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LA CRÓNICA
Columna
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Postal romana

Roma, amigos, sigue tan bella, sucia y seductora como siempre. Llueve, y la luz cenital que entra por el ojo del Panteón consigue silenciar las incontinentes bocas de los turistas y paralizar sus descuidados pasos. No conozco una luz más dulce. La estupidez entra aquí, como en todas partes (blandiendo pizza, flash o bebida en lata), pero es vencida por la delicada perfección del espacio. La Repubblica y la edición romana del Corriere describen en primera página los desastres de Galicia. Las noticias españolas en los periódicos italianos son carísimas: temo, por tanto, lo peor de lo peor. Pero sigue brotando de este oculus una luz muy delicada. Una especie de placidez intemporal se apodera de mí y el pesimismo que emana de los periódicos se confunde con la melancolía de la lluvia. Benigna y gris, llora a través de este ojo milenario.

La Capilla Sixtina es una fenomenal lata de turistas envuelta con los frescos más famosos de la historia de la pintura

Horas más tarde, llego a la Capilla Sixtina después de atravesar los inmensos pasillos repletos de prescindibles tesoros, cálices, códices, custodias, mosaicos, candelabros, horribles pinturas de pontífices integristas y deliciosos mapas del antiguo poder papal. Por estos inacabables pasillos, iba soñando: es temporada baja y podré gozar de Miguel Ángel sin necesidad de convertirme en anchoa de lata. Pero la Capilla Sixtina es obligatoriamente una fenomenal lata de turistas envuelta con los frescos más famosos de la historia de la pintura. Rodeado de berreantes cabezas vueltas sobre la espalda, mirando al techo, me arrepiento de no haberme atrevido a prescindir de los poderosos desnudos de Dios y sus profetas o de estas severas sibilas cuyos pechos emergen como prótesis renacentistas de unos macizos cuerpos masculinos. Es mejor dedicar la visita vaticana al Cortile della pigna, el rectángulo puro y verde rodeado de luminosas galerias repletas de bustos y estatuas de la antigüedad. Los hombres pintados por Michelangelo están demasiado lejos, son demasiado inasequibles presidiendo desde lo alto esta apretada masa de hombres y mujeres de carne y hueso con los que hay que enlatarse para saborear el aceite de la contemplación. Las estatuas del viejo imperio, en cambio, cansan pronto, por repetidas, supongo, a los turistas adocenados, y el periplo puede culminarse en preciosa soledad. Busco después en la pinacoteca, entre centenares de cuadros, tablas y frescos plurales, el delicioso brillo singular de un Leonardo inacabado o el siempre inquietante Caravaggio. Pero es mejor encontrar a Caravaggio en Santa Maria del Popolo (la barriga enorme del caballo que aplasta al caído Saulo, la fenomenal suciedad de los pies del verdugo de Pedro) entre devotos fieles que rezan el rosario junto a un esqueleto de mármol.

Estoy citado para mañana, en la iglesia de los franceses, con la mujer más bella que pintó Caravaggio. Pero ahora estoy, muy cerca de Castel Sant'Angelo, en un coqueto auditorio religioso inaugurado durante el pasado jubileo sobre los cimientos de un cine porno, escuchando a Giulio Andreotti. Presenta un libro que una historiadora italoamericana, Margherita Marchione, ha escrito sobre Pío XII, acusado de haber permitido, por omisión, por impiadosa neutralidad, el horror nazi. La historiadora, al parecer, ha conseguido demostrar no sólo la falsedad de estas acusaciones, sino la actividad que este papa realizó a favor de los judíos perseguidos. El anciano Andreotti, bajo el peso de la joroba que castiga su frágil espalda, inclina su cabeza de enormes gafas, de vistosas orejas. Habla sin ademanes retóricos, muy lejos del radiofónico estilo de la mayoría de políticos italianos. Su discurso es ondulante, sin argumento; pero de vez en cuando dispara, con precisión, ideas, chistes y retrancas. Defiende a los papas con ardor distante, evoca a los comunistas con retranca, reflexiona sobre el siglo XX con una mezcla de sabiduría y demagogia que en la política española sería impensable. A veces, me recuerda al mejor Pujol, aunque Andreotti es más sobrio, más sutil. Pujol disfraza su poderosa cabeza con la chistosa máscara de Capri (de ahí la facilidad con que le hemos caricaturizado y, a la vez, infravalorado). Los chistes de Andreotti huelen a sacristía: cuenta que un papa se dio al estudio del italiano después de visitar Morollo. Dudó si pronunciar Mórollo o Moróllo. "¿Si un Papa falla en el acento, cómo van a creer los fieles en su infalibilidad?". Le aplauden como, en estos días negros, se aplaude a Fraga en su entorno más fiel. Nadie ha mencionado hoy la reciente condena. No se habla de jueces o mafias, pero el afecto con que un purpurado cardenal y unas solícitas monjas rodean a Andreotti es tan significativo como la presencia de dos cámaras. ¡Qué diferencia entre este sutil político condenado y el fatuo Aznar! El otro día, resabiado y machacón, Aznar dispuso de dos horas seguidas en la RAI. Periodistas de la melosa escuela de Berlusconi, junto a la inefable Rafaella Carrà, rociaron a España con mil flores, pero el presidente español (que pareció más emocionado evocando la derrota del Madrid frente al Milan que el apocalipsis gallego) no consiguió esbozar una sola flor sobre Italia: más soso que una pizza bianca sin sal.

Rodeado de belleza y mugre, de ruido y seducción, paso unos días en Roma. Sigo la terapia romana que recomendó Josep Pla: pasear y civilizarse. También, espero, claro está, hincharme de pasta y de funghi porcini, que ahora están frescos. Y de la amarga cicoria, pasada por la sartén, acentuada con peperoncino. Antes de regresar pasaré una horas con Gramsci, en el cementerio de los no católicos, casi rezándole, tal es mi estupefacción ante la decadencia de la izquierda italiana, batiéndose en retirada no ya frente a Berlusconi, sino frente a los neofascistas del elegante y cínico Fini. Y en el mismo cementerio, junto a la pirámide Cestia, antes de tomar el trenino hacia el aeropuerto, pasaré un rato frente a la tumba de Keats. Por si se me pega algo.

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