El 'cardenal de hierro' vigila la pureza del dogma
La honestidad y la rectitud moral parecen ser la espina dorsal de la personalidad de Joseph Ratzinger, el cardenal que ha velado celosamente por la pureza del dogma católico desde 1981, cuando Juan Pablo II lo nombró prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe (ex Santo Oficio). Nacido el 16 de abril de 1927 en Marktl am Inn, una localidad de la diócesis de Nassau, en Baviera, hijo de modestos campesinos, Ratzinger ha pasado la mayor parte de su vida en contacto con el mundo académico, primero como estudiante, luego, ya doctorado en Teología, como profesor en las universidades de Bonn, Münster y Tubinga, donde coincidió con Hans Küng, uno de los más firmes adversarios del pontificado de Karol Wojtyla. Uno de sus discípulos fue Leonardo Boff, promotor de la teología de la liberación, detestada por el propio Wojtyla y por el cardenal alemán.
La vocación religiosa le lleva a ordenarse sacerdote en 1951, y sus cualidades intelectuales le convierten en poco tiempo en uno de los teólogos más prometedores de la Iglesia alemana. En 1962 llega a Roma como consultor del cardenal alemán Fring, que se dispone a participar en el Concilio Vaticano II, y destaca como uno de los jóvenes exponentes de la línea progresista. En 1969 es ya catedrático de Dogmática en la Universidad de Ratisbona, y sus méritos impresionan al papa Pablo VI, que le coloca al frente de la diócesis de Múnich y le otorga la birreta cardenalicia en 1977.
La trayectoria de Ratzinger experimenta un giro considerable en los años siguientes. Su posición teológica se aleja de la línea progresista defendida en el Vaticano II hacia un camino más conservador. Hasta el punto de sintonizar con Juan Pablo II, que trae a Roma un catolicismo arcaico y una visión pragmática de cómo defenderlo y extenderlo, utilizando los medios de comunicación. Ratzinger se convierte en el gran represor de teólogos disidentes, que se alejan de la línea dictada en el Vaticano. Dice no al sacerdocio femenino, a la presencia de homosexuales en la Iglesia, y asesta un golpe considerable al proceso de diálogo con las otras iglesias cristianas.
Pero Ratzinger se ha convertido también en un azote de los vicios históricos de esa misma Iglesia, a la que no ha dudado en considerar "una barca que hace agua", en una de sus últimas intervenciones, el Viernes Santo. "Cuánta suciedad hay en la Iglesia, y precisamente entre los que, dentro del sacerdocio, deberían pertenecer a ella por completo. Cuánta soberbia, cuánta autosuficiencia", dijo ante el estupor general. Decano del colegio cardenalicio, y el más veterano en materia de cónclaves (el que elegirá al sucesor de Wojtyla es su tercero), Ratzinger concentra enormes poderes, no tanto de mando efectivo como de persuasión, dada su indiscutible talla moral.
Si los cardenales se inclinaran por un Papa de transición, una figura respetada que no tuviera ninguna posibilidad de reinar otros 26 años, Ratzinger podría ser la mejor opción. Pese a su nacionalidad, a su perfil conservador, y a su frontal rechazo a las innovaciones litúrgicas de la Iglesia introducidas por Pablo VI. No es casual que hasta la revista Time le haya incluido entre las 100 personalidades más influyentes del mundo.
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