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Columna
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Valores escolares

Escribía no hace mucho Fernando Savater sobre las contradicciones que encerraba la decisión de premiar al joven piloto Fernando Alonso con el Príncipe de Asturias. Cuando tanto se nos previene sobre los peligros de la velocidad en las carreteras, resulta chocante, en efecto, tamaña exaltación de nuestro campeón de la velocidad, aunque creo que a Savater le preocupaban más otros efectos de la concesión de ese premio. Nada hay de extraño en que se premie al campeón mundial de esa modalidad deportiva, que no tiene por qué ser discriminada respecto a las demás. Lo que sí llama la atención es la rapidez del reconocimiento, como si también el jurado del premio se hubiera dejado arrastrar por el delirio Alonso sin recapacitar en unas derivaciones que esa decisión podía estar apuntalando. No es la menor el deseo de emulación que el joven piloto está suscitando entre la juventud española, de manera que la concesión del premio serviría para incitar a ésta a comportamientos que son claramente reprobados en las campañas oficiales para la prevención de accidentes. El encumbramiento inmediato del héroe juvenil, único en su especialidad y de éxito tan temprano, tampoco ayudaría en la labor de alentar en el esfuerzo y la tarea de largo empeño, valores que acaso urge inculcarlos entre nuestros jóvenes. Los éxitos fulgurantes, que tanto nos deslumbran, generan entre sus émulos más frustración que otra cosa, consecuencia que las instituciones que auspician modelos de conducta debieran cuidarse de incentivar.

Los héroes siempre fueron más bien jóvenes, y nuestra moderna cultura no ha sido la única en exaltar los valores de la juventud. Ya en los albores de nuestra cultura, Aquiles es un héroe joven, pero conoce muy bien cuál es el precio de su heroísmo y el de la gloria que le irá adherida, un precio que no se nos oculta en ningún momento: la muerte en plena juventud. Lo problemático de nuestra época no son las novedades que aporta, que son más bien escasas, sino la absoluta inconsecuencia de las mismas. Son siempre como frases a medio hacer, lo que aleja a nuestra época de la sabiduría gnómica que caracterizó a otras. Lo que se dice aquí se desdice de inmediato unos pasos más allá, con la particularidad de que aquí y allá son de hecho el mismo lugar y de que éste suele estar revestido con el prestigio de la autoridad. ¿No se ha convertido ésta en un ventrílocuo mutante de algo que en realidad la supera?

La moralidad, que era sabiduría práctica, se aleja del ejemplo y se convierte en verborrea sin incentivo. Todas las épocas han exaltado los valores de la juventud, los que le eran propios, pero ninguna hizo de la juventud el valor supremo, un valor de excelencia propio además para viejos y capaz de sustituir los valores que a la vejez le eran acordados. Ante semejante pretensión, cualquier ejemplaridad acaba en ridículo.

Imanol Zubero, en el acto de presentación de un estudio sobre la educación impulsado por la Fundación Fernando Buesa, decía lo siguiente: "Es desalentador verse transmitiendo un código ético que contradice los valores que los estudiantes perciben fuera del recinto escolar". Lo sería, quizá, si ese código ético escolar existiera de verdad y fuera algo más que una pretensión bienintencionada con la que la sociedad trata de eliminar su mala conciencia. No estoy muy convencido de que, al margen de intenciones y de proclamas, la escuela haga algo más que adaptarse a lo que le viene de fuera.

Fijémonos, por ejemplo, en el esfuerzo, un valor que la escuela siempre ha tratado de inculcar. Como en cualquier otra época, también en la actual hay jóvenes que se esfuerzan y otros que no. Lo que distingue al momento presente es que ni los unos ni los otros consideran el esfuerzo un valor estimable y que hasta los que se esfuerzan tratan de ocultar su mérito. Se vale o no se vale, ésta es la máxima, y lo que de verdad se aprecian son las dotes extraordinarias. Cosa de genes, claro; aunque no hay que preocuparse, porque es cuestión de hurgar en el código genético para que cada cual conozca unas dotes que siempre serán extraordinarias, aunque éstas lo condenen al fracaso. Y fijémonos también en otro de los valores foráneos que la escuela está haciendo suyo. La edad, si lúcida, nunca fue un demérito para el enseñante, pues conllevaba el valor de la experiencia. Una de nuestras preocupaciones actuales es la de rejuvenecer el cuerpo de profesores. Nada de distancia entre profesores y alumnos; hay que ser como estos, o al menos aparentarlo.

Bien, educar siempre implicaba cambiar de estado. ¿Hacia dónde podemos dirigir a nadie cuando el modelo ideal se halla en el punto de partida, en la eterna juventud, si no en la eterna infancia?

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