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De la necesidad a la libertad

Estamos hablando mucho de China, y buenas razones hay para ello. Su población ha superado -poco ha- los 1.300 millones de habitantes, cuatro veces la de los EE UU y dos y media la de la Unión Europea. Su transformación económica es más que espectacular; posiblemente, y pese a sus cuellos de botella, una de las más aparatosas de la historia de la humanidad. Su símbolo más evidente es Shanghai. La cosmopolita ciudad contaba, en 1985, con un rascacielos. En su carísimo suelo se levantan ahora más de trescientos. Desde 1996, el parque de coches privados ha pasado de 10 a 28 millones, provocando el estigma de que China sea el país del mundo con más muertos en accidentes de tráfico; aunque el crecimiento más evidente sea el de los teléfonos móviles: 250 millones en sólo cuatro años.

Sin embargo, pese a estos monumentales avances, donde se aprecia el cambio más profundo -y, por otra parte, atractivo- es en el propio pueblo chino, que es, en realidad, el gran protagonista de estas mutaciones.

Quienes hayan viajado con frecuencia al Imperio del Centro en la última década y hayan tenido la oportunidad de hablar a fondo y en confianza -lo que va siendo cada vez mucho menos dificultoso- con la ciudadanía china en sus más diversos niveles, lo han podido captar con singular intensidad. Por ello, en estas líneas, quisiera concentrarme en cómo vive la sociedad civil china los cambios que, por sí misma y a una velocidad acelerada, está propiciando.

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Los chinos, que han sufrido lo suyo a lo largo de un siglo XX erizado de dificultades, contemplan ahora, con tanta curiosidad como ilusión no siempre desprovista de alguna prevención que otra, el fulgurante despegue de su país.

Como primera consecuencia de ese progreso, China se ha sacudido de encima el fantasma del hambre que atenazaba a muchas de sus regiones. Un hambre secular que explica la pasión de los chinos por comer, a todas horas del día y bajo cualquier pretexto. En China, cuando uno llega a un pueblo no pregunta cuántos habitantes tiene, sino cuántas bocas. Y, todavía hoy, uno de los artículos fundamentales de los estatutos del Partido Comunista Chino (PCCh) dice que una de sus funciones prioritarias es dar de comer a todos los chinos.

Otra consecuencia ha sido que los chinos puedan mostrar, públicamente y sin pudor alguno, su pasión por el dinero. Como a todo hijo de vecino, al chino le gustan los cuartos. Pero me atrevería a decir que su fervor monetario supera el del común de los mortales. En las tradicionales comilonas con las que se recibe el año nuevo -usualmente, a principios de febrero-, los comensales formulan sus deseos. Y de las tres cosas que -según la consabida copla- hay en la vida, nunca suelen referirse a la salud o al amor, sino al dinero. Dinero, dinero, dinero.

Hace unos meses, una firma de Shanghai comercializó unas galletas con un creativo eslogan publicitario: "Coma esas galletas y se hará rico". Al intervenir las autoridades en lo que, a todas luces, en Occidente sería también condenado como un fraude al consumidor, la reacción popular fue airada. Porque, si había la posibilidad de hacerse rico comiendo unas determinadas galletas, sin que ello sea ya un oprobio, ¿por qué eludirla?

Al aire de este sentimiento, en 2002, el XVI Congreso del PCCh adoptó una decisión sorprendente, conocida como la de la "cuarta representación". Hasta aquel momento, el noble pueblo se había visto representado en las estructuras del poder a través de tres estamentos sociales básicos: los campesinos, los obreros y el Ejército. Los intelectuales, por si acaso, no eran considerados representativos y se incluían en el lote obrero. El Congreso añadió un cuarto turno: el de los comerciantes privados. Cierto que, pese a la ingenua aseveración de Max Weber de que el confucionismo incapacita para el capitalismo, los chinos llevan el mercado en la sangre y comerciantes -colectivos o privados- siempre los hubo, fuese cual fuese el sistema político imperante. No hay más que ver lo bien situados que -por lo común- están los denominados "chinos ultramarinos". Pero convertir a los comerciantes privados en un pilar de la sociedad fue un signo claro de por dónde iban a ir los tiros.

Deng Xiaoping, que fascinó a Felipe González con su teoría de los ratones, prefería los hechos a la ideología. Los hechos de hoy nos deparan una inusitada galería de personajes presentados como ejemplares a la juventud china, cual es el caso de Chen Tiangao, el zar de los juegos on line, que cuenta con una fortuna de 1.050 millones de dólares a sus 31 años, o de Huang Guangyu, fundador de la cadena de tiendas de electrónica Go Me, que, a sus 35, ha acumulado 1.300 millones de dólares. Desde las alturas se alientan estas carreras, que los hechos, hechos son. Otro chino con nutrida cuenta corriente, el jugador de baloncesto Yao Ming, pivote de los Rockets de Houston, fue distinguido, el pasado 1º de Mayo, con el título de "trabajador modelo" por "su contribución ejemplar a la construcción socialista". Junto a él figuraba también una nómina de empresarios privados, como dignas muestras de la cuarta representación.

