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Imágenes y caminos

Si Petrarca hubiera durado unas horas más, su vida se habría cerrado en falso, sin la rotundidad de la obra cuidadosamente elaborada. Había nacido en Arezzo, al amanecer del 20 de julio de 1304; murió en Arquà, la noche del 18 al 19 de julio de 1374: unas horas antes, pues, de que se acabara su septuagésimo año. (En la época, los aniversarios se contaban según los números ordinales, de modo que el 20 de julio de 1374 el poeta habría cumplido 71 años). Pero es el caso que tres decenios antes, en una nota al margen de un manuscrito que hoy se conserva en la British Library, Petrarca había certificado que "la duración perfecta de la vida humana es de 70 años". "LXX anni perfectum spatium vitae humanae".

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Petrarca, precursor del humanismo

No llego a persuadirme de que sea un azar. A nada atendió más Francesco Petrarca que a construir el retrato de sí mismo que deseaba que percibieran sus contemporáneos y recibiera la posteridad. Sabía que cosas tan vaporosas como las palabras y las ideas difícilmente consiguen arraigar si no van ligadas a la imagen de una persona y una conducta. Pero, por otro lado, la gran empresa en la que había concentrado todas sus fuerzas (la poesía romance no pasaba de un hobby: entrañable pero secundario) era la consolidación de una cultura basada en la lengua y la literatura de la antigüedad clásica.

Había de ser una cultura cabal, íntegra, capaz de guiar a un hombre en cualquier circunstancia, en la poesía de los textos y en la prosa de la realidad, en la fortuna próspera y en la adversa. Por tanto, no bastaba predicarla con razones, sino se imponía hacerla palpable concretándola en la figura sugestiva de un individuo, encarnándola en un "personaje" incitante, rico, complejo, vivo. Y ¿quién mejor que el propio autor que la proponía? De ahí que gran parte de los escritos de Petrarca se volcara en la construcción de un autorretrato, en la fabricación de una imagen que sirviera a la vez de manifiesto doctrinal y modelo personal.

De Petrarca tenemos más noticias que de cualquier otro europeo anterior, pero es él mismo quien nos las da, y no podemos esperar que lo haga con la objetividad del cronista. Por el contrario, no sólo las explicaciones que ofrece, sino los hechos que cuenta están siempre recreados laboriosamente o inventados de raíz para ajustarlos a paradigmas literarios, intelectuales o humanos que resulten ejemplares o, en cualquier caso, significativos y estimulantes.

En particular, las fechas se nos presentan sistemáticamente manipuladas. Cuando en un texto destinado a la publicación Petrarca data un suceso de manera expresa y prominente, hay muchas probabilidades de que la fecha no sea real, antes bien responda a una pauta simbólica o a una simetría artificialmente buscada. El caso más llamativo es el día del encuentro con Laura, la amada inconsútil del Canzoniere: un viernes santo, 6 de abril de 1327, que nunca ha existido en el calendario. Pero, tal como él la dibuja en la madurez, toda la historia de la pasión por "madonna" no hace sino calcar (a veces declaradamente) la cronología de la segunda guerra púnica, desde que Aníbal invade Italia hasta que es vencido en Zama por Escipión. Por eso se me hace tan cuesta arriba aceptar que su muerte a los setenta años, exactamente de acuerdo con el esquema ideal que había elegido, no sea una última maquinación autobiográfica...

No todo es montaje, sin embargo. En el carácter del escritor había un llamativo impulso a aferrar el tiempo en sus papeles privados, a retener la vida que quedaba a las espaldas anotando y fechando con la máxima precisión los hechos más menudos. En varios períodos, así, consignó con todo detalle la hora, día, mes y año en que acometía algún pequeño trabajo de jardinería, pero de 1344 a 1349 también apuntó minuciosamente la ocasión y la especie de cada uno de sus pecados carnales. Los esbozos de las rime sparse abundan en acotaciones increíblemente puntualizadas: "Miércoles, 9 de junio de 1350. Después del atardecer he querido empezar [a retocar este poema], pero me han llamado a cenar". A veces, incluso se detenía a registrar el momento y el lugar en que leía el pasaje de un libro; por ejemplo, al encontrar en Mela una mención de Aviñón, apostilló al margen: "Donde estoy ahora. 1335".

Detrás del Canzoniere es fácil reconocer esa ansia irreprimible de reflejar por escrito cada momento para así reimaginarlo y fijarlo, tenerlo permanentemente disponible convertido en pieza de una historia unitaria, de un conjunto aferrable como tal. El Canzoniere, sin una estricta ordenación narrativa, pero concebido como un libro enterizo, en 366 poemas (ni más ni menos), estiliza por encima de cualquier anécdota una trayectoria espiritual, las diversas fases y facetas de la idolatría por una mujer a quien se designa como Laura. Pudo ser una gran dama, una lugareña o una cortesana, pero de su contrafigura en la realidad nada absolutamente sabemos: Petrarca sólo nos pinta una decoración exterior obviamente ficticia y el repertorio de las posibles actitudes interiores de un enamorado, del ardor a la tibieza, la favorable reinterpretación póstuma y el desengaño final.

El Canzoniere (más docta y propiamente titulado Rerum vulgarium fragmenta) determinó durante siglos la forma y el contenido que el amor debía adoptar en poesía. Menos visible y sin embargo más honda ha sido la huella del humanista. A decir verdad, si Petrarca no hubiera escrito jamás una línea, ni en latín ni en romance, los autores clásicos que rescató y difundió bastarían para seguir honrándolo como fundador del humanismo y padre del Renacimiento. Pero, por otra parte, esos autores, de Cicerón a Vitruvio, distarían de haber tenido la fecundidad que alcanzaron si el Petrarca de la plenitud no hubiera enseñado a leerlos y aprovecharlos.

En 1341 Francesco había querido ser coronado como "magnus poeta et historicus"; menos de un decenio después el título que reclama es escuetamente el de "philosophus". El clasicismo puro y duro que había practicado en la juventud se convierte ahora en un clasicismo aplicado, y el escritor se consagra a componer unos textos más ágiles, menos arcaizantes, que salgan al encuentro de la vida diaria, los avatares de la política, las relaciones de amistad, los problemas éticos, las grandes cuestiones intelectuales, para probar que el legado antiguo es la cultura humana que mejor acompaña a las enseñanzas del cristianismo.

Son prosas latinas tan varias como las epístolas coleccionadas en las Familiares y sobre todo en las Seniles, a un tiempo densas y vivaces, o como los más secos diálogos del De remediis, pero en resumidas cuentas el objetivo es siempre el mismo. Porque trátese de invitar a la interioridad, polemizar con los escolásticos, denunciar con datos irrefutables la falsedad de unos presuntos diplomas atribuidos a César o discurrir sobre las más modestas realidades cotidianas, de jugar a la pelota a perder en los dados, todas esas páginas están animadas por idéntico propósito: mostrar cómo las buenas letras pueden y deben constituir el núcleo de una educación verdaderamente humana, explicar que los studia humanitatis no han de quedarse en mera retórica, sino traducirse "in actum", en hechos, encauzarse "ad vitam", salir al encuentro de la vida.

Francisco Rico es miembro de la Accademia dei Lincei y de la Accademia della Crusca.

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