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Columna
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A favor del espacio público

Josep Ramoneda

La pregunta por el espacio público viene acompañada -quizás motivada- por la preocupación sobre el estado de la democracia. Es una constante. Y no es extraño porque sabemos que ciudad, democracia, política y filosofía nacieron juntas en la antigua Grecia fruto de la irrupción de las leyes disociativas del logos y de la superación del organicismo de la vida preurbana que otorgaba a cada cual un destino marcado por la irrebatible naturaleza. "La unidad no es objeto de la ciudad porque ésta es pluralismo", nos decía Aristóteles.

El lugar simbólico en que ciudad, democracia y política se encuentran es el espacio público. Cada vez que las campanas doblan por la democracia (y ahora estamos en uno de los momentos en que el futuro de la democracia se presenta sombrío) pensamos en el estado del espacio público y viceversa. La creciente preocupación por el espacio público -a pesar de la presión ideológica contra todo lo que sea lugar de relación, de comunidad, de complicidad- expresa una preocupación por el estado de la democracia y por el devenir de la política en la "modernidad líquida" (Zygmunt Bauman) o "modernidad sin modernismo" (Jonathan Friedman). Me resisto a sumarme al esnobismo de los discursos que cantan la muerte de la ciudad, la muerte de la política, la muerte de la democracia y la muerte del espacio público. Quizás sea un discurso efectista, lo que le asegura el éxito en la sociedad espectáculo, pero es demasiado facilón para tomarlo en serio. Una vez decretada la muerte del sentido -que es lo que tanta pasión necrológica significa-, ¿qué queda? Es posible que el mundo no tenga sentido, pero el sentido es necesario para la vida. Por eso no cesamos de crear y recrear nuevos sentidos. Es la tarea -sisífica, quizás- de la especie. Es cierto que nada es eterno. Pero también es cierto que la humanidad tiende a producir metamorfosis del sentido y de las instituciones más que liquidaciones definitivas y sustituciones radicales. Casi siempre lo viejo reaparece en lo nuevo -incluso donde la ruptura parecía ser definitiva, la Rusia soviética pongamos por caso- y, a menudo, las generaciones no hacen sino realizar lo que había pensado la generación anterior.

La carga simbólica del espacio público es muy grande. Me gustaría decir que el espacio público es el lugar del uso público de la razón, a diferencia del uso privado de la razón, según la distinción de Kant. El uso público de la razón goza de una libertad ilimitada para servirse de la propia razón y hablar en nombre propio. El uso privado es doméstico y, a menudo, sometido a mandato. Pero esta distinción está impregnada de un optimismo ilustrado y una confianza en la razón muy rara en los tiempos presentes.

Hoy más bien nos movemos en una distinción más prosaica: espacios públicos, espacios privados, espacios colectivos. Son espacios colectivos aquellos que tienen significación pública aunque sean de propiedad privada e impliquen peajes de discriminación económica: los centros comerciales y los estadios son ejemplos habituales. En cualquier caso, la propiedad -en una sociedad que ha hecho de ella un derecho fundamental- es un factor básico de definición del espacio público. La oleada de privatizaciones que los estados han emprendido en los últimos años ha introducido esta noción de lugar público de propiedad privada, recibida por algunos con entusiasmo precipitado.

El espacio público se puede definir por el acceso, por la función y por el fin. El acceso: sería público el espacio al que todo el mundo puede acceder en igualdad de condiciones, independientemente de su origen, poder o clase social. Es el espacio ideal de la política democrática, espacio de la igualdad, que es el valor principal de la democracia, aunque a menudo se olvide. Así son los lugares públicos por excelencia: plazas, parques, calles, esquinas, donde aparentemente todos están en las mismas condiciones, excepto los que llevan guardaespaldas.

Por la función: el espacio público es el lugar donde se establecen las relaciones que van más allá de lo privado y, por tanto, crean comunidad. Una sociedad dominada por el individualismo sin que lo privado tenga sentido de lo público camina hacia la anomia. Una sociedad en que lo público engulle a lo privado es una sociedad totalitaria. La vitalidad democrática llega cuando desde lo privado se opera con sentido y conciencia de lo común y se crea tejido social, sobre el que se construyen las instituciones públicas, sin borrar nunca la separación entre lo público y lo privado.

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Por el fin, la pluralidad de fines es el fundamento del espacio público, como garantía de la pluralidad real de la sociedad. El espacio público puede servir para realizar o expresar fines compartidos por una sociedad o una parte de ella, pero no debería ser lugar de exclusión de nadie. La explanada de Nuremberg de las grandes concentraciones nazis no sería para mí un espacio público. Sería el secuestro sectario de un espacio público.

Es cierto que por tradición, por historia, por manera de entender la vida colectiva, la cuestión del espacio pública tiene cierta especificidad europea. Europa es probablemente la que con más disgusto contempla la estandarización de las periferias urbanas en el mundo y la desterritorialización -en el sentido de pérdida de signos culturales específicos- del urbanismo banalizado. Cabría preguntarse si la valorización del espacio público es un lujo de una tierra vieja y rica.

El espacio público es un espacio de interrelación. La televisión nos mete las imágenes del mundo en casa, pero no convierte la casa en espacio de relación más allá de lo doméstico. Y, sin embargo, sustrae a la gente del espacio público. La democracia televisual es de baja intensidad. El espacio virtual es un ámbito efectivo de relación, pero mucho debería cambiar la bestia humana para que la ausencia de presencia no fuera vista como un déficit. No en vano el hombre, además de social, es sexuado.

El espacio público marca los límites de la idea de ciudad. Donde no lo hay puede hablarse de urbanización pero difícilmente de ciudad. Por eso ver cómo la gente, desde la nada, configura espacios públicos en las megalópolis más desarticuladas es esperanzador si pensamos en el vínculo entre ciudad y democracia. Y al mismo tiempo el desprecio por el espacio público de algunos partidos conservadores en la propia Europa -en Madrid nos lo pueden explicar- es significativo de la idea de democracia que tienen quienes nos gobiernan. Hoy la que rompe los límites, la que cree que todo es posible, es la derecha. Y uno a veces piensa si hay una voluntad estratégica de destrucción de la ciudad.

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