Esperando a Lula
Durante la última decena de noviembre he tenido la oportunidad de contrastar, sobre el terreno, el estado de ánimo con que se espera la asunción de la Presidencia de la República Brasilera por parte de Luis Ignacio da Silva.
A pesar de que se ha insistido en ello, conviene destacar la dimensión regional del acontecimiento, en una América Latina agobiada por una crisis económica grave, por una crisis política aún mayor, e invadida por el sentimiento de marginalidad creciente tras los atentados del 11 de septiembre de 2001.
Ya en la reunión celebrada en Toledo, entre el 8 y el 10 de noviembre, exponentes políticos, culturales y empresariales, habían arrancado en sus análisis del área iberoamericana sumidos en la preocupación sobre esta deriva, aunque el curso del debate mejoró las impresiones sobre las posibles respuestas a la doble crisis regional.
Igual suerte, o tal vez peor por lo que hemos sabido, conoció la Cumbre Iberoamericana de Santo Domingo, en el nivel de Jefes de Estado y de Gobierno, cuya decisión más relevante es la creación de una comisión para analizar el futuro mismo de este foro.
En este marco de referencia, es razonable imaginar el impacto de la elección de una personalidad como Lula da Silva para dirigir el destino de un país-continente que, objetivamente, condiciona el devenir de toda el área de América del Sur.
¿Cuáles son los elementos que subyacen a la crisis de la región, desde Argentina a Venezuela, tocando el Caribe, Centroamérica y, en distinta medida, a México?
En la dimensión económica, se puede afirmar a estas alturas que las oleadas de reformas de los años 90 no han facilitado la redistribución del ingreso ni en las épocas de crecimiento del producto, ni han fortalecido las economías. No ha habido desarrollo.
En los últimos 20 años, que incluyen la década llamada perdida, el producto bruto por habitante se ha mantenido igual y la redistribución ha empeorado dramáticamente, salvo en Chile.
La crisis de la deuda de los 80 impuso una orientación político económica diferente, recogida en el Consenso de Washington en 1989, con un decálogo de principios de actuación macroeconómica, privatización masiva y liberalización que, mal que bien, ha sido aplicado por la casi totalidad de los gobernantes.
Durante todo el periodo la pregunta dominante ha sido si era compatible el crecimiento, que se suponía iba a derivarse de estas políticas, con la equidad social. Ahora, estando este confuso concepto de equidad social bajo mínimos, el debate se reorienta, peligrosamente, al cuestionamiento y liquidación de ese consenso que sienten como una imposición de EE UU, sin matizar lo que es válido en esas políticas macroeconómicas sanas, o en procesos de privatización y liberalización bien hechos.
Por eso se divide la opinión entre los que tratan de mostrar que el único camino es más de lo mismo, los que tratan de preservar lo más razonable de las políticas económicas contenidas en el consenso, pero buscan una vía específica para conseguir un desarrollo socioeconómico para la región, y los decididos a romper con todo sin temer a los desastres del populismo demagógico que están proponiendo o implantando.
A Lula lo encontramos en esa vía de responsabilidad, que defiende la necesidad de responder a los compromisos de pago de su país, de mantener una macroeconomía sana, pero sin renunciar a lo que ha sido la base de su triunfo: la esperanza de un futuro mejor para la mayoría social que espera, expectante, que su destino empiece a cambiar.
A pesar de que los "mercados" han descontado el "efecto Lula" hasta la irresponsabilidad de hacerle muy difícil la administración de su triunfo democrático, el denostado dirigente ha mantenido la serenidad y los compromisos de fondo, sin dejarse arrastrar por lo que parecía una provocación contra la voluntad soberana de su pueblo.
Cuando me han reiterado, en Brasil y Chile, la famosa pregunta sobre la compatibilidad entre crecimiento económico y equidad, he intentado -a la vista de la experiencia- invertir los términos de la cuestión. ¿Es posible un crecimiento sostenido sin una redistribución razonable del ingreso? No conozco a ningún país central que haya recorrido el camino del desarrollo, para alcanzar esa centralidad, sin una consistente redistribución del ingreso, o lo que sociológicamente se define como un fuerte desarrollo de las clases medias.
