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INTEGRISMO POLÍTICO EN EE UU / 4 | LA POSGUERRA DE IRAK | La opinión de los expertos
Columna
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La identidad homicida

La evidencia de la aceptación de la multirracialidad, aunque sea disfrazada de WASP [blanco, anglosajón y protestante], de la sociedad norteamericana, tan patente en cualquiera de sus colectivos, comenzando por los bélicos y los deportivos y terminando por los políticos -ahí están Colin Powell y Condoleezza Rice-, ha desplazado desde la raza a la cultura y desde la dominación a la identidad el centro de gravedad de la unidad del país. Por eso, cuando Carlos Fuentes, en un artículo a propósito del pretendido riesgo mexicano para EE UU, acusa a Huntington de racismo enmascarado, hay que entender que se refiere a un tipo específico de racismo, al identitario, al simbólico-cultural. Para el sector ultraconservador de la clase dirigente norteamericana, hoy personificado por el clan Bush júnior, la amenaza más grave es la que apunta a su identidad, y en ella no a la dimensión multirracial, sino al riesgo de la diversidad cultural que degenera siempre en antagonismo entre credos culturales y se traduce en una implosión de su núcleo identitario. Lo que es capital para los integristas, porque para ellos, el componente simbólico es la dimensión fundamental del poder. Y así, según Edwin J. Feulner, presidente de la Heritage Foundation, el think-tank más beligerante de la derecha dura estadounidense, lo que vertebra al poder son las ideas, y por eso el Mandate for leadership redactado por él y base del programa de Reagan constituyó a la ideología, obviamente reaccionaria, en eje capital de su acción política. Esa reemergencia simbólica en la configuración del poder es también patente en versiones de la dominación americana más moderadas; por ejemplo, en el concepto de soft power elaborado por el decano de la Harvard's Kennedy School, Joseph S. Nye, quien en su libro The paradox of american power, Oxford University Press, 2002, retomando reflexiones anteriores de Edward -The power of ideas, Jameson Books, 1997-, afirma que el poder de EE UU se basa, desde luego, en su fuerza militar y en su potencia económica, pero también, y quizá sobre todo, en su hegemonía ideológico-cultural, cuyos ejes son, en el siglo XXI, la nación y la religión.

Éstos desempeñan en Norteamérica la función que desempeñaron el trono y el altar en el ultramontanismo hispano, cuya última versión fue el nacionalcatolicismo franquista. Mark Juergensmeyer ha teorizado, en The new cold war? Religious nationalism confronts the secular state, University of California Press, 1993, el nacionalismo religioso actual partiendo de la posición central que las referencias religiosas tienen en diversos movimientos nacionalistas, como el proyecto nacional hindú, las aspiraciones políticas de los militantes budistas en Sri Lanka, la teología nacionalista de los sectores extremos del sionismo... Todos ellos reaccionan frente a la ausencia de valores espirituales en el nacionalismo laico y frente a la agresión que los componentes simbólicos extranjeros suponen no sólo para la identidad religiosa de un país, sino también para su identidad política, dado que ambas forman conjunta e inseparablemente la identidad nacional y son la base de la unidad e integridad de la patria. De todos es conocida la generalizada presencia de la bandera de la Unión en los domicilios privados y en los lugares públicos de Norteamérica, y las permanentes y unánimes invocaciones a Dios en sus actos oficiales, causa y efecto de una concepción de lo nacional que condena la identidad al dilema del todo o nada. No se trata de ser más o menos estadounidense, ni siquiera buen o mal ciudadano de la Unión. Simplemente, quien no coincide plenamente con el credo nacional, ni es norteamericano ni es concebible que lo sea. Desde esta excluyente concepción totalizadora, la disensión identitaria no sólo elimina cualquier tipo de incorporación de lo diferente, sino que, como dice muy bien Amin Maalouf en su ensayo Les identités meurtrières, Grasset, 1998, cuyo título le tomo prestado, mata al otro, a los otros incluso, como posibilidad. Cuando Huntington amonesta a las "hordas" latinoamericanas con que "no existe el sueño americano, sólo existe el american dream creado por una sociedad angloprotestante..., y ese sueño sólo se puede soñar en inglés", está decretando que la identidad cultural WASP es innegociable y está condenando a muerte ciudadana todo lo que le es ajeno.

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