'Melinda y Melinda' recupera a uno de los más sabios narradores cinematográficos
El último filme de Woody Allen, Melinda y Melinda, inauguró ayer brillantemente la 52º edición del Festival Internacional de Cine de San Sebastián, un gran logro de los responsables del certamen pues si conseguir el estreno mundial de una película de uno de los auténticos creadores cinematográficos que aún quedan en una industria que parece buscar casi exclusivamente la rentabilidad económica inmediata es ya un éxito, lograr que su autor acuda a recibir un premio honorífico cuando de todos es conocida su pereza para soportar tales actos -si bien es verdad que acudió a Oviedo a recibir su Príncipe de Asturias de las Artes- es un doble éxito. Si a ello se añade que Melinda y Melinda nos devuelve al mejor Woody Allen, al maestro de los diálogos y uno de los mayores y mejores entomólogos de estos insectos que llamamos seres humanos, el acierto es total. Luis Francisco Esplá comentó en cierta ocasión que sólo por ver a Curro Romero hacer el paseíllo merecía la pena ir a la plaza. Con Melinda y Melinda ocurre lo mismo: sólo por verla en la sesión inaugural mereció la pena asistir a San Sebastián.
"Allen busca lo verosímil desde la imaginación, lo real desde la fantasía"
"En el filme no hay ningún atisbo de pedantería ni afán redentorista"
Melinda y Melinda tiene esa sencillez narrativa a la que sólo acceden los muy sabios. Todo fluye discretamente, sin sobresaltos. Los personajes y las situaciones nos resultan absolutamente próximas, cotidianas, y sin embargo el talento del narrador consigue seducir al espectador, involucrarle en una trama en la que, además, nunca se oculta su condición de ficticia. Allen, que podría ser definido como una espléndida suma de contradicciones, busca lo verosímil desde la imaginación, lo real desde la fantasía, con la misma soltura que siendo como es el mejor cronista cinematográfico de Manhattan su segunda gran pasión es tocar dixie, el jazz popular de Nueva Orleans.
El filme arranca en torno a una mesa en la que cenan cuatro amigos. Dos de ellos son dramaturgos: un autor de comedias y otro de dramas. Cada uno defiende su opción creativa. Un tercero expone una situación sencilla: a una cena de varios amigos en la que se entremezclan intereses económicos con el placer de disfrutar de una buena velada llega inesperadamente Melinda, una amiga de los anfitriones. Tiene un aspecto lamentable acorde con un turbio y desconocido pasado. A partir de estos datos, Allen nos muestra de forma alterna dos historias paralelas del mismo personaje, Melinda y Melinda. Una corresponde a la que imagina el autor de comedias que, naturalmente, describe situaciones divertidas, suaves y tiernas. La otra es, lógicamente, dramática, como corresponde a quien tiene un sentimiento trágico de la existencia. Lo extraordinario del talento de Woody Allen es que las dos historias resultan igualmente seductoras, con sus correspondientes contrapuntos y una diabólica habilidad para entremezclar constantemente drama y comedia en las dos versiones. La moraleja es obvia: la vida es risa y llanto, subidas y bajadas, amores y desamores, generosidad y mezquindad, algo que sabe todo el mundo salvo, probablemente, los iluminados de todo tipo, incluidos los que gustan de reunirse en las Azores para salvar al mundo del eje del mal.
Si el artista es, entre otras cosas, el que busca, descubre y expresa la belleza de aquello que los demás mortales no somos capaces de vislumbrar, Woody Allen es uno de los mayores artistas vivos. Melinda y Melinda es una nueva y magistral disección del ser humano en la que los diálogos -su arma más demoledora- rebosan ironía e inteligencia hasta el punto de no dejar títere con cabeza de buena parte de lo establecido: desde las grandezas y miserias de los "radical chic" con sus casas de fin de semana en los Hamptons, los conservadores y los liberales a las de los cineastas independientes, los actores, los abogados y los dentistas, sin que nada chirríe en el desarrollo de la historia. Como recuerda Vicente Molina Foix en su estupenda entrevista al realizador, que publica mañana, domingo, El País Semanal, cuando en una ocasión le preguntaron a Allen si querría vivir en el corazón de las gentes, contestó que preferiría vivir en su apartamento. Así es y así escribe este genial creador. En el filme no hay ningún atisbo de pedantería ni afán redentorista, por no haber no hay ni siquiera la menor revelación de la Verdad Absoluta. Lo que sí hay es mucho talento, mucho gusto musical -Duke Ellington, Porter, Stravinski...- arropado por un excelente reparto que muestra sólidamente la fragilidad de los sentimientos -Vinessa Shaw, Amanda Peet, Chloë Sevigny o Wallace Shawn, entre otros- en el que resulta difícil destacar a ninguno de ellos salvo, quizás, a Radha Mitchell, la protagonista, capaz de pasar con una elegancia y sutileza infrecuentes del melodrama al humor, de la mujer atormentada a la coqueta inconsciente, y a Will Ferrell, un espléndido cómico que desempeña el papel que le hubiera correspondido al propio realizador y guionista. Lo dicho: sólo por ver antes que nadie Melinda y Melinda está más que justificada la 52º edición del Festival.
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