Y en la respuesta a esta aparente contradicción se juega el futuro de América Latina y de otras zonas llamadas emergentes. Pero desde el principio la pregunta sobre compatibilidad de crecimiento y equidad aparece como relativamente tramposa, porque coloca el crecimiento en el terreno de lo científico -reglas que han de cumplirse para conseguirlo- y la equidad en el dominio de los valores morales.
Así, la pretendida superioridad de los valores morales, sucumbe sistemáticamente ante la argumentación "rigurosa y científica" de las condiciones del crecimiento. Cual si fueran neomarxistas, los neoliberales, colocan las "condiciones objetivas" del crecimiento como fase previa a las políticas de equidad, que siempre deben esperar a que les llegue el momento del reparto. Las gentes en América Latina comprueban que votan siempre por programas de desarrollo que mejoren sus condiciones de vida, su educación, su salud, para soportar a continuación políticas concretas de ajuste a su costa, tanto cuando crecen las economías (hay que esperar), cuanto cuando estas entran en recesión (es imposible el reparto).
Sin embargo, las economías internas de la región no han mejorado con esas políticas, sus mercados no se han fortalecido, sino lo contrario, sus empresas no son más relevantes sino menos. Por eso propongo una reflexión distinta, alternativa, que tiene el interés de haberla llevado a la práctica durante un periodo que hizo pasar a España de la consideración de país emergente a la de país central.
El llamado problema de la equidad social, además de su dimensión moral, solidaria, es tan económico como el del crecimiento. Por tanto, situemos la discusión en un solo terreno, no en una falsa pugna entre lo "moral" y lo "científico". Sin economías internas fuertes, con un reparto del ingreso que mejore la capacidad de compra de las mayorías sociales, América Latina no encontrará el camino de salida hacia el desarrollo. Y en esa ruta, la educación y la formación, la atención sanitaria y la vivienda, así como el desarrollo de las infraestructuras y los servicios, forman parte del paquete redistributivo imprescindible.
En un momento como este, con las economías de los países centrales en crisis, los mercados externos para los emergentes se han puesto aún más difíciles. Si sus economías internas siguen siendo tan débiles como consecuencia de un reparto del ingreso tan desigual que margina a amplísimos sectores de la población, no parece posible recuperar la esperanza.
Lula quiere atender a su economía interna, y a la economía de la región y su propósito me parece impecable. Pero si los analistas, calificadores de riesgo, entidades financieras internacionales, creen que este camino no es el correcto y que debe centrarse exclusivamente en el ajuste, pueden hacerlo fracasar, por muy en serio que quiera tomarse la salud de su macroeconomía. Al tiempo, tengo la convicción de que si el nuevo dirigente sólo dedica su atención al ajuste, sin una mirada hacia los elementos del desarrollo, también puede fracasar.
Por eso la disyuntiva brasileña se ha convertido en un rompeaguas que marcará el futuro de ese gran país, pero también el de otros muchos en la región. Mi convicción es que una macroeconomía sana, un mercado abierto y competitivo, con reglas previsibles y equilibrios internacionales más razonables que los actuales, se retroalimenta con una política eficaz en educación, en salud, en vivienda, etc. que ayude a redistribuir el ingreso, incluso cuando no es posible hacerlo salarialmente, por razones de coyuntura.
Pero no digo que sea compatible el crecimiento y la equidad, sino que es imposible sostener el crecimiento, hasta salir del subdesarrollo, sin fortalecer las economías internas redistribuyendo el ingreso. No estamos ante un problema moral -que también- sino ante un desafío socioeconómico que tendrá repercusiones de enorme alcance para el futuro. Ni el fundamentalismo neoliberal ni la demagogia populista son la respuesta.
Felipe González es ex presidente del Gobierno español.
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