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La primera guerra contra un riesgo global

¿Alguien desea vivir en un mundo en el que el derecho internacional ha dejado de ser el marco fundamental para el empleo de la fuerza militar? ¿Hay quien desee vivir en un mundo en el que la única potencia mundial, EE UU, se considera legitimada para no respetar el sistema de reglas y organismos multilaterales y así poder actuar de acuerdo con su "responsabilidad mundial"? Desde luego que yo, no. Pero primero la guerra de Kosovo, y ahora la de Irak, nos obligan a establecer una diferencia que deja al tan deseado orden basado en el derecho internacional tambaleándose: es la diferencia entre legalidad y legitimidad.

La guerra de Kosovo nos ha enseñado que la defensa de los derechos humanos en territorio extranjero empleando la fuerza militar y llamándola "intervención humanitaria" (¡cómo sonreiría Orwell!) puede hacerse violando el derecho internacional y sin el mandato del Consejo de Seguridad y, sin embargo, ser puesta en práctica por Gobiernos occidentales con exigencias morales especialmente elevadas -"nunca más Auschwitz"-. Aquí se plantea con toda contundencia una contraposición entre legalidad y legitimidad que Max Weber, con su concepción limitada al Estado nacional, no hubiera podido imaginarse ni en sus peores pesadillas.

Sociológicamente, nos las estamos viendo aquí con un producto híbrido: una guerra ilegal legítima. Se violaron principios legales fundamentales tanto de ámbito nacional como internacional -la OTAN intervino militarmente en un Estado soberano sin contar con la autorización expresa del Consejo de Seguridad e infringiendo la Ley Fundamental de Alemania-. Y, sin embargo, esta violación de la legalidad por países democráticos sólo se discutió de manera velada, mientras que la ilegitimidad de no intervenir en vista del genocidio que se estaba perpetrando ante la mirada televisiva de todo el mundo condujo a las discusiones más acaloradas. ¿Cómo es posible que el empleo de la fuerza de las armas allende las fronteras parezca absolutamente "legítimo", aunque constituya una violación del derecho internacional? Uno puede imaginárselo mejor si se invierten los términos: limitarse a una actuación escrupulosamente legal, en respeto estricto de la letra escrita de la ley, puede, sin embargo, condenarse como conducta inmoral e irresponsable, de forma especial sobre el trasfondo de la barbarie organizada estatalmente que sufrió Europa bajo la Alemania fascista. Aquí se refleja una conciencia cosmopolita, pues la compasión con otros pueblos obtiene trato de prioridad ante los límites de la soberanía estatal.

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Pero esta creciente disociación entre la legalidad y la legitimidad también produce temor. ¿En qué mundo vivimos cuando potencias altamente militarizadas atacan a países de tercera al grito de "¡nunca más Auschwitz!" o "¡nunca más un 11 de septiembre!", para salvar al mundo de la perdición? ¿Qué puede considerarse tan importante -no entendido moralmente, sino en sentido sociológico- como para que el gran peso que la legalidad echa sobre el fiel de la balanza sea superado por el de la "legitimidad"? Se podría dar la siguiente respuesta: la justificación a posteriori sobre la decisión de lanzar esta guerra ilegal por las instancias correspondientes -en el caso de la guerra de Kosovo sería el Consejo de Seguridad o el Tribunal Constitucional Federal-. Pero este criterio de una legalización post-hoc de la ilegalidad no hace más que agudizar los dilemas. Y, además, este criterio precisamente no brinda ninguna ayuda en el momento de tener que decidir. Evidentemente, algún país muy poderoso y quizá con las mejores intenciones podría darse una patente para actuar libremente apoyándose en que ya obtendrá la autorización con posterioridad. Y todo esto, ¿no conduciría en último término a la convicción de que el empleo de la violencia crea la legalidad?

