El escritor y el mundo del siglo XX
Al examinar los numerosos ensayos que he publicado en el transcurso del último medio siglo, me ha sorprendido constatar que muchos de ellos tratan de la vida política del momento. Lo cierto es que no me había fijado hasta ahora. No me refiero a la política en el sentido de elegir al candidato más idóneo para la presidencia del gobierno, sino más bien a la vida de la comunidad y al rumbo que ésta parece tomar. La preocupación que ello trasluce, y que vuelve a mí al revisar este conjunto de ensayos, me recuerda una vez más de qué manera cambian los supuestos de cada generación y cómo la tradición literaria dominante de una época deja de ser pertinente para otra.
Quienes alcanzamos la mayoría de edad en la década de los años treinta, nos encontramos con una nueva fuerza que impregnaba en gran medida el discurso cultural: por supuesto, el fracaso del capitalismo y la promesa del socialismo. La profundidad de aquel fracaso es ya casi inexpresable, y aún más el aroma que exhalaba el remedio. La idea del artista como activista era nueva y, al principio, emocionante. Uno miraba atrás con envidia no sólo hacia el realista social Zola y sus panfletos históricos, que cambiaron la conciencia política de Francia, sino también a la actividad panfletaria de Tolstói y Dostoievski, e incluso de Chéjov, a quien podría considerársele el cronista de un sector social muy particular, caracterizado por la sensibilidad y una serena nostalgia, pero que aún así encontró tiempo para efectuar su famoso viaje a través de Rusia, y nada menos que en un carruaje descubierto, para escribir un informe sobre las condiciones de los presos políticos en la isla de Sajalín. Y, naturalmente, estaba la larga e ilustre estirpe de los artistas políticos británicos e irlandeses, entre ellos Shaw, el más reciente, quien seguía escribiendo obras de teatro y tratando de comprender a la sociedad británica. [...]
La cultura de la diversión absorbe como una esponja cualquier cosa que caiga en ella
Así pues, los jóvenes de los años treinta alzaban con conocimiento de causa los estandartes de la protesta y el compromiso social, una orgullosa distinción que desafiaba a la torre de marfil en la que la mayoría de los escritores parecían haber vivido durante los encantadores y bastante tontos años veinte. Muy pocos escritos de aquel nuevo y estimulante estado de cosas han sobrevivido, pues se desvanecieron junto a los problemas a los que se hallaban tan fuertemente ligados. Las pocas grandes obras de arte que han resistido el paso del tiempo, como Llámalo sueño, de Henry Roth, si bien reflejaban con eficacia la pobreza y las miserables condiciones de vida de la clase trabajadora en la ciudad, de hecho apuntaban esencialmente en otra dirección: a las experiencias subjetivas del autor y su percepción personal de la vida en un tiempo y un lugar determinados.
Pero uno daba por sentado, y a decir verdad sin necesidad de pensar demasiado en ello, que incluso la idea de 'escritor' tenía poco que ver con alguien que proporciona entretenimiento (cosa en lo que básicamente se ha convertido); al contrario, se asociaba a alguien que se proponía rehacer a la humanidad (y, por supuesto, volverse famoso al mismo tiempo). Esto significaba activismo político y compromiso social, y tener una perspectiva bastante corta de las cosas, pero eso era inevitable cuando uno vivía como si se hallara en un estado de emergencia perpetuo, por así decirlo, pues era un periodo que acabaría o con el triunfo del fascismo o con la derrota de éste, incluido el fascismo anímico que nos rodeaba. Esa plaga ya se había apoderado de Alemania e Italia, dos de las grandes culturas europeas. Y en Estados Unidos, después de todo, los linchamientos no eran infrecuentes en el sur en esa época, una época en que la fábrica de Ford guardaba gas lacrimógeno en el sistema de extinción de incendios por si a los trabajadores se les ocurría hacer una sentada, y la policía privada de Ford tenía derecho a entrar en casa de cualquier empleado para ver si vivía como Ford consideraba que debía hacerlo; una época en que ante los hoteles de temporada en Nueva Jersey había discretos letreros que rezaban: 'No se admiten perros ni judíos', en que a un barco cargado de judíos a los que Hitler permitió abandonar Alemania no se le permitió tampoco atracar en un puerto estadounidense y se le obligó a regresar a Alemania, donde enviaron su carga humana a los hornos crematorios. No recuerdo haber visto entonces a un solo policía negro en Nueva York y, por supuesto, en el Ejército se daba una rígida segregación.
