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Reportaje:PERFIL

Palabra de Hersh

El corresponsal de Time en Vietnam, Charles Mohr, transmitió esta frase para la historia de portada en agosto de 1963 (atención a la fecha): "Vietnam es la tumba de las esperanzas perdidas, las vanidades destruidas, de las falsas promesas y de las buenas intenciones". La censura de Time suprimió la sentencia.

Con mayor razón, la censura o la autocensura tacharon los párrafos que hablaban de atrocidades y sevicias. La primera regla era la de siempre, deshumanizar al enemigo, el racismo como virtud patriótica. Los soldados norteamericanos mutilaban los cadáveres de los vietcong o de los vietnamitas, daba igual. Más de una vez un marine nos mostró un llavero fabricado con huesos del enemigo muerto. "Un coronel alimentaba a su perro con los corazones arrancados a los vietcongs muertos. Se cortaban cabezas, se las colocaba en fila y se metía un cigarrillo encendido en cada boca. Las orejas se ensartaban como cuentas. Los cráneos eran el trofeo favorito. El entonces coronel George Patton III ("Me gusta ver volar brazos y piernas") llevaba uno en su fiesta de despedida. Los estadounidenses fotografiaban a los infantes de Marina "con un pie en el pecho del cadáver más próximo, o sosteniendo una o dos orejas cortadas", escribe Philip Knightley en su ya clásico The first casualty.

Mohr escribió: "Vietnam es la tumba de las esperanzas perdidas, de las vanidades destruidas, de las falsas promesas y de las buenas intenciones". No se publicó
Los móviles periodísticos de Hersh son: vocación, energía investigadora, pasión por las exclusivas ("la vanidad de la primera página") y amor al dinero
El escándalo de My Lai estalló no porque lo contara un corresponsal de guerra, sino un periodista de secano en la retaguardia con olfato para los grandes temas

La XXV División de Infantería, la heroica de la campaña de Italia, "la grande y roja", dejaba como tarjeta de visita un trozo del emblema de la división en la boca de los vietnamitas que mataban. "Me gusta oler a napalm al amanecer". El capitán Lynn Carlson, que atacó Pleiku con un helicóptero Cobra, lanzaba desde el aire tarjetas de visita con leyendas como ésta: "Les felicito, acaban de morir por cortesía del trescientos sesenta y uno. Sinceramente suyo, Pantera Rosa 20". En el reverso de la tarjeta podía leerse: "Llámenos para muerte y destrucción, estamos de servicio noche y día: matar es nuestro oficio. Los matamos por el bien de sus almas".

Los disparates de las cinco

Estas informaciones, y otras que circulaban por los campamentos, por la terraza del Continental y en la reunión diaria con la prensa en el hotel Rex de Saigón ("los disparates de las cinco de la tarde"), se guardaban en el bolsillo. Tuvo que salir a escena Seymour Myron Hersh, un reportero independiente, nacido en Chicago en 1937, hijo de padres judíos emigrados de Lituania y Polonia, que destapó la matanza de My Lai, para que las reglas del juego periodístico cambiaran. De pronto los periodistas empezaron a sacar del cajón historias inéditas sobre atrocidades cometidas por los soldados norteamericanos en su campaña para salvar la civilización occidental y cristiana de las garras del comunismo. My Lai era una aldea situada cerca de Danang, en la costa. Los hombres de la Compañía C entraron en el pueblo el 16 de marzo de 1968, el año de la ofensiva del Tet, y mataron entre 90 y 130 hombres, ancianos, mujeres y niños. Civiles desarmados. "Son órdenes del comandante del pelotón, teniente William L. Calley", dijeron los soldados cuando al reunir a los habitantes en grupos abrieron fuego sobre ellos y remataron a los heridos con el tiro de gracia. "Un niño muy pequeño (vestía sólo camisa) se acercó y estrechó la mano de los muertos. Uno de los soldados que había detrás de mí se arrodilló a treinta metros del niño y lo mató de un solo tiro".

El primero que se hizo eco de la matanza fue Ronald Rodenhour, ametrallador de helicóptero, que envió cartas al presidente Nixon, a senadores, congresistas, altos mandos del Ejército para informar de lo ocurrido. El 23 de abril de 1969, el teniente Calley fue acusado del asesinato de 109 "seres humanos orientales". La noticia pasó poco menos que inadvertida. The New York Times la estampó en la página 38, abajo y sin relieve alguno.

Hersh, contaba entonces 32 años, trabajaba en el Pentágono para la agencia AP. Antes lo hizo para UPI. Se trataba de una información rutinaria y tediosa que terminó por agotar su paciencia. Seymour, Sy para los amigos, quería acción, investigación, emociones, scoops. My Lai era una historia hecha a la medida de sus energías y sus ambiciones. Se agarró a ella como un pitbull a su presa. Con un préstamo del Fondo para el Perodismo de Investigación, 1.000 dólares, corrió a Fort Benning, donde se encontraba el teniente Calley, al que entrevistó a fondo.

