Desahogo
Pronto cumpliré 30 años como miembro del Partido Socialista. Siempre he pertenecido a la FSM y siempre he estado en activo, participando con intensidad en la actividad del partido dentro y fuera del Gobierno. He trabajado con multitud de compañeros, he coincidido con muchos y he discrepado con unos cuantos; bastantes de ellos -y de ellas, que no se diga- han sido mis amigos y con algunos me he enfrentado; incluso me he enfrentado con algunos que son mis amigos. He sido guerrista y después renovador, amigo de Zapatero aunque apoyé a Bono, del aparato durante mucho tiempo y últimamente en un agridulce exilio interior.
Puede decirse, pues, que nada de lo que ha ocurrido en el PSOE en estas tres décadas me ha sido ajeno. Y hoy, doloridos y humillados como estamos, me queda al menos la satisfacción personal de poder decir que nunca he estrechado la mano de José Luis Balbás. Más que nada, por higiene personal.
Cada cierto tiempo hay que hacer un alto en el camino y sanear el entorno
Hoy vive el PSOE su crisis más grave desde los tiempos de Luis Roldán
Muchas veces he recordado un valiosísimo consejo que me daba mi padre: "Cada cierto tiempo", decía, "hay que hacer un alto en el camino y sanear el entorno". Otro pelo nos luciría a los socialistas si todos actuásemos según esa sabia indicación. Sanear el entorno, cuando se está en política, a veces tiene costes: se pierden apoyos, se pueden ganar enemigos, se ponen en peligro votos que pueden resultar valiosos... y, sin embargo, es tan imprescindible como ducharse con frecuencia. Porque uno siempre termina siendo como es su entorno.
Hoy vive el PSOE su crisis más grave desde los tiempos de Roldán. Y quizá convenga ahora hacer algo de lo que entonces debimos hacer y no hicimos. Por ejemplo, reconocer públicamente nuestras culpas y negligencias.
Admitamos que éste ha sido un episodio inesperado, pero no totalmente sorprendente. Todos sabemos que desde hace años se ha instalado en el seno de la FSM un grupo de oportunistas desaprensivos encabezados por un impresentable (en el estricto sentido literal del término) que, a partir de una cierta porción de poder orgánico, se han dedicado a condicionar todos los procesos internos de reparto de poder mediante prácticas que incluyen el chantaje, la traición, la compra de voluntades y la más absoluta elasticidad en la formación y ruptura de alianzas.
Uno añora los tiempos en que los problemas internos del PSOE tenían que ver con personas como Luis Gómez Llorente, Paco Bustelo o Pablo Castellano. O cuando había que hacer frente a los desafíos de Nicolás Redondo. O incluso el desgarrador divorcio de González y Guerra. Entonces la cosa tenía cierta dignidad. Ahora llevamos años ocupándonos del tal Balbás y otros personajes similares: un síntoma desolador del estado de salud de una organización. Da la impresión de que en los tiempos del descontrol y la manga ancha anidaron en nuestro organismo varios tumores malignos que no hay forma de extirpar. A ratos permanecen silentes, pero de vez en cuando -casi siempre cuando hay botín a la vista- se activan y nos recuerdan que estamos conviviendo con la peste.
Todos los componentes de la banda -singularmente su cabecilla- tienen algo en común: ninguno soportaría ser expuesto durante cinco minutos a la luz pública. Pertenecen a una de esas especies zoológicas que necesitan la oscuridad para sobrevivir. Se esconden en los puestos anónimos de las ejecutivas y de las listas electorales para desde ahí ampliar sus esferas de influencia. Habitan en esa zona oscura de la política que tanto hace sospechar a los ciudadanos, y con razón.
Lo grave es lo siguiente: todos los dirigentes del PSOE son conscientes desde hace años de que tenemos dentro este cáncer. Y las actitudes han sido diversamente irresponsables: desde quienes se han beneficiado claramente de sus manejos o han permitido que otros lo hagan hasta quienes han fingido ignorar su existencia, pasando por quienes simplemente han hecho la vista gorda. Pero ninguno ha hecho lo único que hubiera sido sensato en un caso como éste: ponerse de acuerdo con los demás habitantes de la vivienda para sacar a la calle la basura y depositarla en un contenedor. Siempre han encontrado una oreja dispuesta a escuchar sus ofertas. Con una excepción: Joaquín Leguina, que perdió conscientemente la oportunidad de ser candidato a la alcaldía de Madrid por mandar a paseo al nocturno mensajero del chantaje balbasiano.
Empecemos, pues, por decir las cosas como son: somos culpables por haber presentado a los ciudadanos, con la pretensión de que los votasen, a unos individuos a los que ninguno de nosotros prestaría la cartera durante cinco minutos. Y lo hemos hecho a sabiendas, llevados por el sacrosanto respeto a los equilibrios internos. El día en que seamos capaces de deshacernos de los equilibrios internos y nos limitemos a hacer lo que sabemos que hay que hacer, nos irá mucho mejor. El caso es que los electores tienen derecho a estar indignados: les hemos inducido a votar a unos indeseables. Si no hubieran cometido esta última fechoría, él y ella -y el resto de sus compinches- hubieran permanecido durante cuatro años como respetables diputados socialistas y hubieran participado golosamente en el festín del reparto del poder recién adquirido.
Y esto es lo que resulta más preocupante de lo ocurrido: porque si personajes de esta calaña renuncian a un banquete, sólo puede ser porque les han invitado a otro mejor. Todos los síntomas desprenden un pestilente aroma de connivencia entre los dos pájaros y los beneficiarios directos o indirectos de su maniobra.
Dejemos por el momento de lado las consideraciones éticas. Lo que de verdad desazona es el fondo político de este caso. Porque en el devenir de nuestra democracia falta aún por comprobar cómo abandona el poder el Partido Popular. Ésta es la primera ocasión. Y los signos no es que sean inquietantes, es que son ominosos. Aznar y su equipo de confianza han demostrado ampliamente su accidentalismo democrático, pero en esta ocasión su osadía exige una respuesta firme de defensa de las reglas del juego, algo más que la tibia queja escuchada hasta ahora.
Ya lo decía mi padre: cada cierto tiempo, José Luis, hay que hacer un alto en el camino y sanear el entorno.
Ignacio Varela fue subdirector del Gabinete de la Presidencia del Gobierno bajo el mandato de Felipe González.
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