Comento todo esto para subrayar el hecho de que norteamericanos y europeos, judíos y gentiles, guardaron silencio, no quisieron protestar por lo que sabían que estaba sucediendo en Alemania. Los gentiles porque sin duda temían que su preocupación, en caso de que la tuvieran, expondría el país a una invasión de refugiados; los judíos por miedo a atraer la atención sobre sí mismos, lo que les habría convertido, incluso en su propio país, en mejores dianas de lo que ya eran. Pero entonces pocas personas se extrañaban de que un movimiento laboral reformista, con todo su idealismo social recién alumbrado, fuese también racista a carta cabal.
Tengo la sensación de que ahora todo esto ha sufrido un cambio radical, que la gente, sea cual fuere su ideología, tiende con facilidad a protestar ruidosamente contra lo que percibe como injusticias cometidas con ellos o contra otros. Los supuestos de este siglo que ahora comienza son de un orden por completo distinto al de los vigentes en la mayor parte del anterior. Y se han desplazado en diversas direcciones en los 60 años transcurridos desde la década de los años treinta.
Durante la II Guerra Mundial, tras las coléricas pendencias de los años de la Depresión, se dio una especie de alto el fuego implícito en la crítica social. (Escribí Todos eran mis hijos durante la guerra, y temí que me ocasionara no pocos conflictos, pero la guerra finalizó precisamente cuando yo terminaba la obra, y la paz despejó cierto espacio para que se pudiera expresar lo indecible, algo que todo el mundo sabía: que ciertas personas habían hecho fortunas por medios ilícitos, y a veces criminales, gracias a la guerra). Con los años cincuenta comenzó el silencio, impuesto religiosamente por la guerra fría, de toda crítica severa, por temor a que los comunistas se beneficiaran, y en los sesenta el tapón de los sentimientos reprimidos volvió a saltar por los aires con la cultura de la droga y el movimiento en contra de la guerra de Vietnam. No recuerdo que en los setenta sucediera nada, y en los ochenta sobrevino el estado hipnótico reaganiano y los escritores, me parece ahora, se sentían rodeados por unas cada vez más extensas 'ciudades dormitorio' de la mente que, a comienzos del nuevo siglo, momento en que escribo esto, han florecido y se han convertido en una cultura de la diversión que absorbe como una esponja cualquier cosa que caiga en ella, y que, en un estado de amortiguamiento general, lo mezcla todo más allá de cualquier definición posible. En una palabra, nunca como ahora se habían creado tantas obras dramáticas, sobre todo cinematográficas (las teatrales son mucho menos), que versen sobre temas de importancia social; sin embargo, ninguna de ellas parece capaz de aguantar la transformación que el público hace de toda la información, incluso de la más alarmante, convirtiéndola en diversión. Hubo un tiempo en que una novela, Las uvas de la ira, de John Steinbeck, estimuló al Congreso a aprobar una legislación destinada a mejorar las condiciones en los campamentos de trabajo transitorio del Oeste, algo inconcebible en nuestros días, cuando es improbable que los congresistas conozcan la existencia de una novela determinada, y no digamos que se la tomen en serio y la consideren un reflejo de la vida de personas reales y no las vidas de unos seres destinados a entretener.
Pero en mayor o menor grado, a lo largo de las décadas, la cultura popular, en cuyo seno se han representado mis obras, nunca ha sido proclive a tomarse la vida en serio, un fenómeno no exclusivamente norteamericano. A pesar de que Ibsen era un gran agitador intelectual, Bernard Shaw tardó muchos años en conseguir que las obras del dramaturgo noruego se representaran en Gran Bretaña, donde se le consideraba un loco; y puedo afirmar por experiencia propia que, incluso en los años cincuenta, el teatro británico ofreció una abrumadora resistencia a tratar en serio la vida contemporánea. En efecto, la vanguardia veía en el teatro norteamericano un ejemplo de lo que debía hacerse en Inglaterra, por escasas y distintas que fuesen aquellas obras de las producidas en Broadway.
Sea como fuere, en el transcurso de los años he perorado fuera del escenario tanto como en él, y este conjunto de trabajos forma parte de la serie de cosas sobre las que me ha interesado escribir en el último medio siglo.
Traducción de Jordi Fibla.
Babelia
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