructura hegemónica en relación con el extranjero. Aquí el gran evento cultural es Arco, lo que, obviamente, tiene muy poco que ver con la cultura y sí con un acontecimiento social. Nunca la cultura había vivido un momento tan banal y débil. Campos como el pensamiento urbano, la antropología visual o la filosofía política son hoy mucho más vivos e interesantes. Y los museos, a base de querer llegar a todo el mundo, son culpables de lo que están criticando.

P. ¿Ha contribuido el Macba en sus diez años a mejorar esta situación? ¿Cuál es su balance?

R. Me gustaría pensar que se han conseguido algunas cosas. Primero, una estructura que permite un equilibrio entre instituciones públicas y sector privado, con la consiguiente libertad de trabajo y acción, algo que no es demasiado común en este país. También hemos roto con dos ideas equivocadas; por un lado, ese concepto identitario de que los museos tienen que reflejar los fundamentos canónicos del arte de un país, que acaba siendo una posición condenada al fracaso al ratificar lo mismo que critica: una estructura hegemónica, lineal, de poder, con lo que ésta además tiene de sacralizado, absoluto y excluyente. Edouard Glissant habla de pensar la historia no como si estuviese conformada por grandes continentes, sino como un archipiélago, que representa esas otras culturas y modos de hacer en nuestra propia práctica, asumir la identidad como relación, lo que comporta la apertura al otro, sin peligro de disolución. Piense en el Reina Sofía, su colección está estructurada en torno a una serie de nombres propios que conforman la historia oficial. Durante un tiempo, su gran debate era si empezaba la colección con Solana o no. Nos pasamos la vida pensando en esa especie de "pecado original". Es absurdo, no hay un único origen, hay muchos. Vivimos en un mundo que se ha hecho pequeño, es urgente inventar formas múltiples de relación que cuestionen nuestras propias estructuras mentales.

P. Usted ha criticado repetidamente la obsesión de algunos museos por definirse a partir de esa falaz dicotomía entre ser "del pasado" o "del presente".

R. En este país o nos olvidamos de lo que ha ocurrido y nos encantamos con el presente como si fuese un bien en sí mismo, o idolatramos un pasado dorado, que en la mayoría de los casos es producto de una especie de ensueño colectivo en el que nos hallamos inmersos. El presente no es otra cosa que un punto entre el pasado y el futuro, y, por supuesto, siempre se empieza hoy, mirando a un futuro y pensado en un pasado. Cuando se inauguró el Macba, las discusiones fueron especialmente encarnizadas, ¿empezamos en Dau al Set, en los ochenta? Fíjese si hubiéramos empezado en los ochenta... lo caduco y posiblemente mezquino que nos parecería hoy el museo.

P. ¿Qué papel tiene la educación en esa visión de la historia?

R. Fundamental. Siempre se ha tenido la idea de que la educación es un medio para transmitir conocimiento a los que no lo poseen, pero esa postura presupone o fomenta la desigualdad. La noción de transmisión, junto a la de transparencia, es una de las grandes falacias de la modernidad. Significativamente en ese juego de ocultamientos y desplazamientos en que se ha basado una parte de la modernidad y del idealismo decimonónico, la desigualdad se ha interpretado como lentitud y retraso. Y lógicamente se pensaba que la velocidad y el progreso eran los medios para acortar distancias, sin mostrar que era la misma noción de progreso la que mantenía ese sistema de desigualdades, entre una clase y otra, entre un mundo y otro, entre el que no sabe y el que sí. En este sentido, la supuesta popularización de la cultura, la accesibilidad de los contenidos, no hace sino mantener aún más la separación que nos divide, fomentando paradójicamente el alejamiento entre la sociedad y el arte. La cultura se está convirtiendo cada vez más en una industria y el hecho cultural o artístico es un elemento de consumo. No puede desarrollarse una política educativa alternativa sin que las historias que se digan sean también alternativas. El museo debe desarrollar una pedagogía de la emancipación, como algo que nos permita entender intelectualmente qué somos y lo que hacemos en un orden social determinado.

