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Columna
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La verdad desde el corazón

La confianza tiene mucho que ver con la geografía. Tanto, que basta con poner en negativo el primer sustantivo de esta frase para situarse en los titulares fácticos e ideológicos de la actualidad. Pero lo he enunciado en positivo, pensando en los múltiples, a veces añorados, lugares que siempre miramos con simpatía, seguramente porque nos los representamos mayormente como escenarios, como los contextos concretos de una oportunidad, una alternativa, un cumplimiento. Como si íntimamente nos dijéramos: "allí -o incluso sólo allí- yo sería, yo tendría, yo podría...". Rectificar o emprender o alcanzar. Y lo mismo vale decírnoslo en plural, en colectivo.

Para mí Brasil es uno de esos lugares, desde que era pequeña. Y cuando trato de fundamentar esa confianza tan temprana, en lo primero que pienso es en los libros de texto del colegio que nos ensenaban que aquel era un inmenso país capaz de hechos prodigiosos y enigmáticos: contener todos los tiempos de la humanidad, por ejemplo; o renovar el aire del mundo entero.

Desde entonces miro al inmenso Brasil con alegría y con confianza. Emociones que, por otra parte, creo que comparte muchísima gente. Brasil cae muy bien, de maravilla. Que es la samba, y los cuerpos sueltos, y las voces más melodiosas o el fútbol más virtuoso. Que es todavía la aventura de la naturaleza, con lo trillado que tenemos el mundo. Y además un muestrario completo de virtudes del trato social. E incluso la representación más palpable de los beneficios estéticos y artísticos del mestizaje. En fin, que si sumamos todo estos factores o mejor, si nos sumamos en ellos, el resultado es que Brasil, de alguna manera, nos importa o nos concierne o nos convence a todos.

Cambio ahora el tono de estas líneas, porque la pura realidad de Brasil es también dramática y cruel: vertiginosas desigualdades sociales; inconcebible depredación ecológica. Pero también en este lado oscuro, las colosales dimensiones naturales, demográficas y económicas de ese país lo convierten en una referencia, en un inevitable símbolo. En una especie de maqueta, de representación a escala y sin embargo exhaustiva -y me remito sólo a la metáfora frondosa de sus árboles- de nuestro mundo. Brasil es su reflejo y su resumen, y por lo tanto también su horizonte. Lo que allí pase, pasará en otras partes. En lo bueno o en lo malo, en la salud o en la enfermedad, en el hambre o la abundancia. En la proporción o en la miseria.

De momento al Brasil le está pasando Lula. La verdad de Lula. Y aunque sé que es palabra de llegada y no de partida, digo ya "verdad". Porque estoy pensando en Clarice Lispector, una de mis escritores favoritos, mestizamente brasilena, universalmente singular. Ella dejó escrito "la verdad es siempre un contacto interior inexplicable", y también que prefería "la verdad que hay en el presagio".

En esos dos sentidos es verdadero Lula. Su discurso es esencial, primero. Conecta con la intimidad de las palabras, con el núcleo de los principios -o tal vez sea más justo decir el corazón-: "Todos estamos hechos para morir, pero aquí nadie se va a morir de hambre". Enunciado sin adornos ni estorbos, sin refugio donde esconderse luego, donde confundirse. Proyecto inexplicable por la única razón de que es transparente.

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Pero Lula también es verdad como presagio. La alternativa social que encabeza ilusiona y convence de antemano porque es mestiza de flexibilidad formal y rigor de concepto ideológico, es decir, de consensos sin renuncias. Porque se vuelve de ese modo plausiblemente utópica. Verosímilmente, ideal. Como quien dice muchos tiempos del socialismo reunidos; y aire puro a escala planetaria.

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