Este tipo de cuestiones se plantea precisamente en el segundo caso de actualidad, la guerra de Irak, en el que la legalidad y la legitimidad se encuentran extremadamente alejadas. El Gobierno de Bush no ha escatimado en objetivos que pretendería alcanzar con la guerra de Irak, como es bien sabido: entre ellos están la eliminación de armas de destrucción masiva, el derrocamiento de Sadam Husein, el cambio de régimen, la democratización de Irak y, también, la de todo mundo árabe. Examinemos el último objetivo. ¿Quién decide, y cuándo, si la teoría del dominó de la democratización de los países árabes ha fracasado? ¿El camino a la paz en el Oriente Próximo, incluyendo la superación casi impensable del conflicto original israelo-palestino, pasa por el cambio de régimen en Irak? ¿Quién sentencia este juicio histórico? ¿El Gobierno democrático entonces elegido en Irak? ¿O los "países árabes hermanos", cuyo orden institucional ya estaría amenazado por la más mínima democratización iraquí? ¿O serían los EE UU victoriosos los que lo decidirían? ¿O los europeos que se han mantenido al margen? ¿O quizá el Consejo de Seguridad, que, mirado con detenimiento, es una asamblea compuesta mayoritariamente por países no democráticos que se dedican a pisotear en su casa lo que se jactan de defender ante los focos de la opinión pública de todo el mundo, es decir, los derechos humanos?

Con ello llegamos a la cuestión clave: ¿por qué la mayoría de los países y de los ciudadanos de Occidente consideraron la violación de la legalidad de la guerra de Kosovo "legítima", de manera que pudo realizarse con un consenso generalizado, mientras que la violación del derecho internacional en el caso de la guerra de Irak divide a los gobiernos y a los ciudadanos occidentales y aboca a la OTAN y a la Unión Europea a una crisis grave para su existencia? El consenso occidental de la guerra de Kosovo (que, hay que decirlo, sigue siendo criticado hoy) se basó probablemente en que Europa se vio convertida en espectadora de actos de barbarie genocida en Europa. De ese modo, los europeos se vieron ante el dilema de quebrar el derecho internacional o bien los derechos de la persona, es decir, de una u otra forma hacerse culpable ante la tradición europea.

Ninguno de los dos elementos es de aplicación a la guerra de Irak. Pero lo que distancia a Europa de EE UU ahora es la tremenda diferencia en la percepción del riesgo. Con las imá-genes terribles del 11 de septiembre se ha grabado a sangre y fuego el riesgo terrorista global en la visión americana del mundo. La guerra de Irak es la primera guerra contra un riesgo global. Es el nuevo peligro humano del terrorismo nuclear lo que -a los ojos de los estadounidenses- ha dado un vuelco radical a partir del 11 de septiembre de 2001 a la cuestión de la seguridad, mientras que los europeos consideran este nuevo peligro para la humanidad como una histeria de los norteamericanos.

En la concepción americana anterior al 11 de septiembre habría bastado con hacer lo que han pedido Francia, Alemania, Rusia, China, etcétera: desarmar gradualmente a Sadam Husein. Pero, por el contrario, en el mundo posterior al 11 de septiembre se considera tal opción como irresponsable y frívola, ya que bastaría con una probabilidad de un 1% de que dictadores "malvados" como Sadam Husein (o países en descomposición) entregaran armas químicas, bacteriológicas o atómicas a terroristas suicidas para que se antoje inaceptable la primera opción, considerándose obligados a la intervención militar. Para la visión del Gobierno de EE UU, sentado ante las palancas del poder en el mundo, se cierne la amenaza de una era atómica desprovista de Estado, o sea, atomizada socialmente, en que la existencia de la humanidad está en peligro por causa de terroristas suicidas dispuestos a todo. Los americanos tienen ante sus ojos el horror del terror, mientras que los europeos ven el horror de la guerra. La verdad es que no hay manera de comprender cómo se pretende exorcizar el horror del terror con el horror de la guerra sin conjurar la visión apocalíptica de la guerra eterna.