P. ¿Un museo para la resistencia?

R. Es que la resistencia ya no puede ser externa al sistema, sino activa desde esta misma sociedad que está organizada en redes. Jacques Rancière, en El maestro ignorante, reivindica la noción de contador de historias del narrador. Este tipo de narración tiene algo de recitado, de oralidad, que presupone un nivel de igualdad con el interlocutor. El recitado no existe sin alguien que ha de reconstruir los fragmentos del mismo. Esa narración, que siempre es poética, implicaría las obras abiertas, el cine de exposición, y exige la implicación del espectador. En contra de lo que se cree, la opacidad intrínseca de toda obra de arte, más que impedir el conocimiento, propone la promesa de un nuevo conocimiento.

P. Eso es dadá...

R. Sí, y mucho antes es Revolución Francesa. Se basa en la idea de igualdad. Es entender la educación, y el museo, como un espacio de negociación, de diálogo, no como un espacio evangélico de transmisión. Llevamos bastantes años tratando de darle una calidad de agente al público, que el visitante no sea sólo espectador sino público participativo y autoorganizado. Sólo así seremos capaces de construir una sociedad civil y, por tanto, un proyecto político. En España carecemos de discurso, es un problema de investigación, no hay estructuras, se trabaja fundamentalmente con material secundario. Es muy importante crear espacios donde sea posible el conocimiento. El arte es, ante todo, experiencia, y si el espectador no la retiene, y la hace propia, ésta se pierde.

P. También ha cuestionado las colecciones que sólo se fijan en los nombres como si fueran etiquetas.

R. Sí, la idea que se tiene en general es la de una colección patrimonial, pero habría que hacer, si se me permite la expresión, colecciones matrimoniales, concepto opuesto al de la herencia que se traspasa de padres a hijos y que se identifica con un territorio, que es lo que da carta de naturaleza a tus costumbres, cuando la realidad es que no hay nada natural, todo es construcción cultural. En cambio, si hablamos de un arte relacional, deberíamos hablar de una colección que desde una realidad local pueda ser distribuida por muchos sitios y no esté compuesta por piedras, por obras únicas, sino de una colección que tiene que ver con la idea de archivo. La colección del Macba presupone entender la identidad no como algo único y atávico, sino como algo rizomático, la identidad de raíz no única, sino múltiple.

P. Me imagino que esas piedras no le enterrarán a usted. Cuando abandone el Macba, ¿se corre el peligro de que las colecciones en depósito se vayan con el director? ¿Hasta qué punto uno es responsable de lo que deja?

R. Decía Walter Benjamin que uno siempre tiene una responsabilidad "anamnésica" hacia las generaciones futuras. Uno crea las condiciones, y claro que hay una responsabilidad. Y cuando un director o una parte del equipo directivo se van, deberían quedar las estructuras que permitan seguir creciendo. Los directores de museo tenemos la responsabilidad de trabajar para la institución, no para nosotros mismos.

P. Pero podría ocurrir, y en su caso más, porque el Macba está muy ligado a su persona.

R. Sí, existe el riesgo, también con los artistas con los que trabajas, o con tus colegas de otros museos. Es cuestión de afinidades, de afinidades electivas. Ésta es una lección que en España políticos, patrones y técnicos deberían entender, no se trata de que cada cambio de gobierno acarree un cambio de director de museo, sino de entender que cada nuevo cambio ha de significar una acumulación, un estrato más de experiencias de sociabilidad. En países como Alemania o Estados Unidos puedes ver cómo a lo largo del tiempo los museos han ido formando sus colecciones, cuándo compraban, quiénes donaban obra. Aquí da la impresión de que hay que empezar de nuevo cada vez.

P. Con la distancia de siete años, ¿cómo recuerda y cómo ve ahora la Fundación Tàpies?

R. En mis tiempos como director del museo de la Fundación Tàpies, Barcelona no tenía museo de arte contemporáneo, entonces tenía sentido hacer ciertas exposiciones. Ahora, con el Macba, está desarrollando otra línea. Me parece bien, no tiene esa angustia, puede permitirse ser mucho más ligera, una institución de pensamiento. Algo que me parece muy positivo de la Tàpies es que la línea que lleva es muy diferente de la que yo llevaría.

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