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Columna
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Oración

No estoy acostumbrado a rezar, pero creo que es la mejor manera de escribir este ruego. Y quiero rogar, pediros caridad, a vosotros, nuestros señores, que estáis sentados en una mesa pactada para decidir sobre la vida y la muerte. Por mucha publicidad que alumbre el fuego de los misiles, por muchas noticias que provoquen las amenazas y los movimientos militares, la guerra es un cuchillo anónimo, un modo de uniformar la muerte, de borrarle su rostro familiar. La épica levantaba las tumbas de sus héroes sobre el silencio de miles de cadáveres que perdían su nombre con la vida. Hoy no existe la épica, todo es un simulacro, en el que sólo parece posible salvarse del olvido en el panteón virtual del ridículo. Estáis repartiendo el pan y el vino en una última cena fría, compuesta por verdugos más que por sacrificados. Amarga es la reunión de los que necesitan ser verdugos para estar en el lado de los justos. Pero no es el momento de discutir, ya sobran las razones, los argumentos, la discusión política. Hemos llegado a la incomprensión, a la imposibilidad de comunicarnos. El idioma de la realidad no es el idioma que utilizáis para decidir sobre la realidad, y sobran las conversaciones. Ni siquiera tienen sentido los insultos, porque vuestro reino ya no es de este mundo, aunque este mundo dependa de vuestro reino. Sólo me queda el camino de la oración, para pediros caridad, en nombre de vuestro Dios, de vuestra patria, de vuestra justicia, del orden de vuestro mundo.

La verdad es que nunca he creído en vuestro Dios. Me tocó aprender a vivir en una época de liturgias falsas, y la fe era el recurso de los que no querían admitir la soledad de su conciencia, la responsabilidad inhóspita de las decisiones. Cuando llegó el progreso, la religión se convirtió en un adorno contumbrista de las identidades prefabricadas para el consumo del turismo, y no encontré un hueco apetecible entre sus fieles. Tampoco me siento cómodo con la palabra patria, porque me hicieron demasiado daño todos los que pronunciaban su nombre en vano, con banderas bordadas por el hilo chillón y descolorido de la tristeza. No confío en la justicia, el bien y el mal han sido un sonido metálico en la bolsa de las las treinta monedas de los cínicos. Los derechos humanos fueron incapaces de resistir el juego flexible de las fronteras, la raya que separa la primera persona del plural del desierto silencioso habitado por los otros. Resulta difícil aceptar la inocencia del orden que regula el mundo, creer en los valores de esta humanidad que representáis en el púlpito consagrado de vuestras alianzas. Pero llegados aquí, todo esto importa muy poco. Y si estuvieseis dispuestos a renunciar a vuestra guerra, yo renunciaría a mis dudas, aunque formen parte de mí, como la luz amarga forma parte del otoño. Ahora, en el borde mismo de la violencia, justo antes de que se inicie la matanza rápida y limpia de los daños colaterales, cuando de nada sirven las razones, estoy dispuesto a escribir con mayúscula las palabras Dios, Patria, Justicia y Mundo. Son los recursos de mi oración. Os ruego caridad, piedad, para todos los inocentes que vais a matar, para todos los cuerpos que tienen derecho a esperar el tiempo y el rostro de su propia muerte.

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