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La persistencia del mito cubano

Rafael Rojas

¿Por qué un régimen, como el cubano, que encarna valores tan contrapuestos a las tradiciones liberales, republicanas y democráticas de Occidente -medio siglo del mismo caudillo en el poder, ausencia de libertades públicas, estado perpetuo de emergencia, compulsión moral, adoctrinamiento de la ciudadanía- ha logrado tanto respaldo simbólico en el mundo? ¿Por qué valores totalitarios, que implican la más rotunda negación de esa "política de la alegría" que Pere Saborit demanda para la izquierda democrática, informan un patrimonio simbólico tan persistente y conservador? La explicación de ese fenómeno irracional hay que buscarla, no en las ideas, sino en los mitos: en las fantasías más que en las realidades.

En su ensayo Los escritores y el Leviatán (1948), George Orwell comentaba que los gobiernos de izquierda decepcionan porque son incapaces de cambiar cuando deben hacerlo y simulan transiciones con el fin de preservarse intactos. Algo así sucede, no sólo en Cuba, sino en la relación de la vieja intelectualidad de la izquierda iberoamericana con la isla. Como ilustran tantos casos de escritores españoles y latinoamericanos, esa izquierda no se atreve a reconocer el fracaso del socialismo cubano porque de hacerlo se quedaría sin el último mito que le asegura una respiración artificial en pleno siglo XXI.

La fuerza del mito cubano, que todavía puede constatarse, sobre todo en Iberoamérica -a pesar de que los indicadores sociales de la isla nos hablan de creciente inequidad en la distribución del ingreso, de una economía en sostenido decrecimiento y de una ciudadanía con un potencial migratorio de medio millón de habitantes- tiene que ver con una mezcla muy eficaz de exotismo cultural y político, con una capitalización simbólica de la añoranza de una comunidad plenamente soberana y justa, resistente a la hegemonía de Estados Unidos y, a la vez, relajada y divertida. Ésa es la fantasía cubana, sobre la cual se construye la paternalista y colonial retórica de la "solidaridad", y que tiene muy poco que ver con la conflictiva realidad de una isla caribeña subdesarrollada y autoritaria.

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Hasta 1971, por lo menos, Cuba significó el único ejemplo exitoso de derrocamiento insurreccional de una dictadura, apoyada por Estados Unidos y en plena guerra fría. La idea expuesta por el Che en un célebre artículo que sostenía que Cuba no era una excepción histórica, sino un paradigma guerrillero, una vanguardia a seguir, arraigó en el imaginario de la izquierda iberoamericana. Pero aquel año, 1971, sucedieron dos cosas decisivas: por un lado, el Gobierno de Fidel Castro, después de una década de tensa alianza con Moscú, resolvió su integración al CAME y la adopción del modelo soviético; por el otro, alcanzó la presidencia de Chile, por la vía pacífica y electoral, Salvador Allende y la coalición de Unidad Popular.

Así como el triunfo de Allende representó un colosal desafío a la tesis del Che, que Fidel pareció respaldar hasta 1967, la institucionalización soviética de la isla, con todos sus costos -apoyo a la invasión de Checoslovaquia, caso Padilla, persecución de homosexuales, anulación definitiva del pensamiento crítico- mermó el prestigio de Cuba como proyecto de socialismo autónomo. Sin embargo, durante 1972 y 1973, el Gobierno cubano, y especialmente Fidel Castro, se dedicaron a incentivar las corrientes más radicales de la izquierda chilena que le reprochaban a Allende su "moderación burguesa" y que, en el fondo, aspiraban a rebasar por la ultraizquierda al Gobierno de Unidad Popular. Dos intelectuales de la izquierda democrática chilena, Tomás Moulián y Manuel Antonio Garretón, han reconocido el papel de Cuba en aquel aguijoneo, que contribuyó a una polarización del socialismo chileno, eficazmente aprovechada por la derecha, Pinochet y la CIA.

Aunque la historia de las relaciones entre Fidel Castro y Moscú aún no se ha escrito -en gran medida, porque para hacerlo sería indispensable investigar en los archivos de La Habana, celosamente reservados para historiadores leales- parece bastante claro que el vínculo de La Habana con la Unión Soviética no fue de mera subordinación, sino de negociación de cierta capacidad de maniobra regional. El caso del Chile de Allende, quien era tan bien visto por los soviéticos, y del respaldo de La Habana a la ultraizquierda chilena, es revelador de que el Gobierno de Fidel Castro aprendió muy pronto a jugar a dos bandas: sin quedar mal con Moscú, mantenía su arraigo simbólico y su control militar sobre los movimientos armados latinoamericanos.