Para entonces había hecho centenares de llamadas telefónicas a contactos del teniente y sus hombres, a militares retirados o en activo, a archivos. Un exhaustivo trabajo de campo. Sy es una fuerza de la naturaleza. Su éxito, como el de sus no tan queridos colegas Woorward y Bernstein, se debe en gran medida al teléfono y a la paciencia. Rastreador nato,inasequible a la frustración, directo al grano, hábil en la utilización de los trucos del oficio, le dijo a Calley al estrecharle la mano: "Lo sé todo". Y el teniente asesino habló sin parar durante horas y horas. En el viaje de vuelta redactó el texto, que las revistas Life y Look se negaron a comprar. Fue entonces cuando se dirigió a un amigo suyo, David Obst, que dirigía una agencia alternativa Dispatch News Service. El reportaje de la confesión de Calley se ofreció a 50 diarios al precio de 100 dólares cada uno. Treinta y seis aceptaron, entre ellos The Times de Londres, el Chronicle de San Francisco, el Boston Globe y el St.Louis Post Dispatch:

"Fort Benning, Ga. Nov 13. El teniente William L. Calley junior,de 26 años, veterano combatiente de Vietnam, tiene cara de niño y le llaman Rusty. El Ejército investiga la acusación de haber matado a 109 civiles vietnamitas...". El reportaje, jaleado en la prensa europea, cayó en un extraño vacío en Estados Unidos, ofuscado por el Apolo XII o el ataque del vicepresidente Agnew, el mastín de Nixon, contra la prensa liberal. Ante la indiferencia general, Seymour Hersh volvió a la carga con un segundo reportaje que era el resultado de sus entrevistas con hombres de la Compañía C. Para rematar la divulgación del escándalo, un fotógrafo del Ejército que había estado en My Lai, Ronald Haeberle, sacó de su archivo las fotografías de la matanza. Se veían grupos de cadáveres unos sobre otros en un sendero, un niño protegiendo con sus brazos a un hermano más pequeño.La combinación del golpe, investigación más fotografías, fue demoledora para el Ejército y el Gobierno.

Siempre hay alguien que dice que las fotos son trucadas. (Y a veces lo son). Este papel le tocó al fotógrafo, premio Bob Capa, David Duncan, que también había pasado por Vietnam. "Las fotografías son falsas, detengan las prensas por el interés nacional.Están haciendo un mal servicio a América". Pero nadie, ante las evidencias y las confesiones, podía parar el efecto de bola de nieve de la información y las imágenes.

La madre de uno de los soldados que abrieron fuego en My Lai dijo ante las cámaras: "Les envié a un buen muchacho y me devuelven a un asesino". Hubo antes de My Lai asesinatos en masa, si cabe, más estremecedores. Fueron el resultado de la humillación ante un enemigo al que despreciaban, la incapacidad de la gran potencia para ganar la guerra. De pronto, tras las revelaciones de Hersh, aparecieron en los diarios, las radios, la televisión, ex soldados o combatientes que contaban en un psicodrama sus excesos y sus crímenes. A Hersh le premiaron con el Pulitzer y Haeberle se quedó sin trabajo en la vida civil.

El escándalo de My Lai estalló no porque lo contara un corresponsal de guerra, sino un periodista de secano, situado en la retaguardia con un olfato para los grandes temas. Coincidió que lo de My Lai, como apunta Knightley, sucedió en un momento en el que la opinión pública norteamericana estaba preparada para "leerla, creerla y aceptarla". En cierto modo, Hersh dejó en ridículo a los enviados sobre el terreno. Sigue haciéndolo al cabo de 35 años, fresco y curioso como el primer día.

Tres móviles hay en la vida de Hersh, no sé si por este orden: vocación, energía investigadora, pasión por las exclusivas ("la vanidad de la primera página"), amor al dinero. El tiempo no ha podido con él. Sus virtudes como periodista de investigación siguen en pie a los 67 años. Desde su pequeña oficina en una avenida de Washington con las fotografías en la pared de los villanos del Watergate y las de sus tres hijos y su mujer, una psiquiatra, gobierna sus reportajes para el New Yorker, el semanario chic de Nueva York.

La misma o parecida lectura puede hacerse de My Lai que de Abu Ghraib: son la metáfora de una degradación moral.

El periodista estadounidense Seymour Hersh, premio Pulitzer.
El periodista estadounidense Seymour Hersh, premio Pulitzer.AP

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