En busca de la hamburguesa ideal
Ninguno de los dos hermanos McDonald, Richard y Maurice, era consciente del alcance que acabaría teniendo su negocio cuando en 1948 montaron en Los Ángeles (California) su primer puesto de venta de hamburguesas. A ambos les obsesionaba aumentar la rapidez del servicio, reducir los costes e incrementar el volumen de ventas de los restaurantes de carretera. Para prescindir de cubiertos y vajillas, inventaron los bocadillos de hamburguesa y de hamburguesa con queso, especialidades que despachaban aliñadas con cuatro condimentos: salsa ketchup, cebolla, mostaza y pepinillos.
La producción en serie les permitió prescindir de cocineros y convertir las cocinas comerciales en pequeñas fábricas. Así lo explica el periodista norteamericano Eric Schlosser, en su libro Fast food, el lado oscuro de la comida rápida, un superventas en el que relata la historia de una forma de comer que, junto con las películas de Hollywood, los tejanos y la música pop, constituye uno de los hitos de la exportación cultural de Estados Unidos.
Los números son elocuentes. En 2000, los estadounidenses gastaron en comida rápida 110.000 millones de dólares. Y de media, cada norteamericano ingiere a la semana tres hamburguesas y cuatro bolsas de patatas fritas. Aunque los estudios todavía no sean concluyentes, parece lógico que entre el consumo de comida rápida y los niveles de obesidad exista una vinculación incuestionable. De hecho, EE UU es el país industrializado con mayor índice de obesos.
Justo ahora, cuando la Organización Mundial de la Salud (OMS) avisa de una merma en la esperanza de vida en las comunidades con mayores niveles de renta, ha irrumpido el documental-denuncia Super size me, del cineasta Morgan Spurlock. Un filme en el que a McDonnald's y a las hamburguesas con patatas se les responsabiliza de los efectos perniciosos de las dietas norteamericanas y de su incidencia en enfermedades derivadas, como obesidad, colesterol, diabetes y cáncer de colon, entre otras. Lo que faltaba entre tanta tormenta eran los comentarios del cocinero vasco Martín Berasategui reprochando a Spurlock su actitud tendenciosa contra McDonald's por haber ingerido de forma voluntaria una dieta hipercalórica con un régimen de vida sedentario.
Buena carne y aceite de oliva
No es de extrañar que la controversia haya alcanzado a la alta cocina. Desde un punto de vista gastronómico, la pregunta es concluyente: ¿pueden tener envergadura las hamburguesas?, ¿merecen figurar en la carta de un restaurante que se precie? Por supuesto. Si la carne es buena y las patatas se doran en aceite de oliva, una hamburguesa constituye un acontecimiento. Sólo cuando la receta se industrializa y entre la carne picada se introducen recortes de desecho, las hamburguesas son deleznables. Más aún cuando las patatas se fríen en grasas infectas.
En la cultura norteamericana, las hamburguesas han generado decenas de especialidades. Las hay dobles, aplastadas o gigantes. Y con beicon, queso y tomate. Se hacen a la plancha o al carbón, y se sirven con ensalada de col, ketchup y mostaza. La hamburguesa ideal se prepara con lomo o solomillo de vaca y se corta a cuchillo. Es aquella cuyo interior resulta jugoso, tierno y rojizo, y su cara exterior, ligeramente dorada.
En Madrid y Barcelona se localizan hamburguesas más que notables en restaurantes que nada tienen que ver con la comida rápida:
Madrid
- Fast Good (914 34 06 55 y 913 43 06 55). Padre Damián, 23. De 15 a 20 euros.
- Aspen (916 25 25 00). Plaza de la Moraleja. De 30 a 35 euros.
- La Ceiba (916 25 06 02). Estafeta, 2. La Moraleja (Alcobendas). Entre 35 y 40 euros.
- Horcher (915 22 07 31). Alfonso XII, 6. De 60 a 90 euros.
Barcelona
- Chicago Pizza Pie Factory (932 15 94 15). Provenza, 300. De 15 a 25.
- Cerveceria d'Or (934 88 17 48). Consejo de Ciento, 339. De 25 a 35.
- Flash Flash (932 37 09 90). Granada del Penedés, 25. De 20 a 30 euros.
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