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Reportaje:

El vuelo de la estación

Costó 360.000 euros, la han bautizado como la 'patata frita' y habla el idioma de la arquitectura más arriesgada. Casar de Cáceres, pueblo famoso por su queso, lo es también ahora por un edificio de vanguardia: la nueva estación de autobuses, de Justo García.

Anatxu Zabalbeascoa

Ha sido portada en varias revistas, quedó finalista en los prestigiosos Premios Fad de Arquitectura y se llevó el de Creación que concede la Junta de Extremadura. Todavía no está inaugurada y los lugareños ya la han bautizado como la patata frita. "Se le parece", admite su arquitecto, Justo García Rubio (Cáceres, 1948), un experto en restauración del patrimonio histórico que estrena, con esta estación de autobuses, un nuevo sello arquitectónico. "Me he pasado la vida arreglando iglesias viejas. Y de repente, me dejaron hacer esto". Un encargo. Había 60 millones de las antiguas pesetas, "el precio de un piso grande en Cáceres", apunta García. El presupuesto era fijo; el resto, libre. Y García llevaba años esperando una oportunidad en la que poder diseñar libremente. "No siento ese miedo ante la hoja de papel en blanco del que hablan. Todo lo contrario. Tengo muchas cosas en la cabeza que quisiera hacer", comenta. "Hoy, en la arquitectura todo es posible. Por eso muchos arquitectos se autolimitan; si no, el proceso de diseño sería infinito. Siza, por ejemplo, tiene el sistema constructivo y el material elegidos antes de ponerse a dibujar. Con eso tiene el 90% de las decisiones tomado", asegura.

Este arquitecto tiene su estudio en una cuarta planta sin ascensor junto al paseo de Cánovas cacereño, principal arteria de la ciudad, a 12 kilómetros del pueblo donde construyó la estación. Al entrar, las maquetas se apilan contra una pared semitransparente jalonada de estantes que recuerda el escaparate de un colmado, con el muestrario de cara al que entra. Hojas secas, sarmientos, cortezas de árbol con formas geométricas caprichosas, maquetas de papel y algunos ordenadores conforman un estudio despeinado, magníficamente iluminado. Un despacho a la antigua en el que, a la vista está, las ideas tienen más valor que la representación.

Antes de proponer la estación de Casar, García Rubio construyó otro edificio que le ganó cierta fama en Cáceres, el del Inem, que responde más a la arquitectura deudora del movimiento moderno (rectilínea, funcional y de servicio) que a la creatividad y a la hazaña ingenieril que despliega la estación de Casar. "Por aquí hay pocas posibilidades de construir, y al final los arquitectos tenemos que tener preparados dos repertorios: el de las cajitas y el de las ideas para cuando te dejan o te piden que vayas más allá", comenta. La estación de Casar le permitió ir más allá.

¿Lo vio como su oportunidad para construir las formas curvas que llevaba años estudiando? No exactamente. Fue el propio proyecto el que pidió un bucle. "La estación es pequeña. Tiene, a un lado, un parvulario, y al otro, una escuela secundaria. Había que rizar el rizo para no echar el humo de los autobuses ni a los bebés, ni a los chavales. Quería que les gustara a los niños. Pero no fue capricho. La solución estaba en la curva", sostiene. García recuerda que el presupuesto era de apeadero. Pero no quería un apeadero. ¿De dónde surgió la forma inesperada? Por un lado estaba el tema de los niños vecinos. Quería ocultar la presencia de los autobuses y desviar la salida de gases tóxicos. Por otro, el pueblo está lleno de arcos abovedados que unen los lados de las calles. "Quise repetir esa idea de portal desde un lenguaje actual. Quise que los viajeros llegaran a algún sitio. Que los autobuses entraran y salieran de una estación. Y eso, con poco espacio y presupuesto, me lo resolvía una simple curva".

Así de fácil. Pero algo menos. La maqueta que presentó a Rafael Pacheco, el entonces secretario general técnico de la Consejería de Fomento, natural de Casar, y que hoy trabaja en el Ministerio de la Vivienda con la ministra María Antonia Trujillo, ex consejera de la Junta de Extremadura, despertó incredulidad. "El ingeniero descreía, pero el político la aceptó", recuerda García. Pactaron aumentar el presupuesto, hasta los 360.000 euros que costó. Y ahí quedó la cosa. Todos vaticinaron problemas. Y los hubo. Pero lograron salvarlos. "La arquitectura no es más que trabajo, trabajo y trabajo. Y problemas, problemas, problemas. Por eso no se entiende que el edificio de un arquitecto se lo dejen acabar a otro", se lamenta García cuando llegamos hasta la estación y comprueba que están instalando un gran mostrador en medio de la sala de espera.

