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Columna
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Nada accidental

Matar a un niño es un relato brillante y tenso del escritor sueco Stig Dagerman. Ya en las primeras líneas se nos revela el desenlace del cuento, sabemos que va a cumplirse el título, que alguien va a matar a un niño. La intriga no se concentra pues en lo que va a suceder sino en el cómo y, sobre todo, en el porqué va a producirse ese hecho fatal. "Es la mañana feliz de un mal día, porque ese día un hombre feliz va a matar a un niño en el tercer pueblo. Todavía está el niño sentado en el suelo abrochándose el chaleco y el hombre que está afeitándose dice que hoy van a dar una vuelta remando río abajo y la mujer canturrea y pone el bizcocho recién cortado en una fuente azul. No se cierne sombra alguna sobre la cocina y, sin embargo, el hombre que va a matar al niño está junto a un surtidor de gasolina rojo en el primer pueblo".

El niño morirá atropellado, pero Dagerman nos impide desde el principio introducir en nuestra lectura la noción de accidente. No hay nada casual en esa muerte violenta, nos va indicando el texto, todo es provocado: decisiones, actitudes, gestos que parecen banales pero que irán revelándose, a medida que avanza el relato, piezas de un puzzle afilado e implacable. No hay casualidades, sólo una apretada cadena causal cuyo último efecto es el atropello. "Va muy rápido y el hombre del coche ve desfilar los manzanos y los postes de telégrafo recién embreados, como sombras grises. El esplendoroso verano entra por la ventanilla, ellos dejan el pueblo atrás a toda velocidad, van bien y seguros por el medio de la carretera y están solos en ella -todavía-. Da gusto conducir completamente solos por una carretera lisa y ancha y en la llanura da más gusto todavía. El hombre es feliz y fuerte y con el codo derecho siente el cuerpo de su mujer. No es, en absoluto, un hombre malo. Tiene prisa por llegar al mar". En Matar a un niño no hay sitio para el azar, el atropello es responsabilidad de alguien. Ese conductor ha ido sembrando las condiciones de su producción; la muerte del niño es un fruto.

El valor del relato de Dagerman reside, además de en su tersura formal, en ese planteamiento que subraya la responsabilidad personal y cuestiona la propia noción de accidente. Es un valor literario y práctico. Decía Walter Benjamín que en un buen cuento siempre encontramos algo que puede servirnos en la vida. Matar a un niño resulta muy útil para reabordar lo que tan a menudo ocurre en las carreteras y que, de mala manera, llamamos accidente. Porque ¿es realmente accidental o qué tiene de accidental (de eventual, involuntaria o fortuita) la siniestralidad ligada a hechos como saltarse un stop o un semáforo en rojo, o conducir al doble de la velocidad permitida o subido de alcohol; o a dos bandas con una mano y la cabeza ocupadas en una conversación telefónica? Estoy convencida de que aplicar de un modo más justo y restrictivo el término accidente nos ayudaría a todos a situar mejor y a remediar antes los descalabros del tráfico.

Acaba de entrar en vigor la reforma de la Ley de Seguridad Vial que agrava la calificación y la sanción de infracciones de manual, como viajar sin cinturón o sin casco; o hablar por el móvil mientras se conduce. De un modo general apruebo la reforma (aunque lamente que sea el bolsillo su principal argumento) porque refuerza la noción de responsabilidad individual y estrecha, en consecuencia, el ámbito de lo accidental, de ese limbo donde parece que los choques, los vuelcos o los atropellos son asunto de la fatalidad, que caen del cielo. Dejo para otro día el tema del eslabón público de la cadena causal de los siniestros: el estado de algunas carreteras impide calificar de accidente lo que allí pueda suceder (por ejemplo, el tramo de la autopista A-8, entre Irún y San Sebastián, que lleva meses en obras y es una suma temeraria de deficiencias de espacio, señalización o iluminación). Para terminar adhiriéndome a la acerada conclusión de Stig Dagerman: "Pero la vida es tan despiadada con quien ha matado a un niño que después todo es demasiado tarde".

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