Durante los sesenta, los soviéticos habían rechazado el aliento de La Habana a las guerrillas latinoamericanas, que escapaban al control de los partidos comunistas leales al Kremlin. Casi todos los biógrafos del Che, sin dejar de admitir el papel decisivo de Estados Unidos y la contrainsurgencia boliviana, han señalado que una de las motivaciones de Fidel Castro, al leer la famosa carta de despedida en 1965, sin haberle consultado a Guevara, que estaba acorralado en el Congo, y al improvisar torpemente la campaña de Bolivia, era su deseo de quedar bien con el Moscú del flamante Brezhnev, para cuya estrategia de "coexistencia pacífica" el Che representaba un peligroso estorbo.

Hasta 1989, la figura del Che ejerció una fascinación en la intelectualidad occidental que habría que equiparar con la que en su momento ejercieron Trotsky y Mao. Lo que atraía a las élites letradas de izquierda de estos tres personajes era la coincidencia de un anticapitalismo radical y un marxismo heterodoxo. Dicha heterodoxia, en el caso del Che, como en el de Trotsky y el de Mao, estaba relacionada con una fuerte, aunque trunca, vocación literaria y teórica. Basta leer el ensayo El socialismo y el hombre en Cuba, donde se critica el "realismo socialista" que predominaba en la cultura soviética, o las páginas del Diario de motocicleta, llevadas al cine por Walter Sales y Robert Redford, para encontrar la mirada de un antropólogo o un viajero, que lee al Inca Garcilaso, a Eça de Queiros, a Miguel Otero Silva, mientras anota observaciones sobre las costumbres de los mapuches, la arquitectura churrigueresca de la Lima colonial, la dictadura de Rojas Pinilla en Colombia o las dificultades del joven Allende, en Chile, para alcanzar el poder por la vía electoral.

Después de la caída del Muro de Berlín, el culto al Che se ha refuncionalizado. Ya no responde a aquella fascinación ideológica, asociada a la posibilidad de un socialismo no soviético, sino a la mercantilización mediática de un símbolo latinoamericano, vaciado de contenidos políticos. Hoy el Che es un icono meramente territorial, domesticado por el capitalismo simbólico, más que una biografía ejemplar o un héroe a imitar, no sólo por la estetización de la violencia que lo caracterizó, sino por la irracionalidad de sus ideas económicas. La cultura democrática predominante en América Latina, incluso dentro de las izquierdas organizadas, tiene mayores consonancias con el civismo republicano de Salvador Allende que con la guerrilla guevarista o la autocracia fidelista.

La nueva izquierda latinoamericana de hoy parece dirimirse entre dos variantes extremas: la socialdemócrata, encabezada por Lagos, y la populista, encabezada por Chávez. Otros líderes como Lula, Kirchner y, más recientemente, Martín Torrijos, Tabaré Vázquez y Andrés Manuel López Obrador se mueven en ese rango de opciones que se da entre los límites de una política económica responsable y la preservación de instituciones democráticas. La mayoría de los analistas de la región no ve el peligro de que esa nueva izquierda degenere hacia modelos autoritarios como el viejo populismo o como el todavía vigente régimen cubano. Por otra parte, el respaldo de esos gobiernos a Fidel Castro, con la excepción, una vez más, de Chávez, es más bien simbólico, determinado por demandas de legitimación interna, ya que apoyar diplomáticamente a Cuba se ha convertido en la forma más fácil y menos costosa de marcar distancia frente a Estados Unidos.

Mucho más interesante que el estado actual de la izquierda gobernante resulta la evolución de la izquierda intelectual latinoamericana. Algunos de los más brillantes pensadores sociales de la región, como los mexicanos Carlos Monsiváis y Roger Bartra, los chilenos Tomás Moulián y Manuel Antonio Garretón o los argentinos Beatriz Sarlo y Carlos Altamirano están produciendo, hoy, un discurso autocrítico sobre las prácticas y valores autoritarios de la izquierda latinoamericana. Ese discurso está virtualmente desconectado de la ruidosa corriente de opinión que todavía justifica la ausencia de democracia en Cuba. El primer libro de la interesante colección de Siglo XXI, que dirige en Buenos Aires Carlos Altamirano, Entre la pluma y el fusil (2003), de Claudia Gilman, tiene como telón de fondo esa autobiografía crítica de la izquierda.

La nueva izquierda intelectual latinoamericana que, a diferencia de unas cuantas celebridades aferradas a la guerra fría, ya está de vuelta de las rígidas identidades culturales heredadas del siglo XIX, sabe que el aparato de legitimación del castrismo descansa sobre los viejos mitos iberoamericanos. Sabe que el éxito de Fidel Castro como dictador se basa en una operación simbólica bastante simple: establecer a Cuba como última frontera de Iberoamérica, como el David latino y comunitario, enfrentado al Goliat sajón y egoísta o, lo que es lo mismo, como némesis moral de Estados Unidos. Sabe, al fin, que la poca autoridad que queda a La Habana es, tan sólo, un regalo de sus enemigos más intransigentes.

Rafael Rojas es escritor y ensayista cubano, codirector de la revista Encuentro.

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