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Columna
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Maestros y olvido

La Universidad Complutense, a través de su rector Carlos Berzosa, acaba de anunciar que prepara diversos actos de homenaje a los profesores que fueron represaliados por la dictadura franquista, durante la Guerra Civil y a lo largo de las cuatro décadas que duró la tiranía, y que, para culminar el estudio y rescate de esos años envenenados, se publicará un libro con sus biografías que evite, ahora que aún estamos a tiempo, que lo que queda de su historia lo devoren y hagan desaparecer las hienas amaestradas del olvido. Algunos, los de siempre, volverán a considerar esta iniciativa un acto innecesario y enrarecedor, tal vez hasta provocativo; pero el resto, todos los que creen que la memoria es el único combustible con que pueden moverse las ruedas de la verdad y la justicia, lo celebrará como otra forma de salvar ese cristal rodeado de martillos al que llamamos Democracia y que hay quienes se empeñan en convertir en un espejo, una superficie pulida que nos devuelve nuestro aquí y ahora pero que no transparenta el pasado, con lo cual lo hace invisible. Para los que duden que eso pueda ocurrir, la Universidad de Leipzig acaba de hacer pública una investigación que demuestra que, de un tiempo a esta parte, en los libros que estudian la Historia Contemporánea de España, el espacio dedicado a la II República, la Guerra Civil y las cuatro décadas de tiranía ocupa, por término medio, el 6% del total. Ya lo ven, 44 años pueden convertirse en casi nada.

En su tesis La depuración del magisterio nacional, el historiador Francisco Moreno Valero cifra en más de 60.000 el número de docentes represaliados o que tuvieron que pasar a la clandestinidad a partir de 1939. La cacería de maestros republicanos comenzó nada más declararse la guerra y, de hecho, al propio Federico García Lorca lo sacaron del Gobierno Civil de Granada, el 18 de agosto del 36, esposado al maestro nacional Dióscoro Galindo González, con quien lo iban a matar y lo enterraron en una fosa común de Víznar. Desde Burgos, entonces la capital de los sediciosos, los boletines de la Comisión de Cultura y Enseñanza, que presidía el poeta y dramaturgo José María Pemán, arengaban de este modo a los Comités Depuradores de Instrucción Pública: "Es necesario garantizar a los españoles, que con las armas en la mano y sin regateos de sacrificios y sangre salvan la causa de la civilización, que no se volverá a tolerar, y menos a proteger y subvencionar, a los envenenadores del alma popular. Los individuos que integran esas ordas revolucionarias cuyos desmanes tanto espanto causan, son sencillamente los hijos espirituales de catedráticos y profesores que, a través de instituciones como la llamada Libre de Enseñanza forjaron generaciones incrédulas y anárquicas".

Poco después, los sediciosos crearon unas Comisiones Provinciales que exigían a todos los docentes una depuración que probara sus tendencias políticas para poder seguir trabajando: se les pedía, como recuerda Moreno Valero en su obra, en primer lugar que delatasen a sus compañeros de izquierdas, y en segundo lugar que detallaran "qué hacían antes del 18 de julio, cómo recibieron el Alzamiento, cuál era su filiación política y sindical y en qué consistían sus actividades diarias". Su declaración debía adjuntar informes del alcalde, el cura y la Guardia Civil.

En el caso de los profesores universitarios, la persecución siguió los mismos cauces, y de los 600 catedráticos que había en el país antes del golpe de Estado, sólo sobrevivieron a los crímenes y las purgas académicas algo más de 300. Los sublevados, por desgracia, no se iban a limitar a apartar de sus puestos a los docentes, como había hecho la República al declararse la guerra -entre otros con Gregorio Marañón-, sino que a algunos los iban a asesinar, como al rector de la Universidad de Oviedo, Leopoldo Alas Argüelles, hijo de Clarín, al que algún falangista de la ciudad alardeaba de haber matado "para cobrarle las blasfemias que escribió su padre en La Regenta", al de la Universidad de Granada, Salvador Vila, que había sido discípulo predilecto de Unamuno, y el antiguo rector de la de Valencia, Juan Peset Aleixandre. La misma suerte corrieron muchos profesores.

La historia de todos ellos, como la de sus colegas de Madrid, tiene que ser contada y, al hacerlo, la Universidad Complutense le va a hacer a esta ciudad y al país un gran servicio. Recordar es avanzar y el olvido es una de las provincias de la mentira.

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