Y no le falta razón. Cuesta imaginar algo parecido con un libro. ¿Alguien contrataría a otro escritor para escribir el desenlace de una novela? Y además: "¿A alguien se le ocurre que pueda haber alguien mejor, que vaya a cuidar más la construcción, que quien ha ideado el edificio?", pregunta. "El problema de esta profesión es que, a escala pequeña, es casi imposible controlarlo todo. Es dificilísimo conseguir hacer un buen edificio, pero es muy fácil arruinarlo". Justo García estudió en Madrid. "Después de dos años divirtiéndome en Sevilla opté por empezar de nuevo en Madrid". Allí, Francisco Sáenz de Oíza fue su maestro. "En la clase y fuera. No hay nadie en España que haya hecho un edificio mejor que el Banco de Bilbao. Aunque construyó poco, hizo los edificios oportunos. Hablaba de ocho de la mañana a tres de la tarde. No dejaba intervenir a nadie. Pero apasionaba: encontraba arquitectura en cualquier cosa. Cambiando una puerta se puede transformar un piso, decía", recuerda García. Algo parecido piensa él.

Defiende que las formas más complejas tienen que partir de las soluciones más simples. Así es la estación: algo de ciencia y dosis de cultura popular. "La maravilla de la arquitectura se da cuando es la forma lo que soporta un edificio y no el material. En la estación de Casar, es la forma de la lámina plegada de hormigón lo que la sustenta, no el hormigón". Y sigue: "La arquitectura popular extremeña comparte esa cualidad maravillosa". Algunos pueblos, como Casar, tienen esa belleza. "Una técnica tan depurada por miles y miles de años de construir de una manera que resulta hermosa, científicamente hermosa", apostilla. "En Casar, y en pueblos como Malpartida de Cáceres, hace treinta años había más de cincuenta canteros, profesión complicada porque para hacer una bóveda de sillería hay que saber más geometría descriptiva de la que enseñan hoy en las escuelas de arquitectura". También los materiales se cuidaban. "No hay mejor material para el sol que uno que ha ganado mala fama por exceso de humildad: la cal es la respuesta de la arquitectura al sol. Hace que la luz casi vuelva a nacer, mientras que la uralita, por ejemplo, la mata".

García habla de su edificio no como obra de vanguardia, sino como trabajo de arquitectura popular. "La raíz es la misma. Al principio de mi carrera me encargaron unas viviendas en Rincón de Ballesteros, un pueblo de colonización años cincuenta ubicado en una dehesa. Íbamos a hacer las mediciones de los solares y detrás de nosotros iba un chavalín con una radio que se paseaba con un ciervo al lado. Ver eso afecta a la arquitectura. Como resultado hicimos unas casas en las que conservamos todas las encinas. El debate de la vanguardia y la tradición comparte una misma voluntad por transformar las cosas, que es lo que distingue al hombre". Pero la arquitectura popular se rompe con el fin de la cadena del artesanado, que se acaba.

La estación de autobuses, vista en el pueblo, recuerda más los trabajos del brasileño Oscar Niemeyer -arquitectura de vanguardia con presupuestos de subdesarrollo- que los de otra premio Pritzker más cercana en el tiempo, la iraquí Zaha Hadid. "Históricamente, el lenguaje de la arquitectura no se deriva de las decisiones del arquitecto. Es la técnica la que decide", comenta García. "Cuando nació el hormigón, Le Corbusier logró hacer unas luces [espacio abierto sin columnas interpuestas] hasta entonces inusitadas con este material. Pero fue el hormigón, la técnica, lo que permitió esas formas. Hoy, sin embargo, no es cuestión de técnica material o constructiva lo que cambia el lenguaje, sino una herramienta de diseño: el ordenador. Hoy todo se puede definir. Lo saben Gehry y todos los que retan a los materiales con los cálculos".

