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¿Quién teme a la gran Unión Europea?

Ana Palacio

Nos encontramos en vísperas de la que todos esperamos sea la última reunión de la Conferencia Intergubernamental que debe suponer un salto cualitativo en el proceso de constitucionalización de la construcción europea, sobre la base del trabajo preparatorio efectuado por la Convención de la cual tuve el honor de formar parte.

La Convención respondió a los que sin duda son los auténticos retos de la nueva, de la gran Unión Europea -la de los veinticinco más Rumania y Bulgaria, más Turquía-. Así, clarificó el reparto de competencias entre la Unión y sus miembros. Simplificó su estructura, sus instrumentos y sus procedimientos para hacerla más comprensible al ciudadano. Incorporó la Carta de derechos fundamentales. En fin, profundizó su carácter democrático potenciando el papel que en ella juegan los Parlamentos nacionales.

E hizo algo más, de trascendental importancia desde el punto de vista de la política española, ya que España siempre ha estado en la vanguardia de las propuestas de más y mejor Europa en aquellos ámbitos de auténtico interés para nuestros ciudadanos. En efecto, en cualquier estructura política compleja el salto cualitativo está en el abandono de las decisiones por unanimidad. Y las propuestas de la Convención supusieron un paso revolucionario en la consolidación del espacio de libertad, seguridad y justicia, en la potenciación del papel de la Unión en la esfera internacional, en la mejora de su gobernanza económica. Todo ello fortaleciendo el método comunitario y la capacidad de actuar de las instituciones de la Unión al ampliar la toma de decisiones por mayoría cualificada.

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Paradójicamente, estos logros han quedado eclipsados por el debate provocado a partir de la fórmula salida de la chistera del Sr. Giscard D'Estaing, que ha hecho suya la Presidencia italiana y que destruye el equilibrio institucional aprobado en Niza, ratificado por los veinticinco miembros de la Unión, a través de referéndum en el caso de los Estados adherentes. Esta propuesta, que adolece de falta de legitimidad de origen por carecer de mandato y de falta de legitimidad sobrevenida por no haber sido debatida en la Convención, se presenta como una necesidad para el mejor funcionamiento de la Unión y para la mayor democratización del proceso de integración. Algunos llegan a esgrimir el espantajo de la paralización de la Unión por causa de Niza, sin explicar, por cierto, la contradicción que plantea, frente a este exabrupto, el hecho de que Niza vaya a regir los destinos de Europa, en cualquier caso, en los próximos años. Mientras tanto, otros enarbolan la amenaza de la huida en solitario de los miembros fundadores, pasando por alto la realidad de la trabazón de unas relaciones que encarna el euro o el mercado interior.

La Unión Europea no ha cambiado su naturaleza. Es, desde la prehistoria del Tratado del Carbón y del Acero, una Unión compleja y estructuralmente asimétrica, con vocación política. Y desde el mismo Tratado fundacional, esta asimetría se ha venido superando con la misma fórmula. Partiendo de la base de la doble legitimidad de ser unión de Estados y de ciudadanos, fundada en ambos casos en el principio de igualdad, ésta ha sido modulada rompiendo el principio de proporcionalidad pura en el Parlamento Europeo para permitir una representación adecuada de los ciudadanos de los Estados más pequeños; mientras que en el Consejo se ha venido garantizando la relativa paridad de los Estados, a través del sistema del voto ponderado en una horquilla limitada.

Sin cambiar el ser profundo de la construcción europea, es cierto que esta asimetría estructural ha ido creciendo con las sucesivas incorporaciones. Y a esta realidad parece obedecer la desazón que se observa en los círculos intelectuales e incluso gubernamentales de ciertos Estados miembros, en particular los más veteranos, ante esta gran nueva Unión, y su futuro. Así las cosas, ¿por qué el acoso al equilibrio institucional constatado a veinticinco que entraña Niza, que llevaría a un empobrecimiento de la Unión, ya que disminuiría radicalmente el peso de los Estados menos poblados y, por consiguiente, la influencia de la mayoría de los Estados de la Unión? La respuesta hay que buscarla en ese temor de los países fundadores, lógico pero carente de verdadero fundamento, a una pérdida de poder e influencia en el seno de la gran Unión ampliada. Y es que, entre los cuatro países considerados pacíficamente "grandes" a efectos institucionales, sólo uno -Reino Unido- no es fundador. Mientras que todos los Estados de la quinta ampliación, con la excepción de Polonia, entran de forma incontrovertida en la categoría de países mediano / pequeños.

Los países fundadores, que guardan la memoria histórica de la Unión, saben perfectamente cuál ha sido su contribución al proceso de la integración europea. Italia, con su sentido de la Historia, el Benelux, con su inigualable habilidad para forjar compromisos, y Francia y Alemania, con su capacidad de ilusionar por nuevas metas, forman parte inextricable de la Unión. España no concibe y no podría concebir la Unión sin que los Estados que la fundaron ocupen el lugar que legítimamente es suyo. Y éste es el sentir general de los socios.

Por todo ello, España argumenta alto y claro que no es en la redefinición de la mayoría cualificada en el Consejo de la Unión, en el que están representados los Estados miembros, donde debemos buscar los avances de la gran Unión. Busquémoslos en el reforzamiento de la independencia de la Comisión y en la ampliación de los poderes del Parlamento Europeo, instituciones que representan, respectivamente, el interés comunitario y a los ciudadanos europeos. Y, puestos a buscar en el Consejo, insistamos en la ampliación del campo de las decisiones a tomar por la mayoría cualificada y en la eliminación correspondiente de la unanimidad como método de toma de decisiones, obstáculo tradicional, ese sí, a la integración.

La Presidencia italiana, hasta ahora, se ha guiado en la Conferencia por la búsqueda de consensos en todos los terrenos, aun a costa de rebajar las ambiciones de la Convención. Excepto en esta cuestión, en la que parece presa de los espejismos de pérdida de poder e influencia de los fundadores. Urgentemente debe desempeñar el papel que le corresponde y buscar fórmulas de compromiso que sosieguen los fantasmas que atenazan hoy las negociaciones, manteniendo los equilibrios básicos sin los que no se explica el éxito del proceso de integración.

No temamos a la nueva gran Unión Europea. Dirijamos nuestros esfuerzos a acordar un nuevo Tratado que la dote de los medios necesarios para responder a los retos del siglo XXI, y garantice que todos los Estados miembros y sus ciudadanos se sientan parte del proyecto común.

Ana Palacio es ministra de Asuntos Exteriores de España.

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