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Mirando en derredor con ira

Por lo que parece, España sigue doliendo en más de un sentido a una parte de sus ciudadanos. Yo voy a referirme aquí, exclusivamente, a quienes les duele como pueda doler un zapato viejo, a la vez cómodo e incómodo con sus pliegues formados por el uso. Es decir, aquel para quien hablar de España es sinónimo de repulsa, sea en forma de lamentación sea en forma de improperio. En los años del tardofranquismo, el resistencialista era precisamente eso: un hijo o nieto de Ortega o de Unamuno que, antes que luchar de un modo u otro contra la situación de la que se lamentaba, esto es, el régimen de Franco, tenía suficiente con dolerse del triste sino de España, tan distinto de los países europeos de su entorno, a los que tantos de sus hijos se habían visto obligados a emigrar. ¡Pobre España! ¡Qué desastre de país! ¡Un país sin posibilidad de arreglo! Eso, por aquel entonces. Y ahora, gentes que por razones de edad poco saben del franquismo y menos aún de los resistencialistas, de quienes sin embargo son hijos o nietos, no parece sino que hayan reactivado el viejo discurso. De ahí su sorpresa y desconcierto ante el hecho de que el Gobierno de Rodríguez Zapatero, pese a su repudio de todo lo realizado por el de Aznar, parezca también empeñado, de acuerdo con fórmulas propias, en buscar lo mejor para España. Como si valiera la pena el esfuerzo. Como si la propia palabra España no tuviera, qué sé yo, algo como de facha.

¿Jóvenes airados? Yo no diría eso. Como es sabido, los personajes de la obra de John Osborne, Mirando hacia atrás con ira, lo que en el fondo reprochaban a sus padres era que les hubieran legado la decadencia del Imperio en lugar de un Imperio. Y en el caso que nos ocupa, el planteamiento es otro: si algo se reprocha es, precisamente, la pretensión de que España deje de ser un constante motivo de lamentaciones. De la misma forma que la muerte de Franco llenó de pánico en su momento a un buen número de resistencialistas, el que algún día no hubiera motivo de lamentación o improperio respecto a España o al hecho de ser español llenaría de zozobra a una buena parte de esos tataranietos de Unamuno que miran en derredor con ira.

Y es que, para ellos, si la España presente es un desastre, su pasado es ya el colmo. Un pasado de intolerancia, de expulsiones, de inquisiciones. Tras barrer de arriba abajo a cuantos musulmanes pudiese haber en la Península, la emprendimos con América. Una conquista que supuso poco menos que un genocidio y la desaparición de valiosas culturas diferentes. Luego, la decadencia, los fracasados intentos de regeneración republicana y, para postre, el franquismo. Y en ésas estamos. Una situación que no hacen sino ratificar los diversos seriales televisivos de carácter costumbrista: un pueblo de gente iracunda, gritona y mal hablada, tan corta de alcances como bastorra, choriza, resabiada y cabreriza, además de embotada por el consumo. Desde luego, de ser yo un extranjero en tránsito, a la vista de esos seriales y de creerlos representativos de la realidad social española, tomaría el primer avión que me llevara lo más lejos posible de semejante país. Pero el caso es que no soy un extranjero en tránsito ni creo que, afortunadamente, la sociedad reflejada por esos seriales responda a la realidad. Del mismo modo que la Reconquista fue un proceso de recuperación del territorio, como tantos otros que conoce la Historia, y que la conquista del continente americano fue un proceso de colonización también como tantos otros. Mejor dicho: más respetuoso que otros con los pueblos colonizados, en la medida en que con un mayor o menor mestizaje, esos pueblos forman la población presente, en vez de subsistir a modo de reliquia del pasado.

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España cuenta con un siglo XIX en verdad miserable y, durante las décadas centrales del siglo XX, con una de las dictaduras más opacas que han existido. Pero lo cierto es que no hay país libre de miserias. Claro que los hay más diestros que nosotros en pasar página sobre los episodios desagradables de su pasado. Y no hablo ya del pasado colonial de países como Inglaterra, Francia, Portugal, Holanda o Bélgica, sino de hechos mucho más recientes, posteriores casi todos a la Guerra Civil Española. En el caso de Francia, por ejemplo, no ya el recuerdo de que París fuera ocupado por los alemanes tres veces en menos de setenta años, sino el hecho de que la ocupación propiamente dicha pueda ser entendida como una guerra civil entre la Francia colaboracionista y la Francia de la Resistencia; o, más recientemente todavía, la realidad de que De Gaulle -un gran estadista, pero eso es otra cuestión- llegase al poder a impulsos de un verdadero golpe militar contra la IV República. ¿Qué dirían, cabe preguntarse, nuestros neorresistencialistas de ser franceses en lugar de españoles? O de contar, si fueran italianos, con un pasado presidido por Mussolini, el Berlusconi de los dictadores. O, de ser alemanes, el que hasta el cine les recordara incesantemente el nazismo, las decenas de millones de muertos de la Segunda Guerra Mundial, el Holocausto. O ingleses, recién salidos del declive más vertiginoso de la Historia. O americanos, ciudadanos del mismo país que si no dudó en utilizar armas nucleares contra la población civil japonesa -hoy día, los responsables del bombardeo serían considerados criminales de guerra-, desde entonces no ha dejado de intervenir aquí y allá con diversos pretextos (Corea, Vietnam, Libia), y en la actualidad, y como mínimo hasta noviembre, el poder se halla en manos de unas personas que además de fundir y confundir armamento, fanatismo religioso y negocio, han visto sin duda demasiadas películas.

¿Que al margen de todo ello algún tipo de singularidad distingue a España? Sin lugar a duda. Buena prueba de ello es la existencia de esos neorresistencialistas, cuya actitud, a mitad de camino entre la lamentación y el improperio, buscaríamos en vano en otras latitudes. No sabría yo decir a ciencia cierta, por otra parte, cuál es la causa, a qué responde el fenómeno. A la consabida falta de tradición del pensamiento crítico, desde luego; el pensamiento es algo que entre nosotros se ha dado más bien de forma sesgada, a través de la creación literaria y artística. En este sentido, la expulsión de los judíos pudo ser decisiva, visto el papel que a este respecto han desempeñado en las restantes sociedades europeas. Pero esa expulsión es, a su vez, fruto de una mentalidad, la mentalidad de unas gentes aplicadas durante siglos a la empresa de la Reconquista. Y es que si la Conquista del Oeste dejó una huella indudable en el pueblo americano, la Reconquista hizo lo propio en los diversos pueblos de la Península. Una experiencia, por cierto, completamente ajena a los restantes pueblos europeos.

Luis Goytisolo es escritor.

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