Pero, por lo que respecta a las diferencias trasatlánticas, este paralelismo es digno de ser destacado. Al igual que los que se oponen a las centrales de energía atómica consideran ya que una probabilidad de accidente nuclear de un 1% es un riesgo del todo irresponsable y, por consiguiente, rechazan apasionadamente el uso pacífico de la energía atómica, hay muchos americanos que consideran totalmente irresponsable admitir la existencia de una probabilidad del 1% de que se utilicen por terroristas armas de destrucción masiva, por lo que invaden (con la mayor tranquilidad de conciencia) Irak. De manera parecida a como se remiten los críticos de las centrales de energía atómica a una "situación de emergencia mayor" para violar las leyes (por ejemplo, cuando bloquean los transportes de residuos nucleares), así se remite el Gobierno de EE UU al mismo principio para salvar a la humanidad del peligro del terrorismo de armas atómicas, químicas y bacteriológicas, no sometiéndose al Consejo de Seguridad y violando el derecho internacional. Ambos -el movimiento contra la energía nuclear y contrario al Estado y el movimiento contra el terrorismo y constitutivo de hegemonía del Estado- nos enseñan que hay una fuente sociológica de legitimidad de nuevo tipo, que es alarmantemente no legal, fuera de control democrático y transnacional.

Esta fuente surge de la promesa de liberar a la humanidad de los peligros de la civilización producidos por la civilización. A los ojos de Greenpeace, Amnistía Internacional, etcétera, pero también del Gobierno de Bush, esta legitimación justifica la violación del derecho internacional y nacional. Esto es más que preocupante. ¿Quién nos libera de ese brillo en la mirada de estos salvadores americanos del mundo? Porque la mera sospecha de terrorismo le da a la nación más poderosa del planeta el derecho a montar, según le convenga en cada momento, escenarios de enemigos potenciales, y a defender en cualquier momento y en cualquier parte su "seguridad interior" por la fuerza de las armas en suelo extranjero.

Los americanos y los europeos no viven, como afirma Robert Kagan, unos en Marte y otros en Venus. Pero sí es cierto que viven en mundos distintos. Igual de absolutamente seguros que están los americanos de la realidad del peligro terrorista de las armas de destrucción masiva lo están los europeos de los peligros que comporta para la humanidad la catástrofe climática, los "alimentos tipo Frankenstein" modificados genéticamente, etcétera. Los peligros, como enseña el trabajo de investigación sociológico, existen esencialmente "in the eye of the beholder": no se puede separar la realidad de la percepción del peligro. Dicho más claramente: no existe una "objetividad" del peligro independiente de su percepción y su valoración cultural. La "objetividad" de un peligro existe y proviene merced a que se cree en él.

Esta "objetividad" se establece tanto en el caso del peligro de la energía atómica como en el del peligro del terrorismo atómico como una marca de fuego en las mentes y corazones de las personas mediante informaciones y símbolos globales. Quien cree en un determinado peligro vive en un mundo distinto al del que no participa de esa creencia y la considera histérica. El mal que aqueja a la Alianza Atlántica y que amenaza con hacer fracasar la OTAN y con modificar la Unión Europea en sus fundamentos procede al menos en parte en la negación o en el reconocimiento de peligros que a una parte le parecen existenciales, mientras que a la otra le parecen absurdos.

Pero esta dinámica destructiva afecta a todos y rompe las amistades. Quien se manifiesta en la calle contra la guerra de Irak no se convierte por ello en un antiamericano, un antisemita o un oponente de la globalización, y quien considera "legítima" la guerra puede ser al mismo tiempo un adversario resuelto del imperialismo americano. ¿No es precisamente la incertidumbre de todas las partes la que alimenta el fundamentalismo en todas las partes? La oposición o apoyo a esta guerra, ¿divide realmente sólo a países y continentes, a Europa y EE UU? ¿Acaso no se libra la batalla moral en cada uno de nosotros?

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