Afortunadamente -en otros sectores y con una aproximación distinta-, también puede mencionarse a triunfadores como Zhou Ban, el abogado gay que salió del armario a través de Internet y que, con sus insistentes campañas, logró que las autoridades excluyeran la homosexualidad de una lista oficial de enfermedades mentales; o a Sun Chao, concejal por el barrio de Xuhni, en Shanghai, modelo de una nueva generación de políticos que han cambiado no sólo las formas de conectar con el ciudadano, sino la percepción y -algo muy importante- la confianza que genera en la ciudadanía.

El dinero, el negocio, sigue centrando muchas actitudes. Hace unos meses, un alto capitoste estatal de la cultura, en una cena mano a mano, me interrogó sobre el proceso que en España había seguido el desarrollo de la televisión privada. La televisión estatal CCTV (TV del Comité Central) tiene 16 canales y en las alturas se estaba pensando en privatizar alguno de ellos, con carácter

experimental. Al cabo de 15 minutos escasos de conversación, le corté para decirle: "Pero, querido amigo, ¿quién es aquí el comunista, usted o yo?". Porque mientras yo le hablaba de la TV como servicio, de sus valores, tanto éticos como estéticos, él no hacía más que referirse a la publicidad, índices de audiencia, prime time, generación de ingresos, etcétera.

Lo indudable es que un joven urbano chino de hoy disfruta de un estilo de vida que sus ancestros no podían siquiera soñar.

Los primeros pasos han sido la compra de un coche y un apartamento. El siguiente paso es el ocio. Darse una vuelta para ir de copas cualquier noche de la semana por Sanlitun Lu, en Beijing, es toda una lección al respecto. Y una de las novedades más evidentes, por su visibilidad, es la de la práctica del turismo que, en su faceta interior, ha crecido espectacularmente. No hay más que asomarse a la Ciudad Prohibida o a las maravillosas terracotas de Xián en los periodos vacacionales para ser testimonio de la horda de turistas nacionales que están disfrutando de una movilidad liberalizada, tanto políticamente como por un mejor poder adquisitivo. Y empiezan a verse ya frecuentes grupos de turistas chinos en el exterior, sobre todo después de que las autoridades aligeraran, a través del sistema DTA (destino turístico autorizado), los trámites necesarios para viajar al espacio europeo de Schengen, España incluida; 1,7 millones lo hicieron la pasada temporada. La reciente apertura de un vuelo directo de Air Europa a Shanghai puede incrementar notablemente el flujo turístico chino hacia nuestro país.

La verdad es que el PCCh está gestionando la situación con prudencia y tacto, como siguiendo aquel consejo de Confucio que insta al sabio a ser lento en su discurso, pero diligente en sus acciones. Porque, aun con sus angulosidades, lo hace -a todas luces- desde la conciencia de que todo desarrollo económico va irremisiblemente acompañado de desarrollo social, político y cultural.

Años atrás me tocó explicar en una universidad de Beijing el significado y alcance del concepto de sociedad civil que, por aquel entonces -aunque fuera con sordina-, empezaba a mencionarse en China. Una avispada estudiante me dijo, como en una especie de eureka: "Está clarísimo. En China, la sociedad civil es el PCCh".

La reacción de esa estudiante que hoy sería, con toda seguridad, muy distinta, podría ser una muestra de cuán distantes quedan, allí, tantas y tantas cosas de un ayer no tan lejano; pese a que Mao siga presente, al menos en efigie, en Tiananmen.

Precisamente, Mao, en una de sus famosas citas -que alimentaron ideológicamente a toda una generación de sesentayochardos, en la que me incluyo-, señalaba que la historia de la humanidad es un movimiento constante del reino de la necesidad al reino de la libertad.

El pueblo chino, la sociedad civil china de verdad, sabe mucho de este perpetuum mobile. Y, en ese movimiento, no sería de extrañar que, tras el afianzamiento del desarrollo en muchos terrenos que supondrá el éxito -que todos esperamos- de los Juegos Olímpicos de 2008, el propio PCCh se desprendiera, voluntariamente y con toda pompa y circunstancia, de su etiqueta de comunista, en coherente línea con el desarrollo integral de ese gran país.

Como un paso más que los chinos del siglo XXI están dispuestos a andar, decididamente, en su camino hacia el reino de la libertad.

Delfín Colomé, embajador de España en Seúl, fue director ejecutivo de la Asia-Europe Foundation.

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