El encofrado del hormigón es fundamental en un proyecto como el de la estación de Casar. Hoy, con dinero, se puede plantear una arquitectura de este material absolutamente caprichosa. Los moldes de resina permiten moldearla. Pero García no tenía dinero. Levantó su estación con los sistemas clásicos. "Nosotros no tenemos encofrados capaces de asumir cualquier forma. Nuestra geometría es la de los años cincuenta, y los encofrados, los de tablitas", apunta. "Aquí no hacemos los hormigones perfectos de Tadao Ando, ni mucho menos. Éstos son edificios para ver de lejos, no de cerca", señala con ironía. Y ese nosotros, el plural que utiliza García cuando habla, está formado por él y por Joaquín Macedo, "un chaval que empezó conmigo cuando estudiaba para aparejador, y hasta hoy".

Los albañiles que levantaron la estación en dos noches eran de Arroyo de la Luz, pueblo cercano a Casar. "Se los llevan en cuadrillas a trabajar a Madrid", dice García. "A la hora de construir un proyecto así se suelen hacer pruebas. Pero no había presupuesto. Fue a la primera, a lo que salga. Como Alfredo Landa en muchas películas". La historia de la construcción del edificio serviría para un guión de cine. "Frente a lo natural, hacer primero la cáscara pequeña y luego la grande, tuvimos que empezar por la grande. Porque luego no íbamos a poder apoyarnos en la pequeña". Fue ir directos al salto mortal del arco mayor. El hormigón debe verterse en el encofrado a una temperatura media. No es bueno que haga mucho frío, ni mucho calor. Y el día elegido para el vertido fue el 6 de agosto. Cuarenta y tantos grados. Decidieron hormigonar por la noche. Toda la noche. Y en el pueblo, verbena y expectación. "En el primer intento se rompió una tablilla, y ya comenzaron los rumores de que se había derrumbado", recuerda García. "Luego me hicieron firmar un papel antes de desencofrar para asegurar que no se iba a caer". En dos noches tenían las cáscaras hechas. El hormigón no es caro en sí, lo es el trabajo del encofrador para conseguir las formas. "Antaño este material se usaba en proyectos vistosos de poco presupuesto porque se consiguen edificios efectistas y entonces la mano de obra era barata". Pero la carestía de la mano de obra ha cambiado las cosas. El hormigón se ha vuelto caro.

Las fotos del proceso de construcción muestran un edificio forrado de tablas de madera que recuerda a un barco. "En realidad, se construye antes un artilugio de madera. Si añadieras una cubierta aislante de cobre, ya tendrías un edificio". Luego se apoya milimétricamente en puntales, porque si no, de la presión del hormigón, la construcción se desplomaría. Cuando el hormigón se seca, se retiran, y entonces sí es la forma la que sustenta a la estación.

En Casar, el proyecto gusta más a niños que a padres. Es un espacio público, una orografía inesperada en medio del pueblo de siempre. El bucle menor forma una cálida sala de espera. El mayor acoge los autocares y hace de marquesina para protegerse de lluvia y sol. No hay más. Dos techos y una misma curva. Los mismos niños que llaman patata frita al edificio han convertido sus cubiertas en toboganes. Hisao Suzuki, un fotógrafo curtido ante la obra de los más sorprendentes proyectistas del mundo, aseguró que regresaría un día a retratar el edificio bañado en graffitis. Pero de momento no hay pintadas. García sonríe. Él no es ni reivindicativo, ni quejica. Es tranquilo. Y no se engaña: "Los que trabajamos fuera de los centros de importancia no es que no seamos creativos, no es que no tengamos ideas ni sepamos buscar la libertad de la arquitectura: sólo que pocos consiguen hacer grandes obras, porque éstas requieren, por encima de talento, estudio y dedicación, un encargo adecuado que te incluya en la categoría de los que pueden hacer cosas", comenta. Y no le falta razón. En su estudio, una maqueta de 9.000 euros, espera el visto bueno para levantar otro magnífico garaje para los autocares que lleguen hasta Guadalupe, el monasterio que acondiciona Moneo.

La Consejería de Cultura, de la que depende el proyecto, no tiene bastante dinero. "Aquí tenemos muchas iglesias y todas necesitan intervenciones de urgencia". García se lo toma con calma. Lleva un año de premios. Ha construido el Guggenheim del pueblo. Pero no hay más. "Muchas revistas, muchas portadas, pero un año sin encargos".

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