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Tribuna
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Después del portazo

La politique, c'est le commerce des hommes, gustaba de repetir el presidente Tarradellas citando a Montaigne. La frase, como casi todos los aforismos filosóficos, es susceptible de diversas lecturas, alguna de las cuales me ha parecido pertinente al caso de Pere Esteve, del golpe fuerte y seco con que éste acaba de abandonar Convergència Democràtica de Catalunya.

Dirigir una formación política conlleva multitud de tareas y obligaciones: de carácter organizativo, electoral, propagandístico, doctrinal, logístico, etcétera. Pero hay una que, siendo fundamental, no aparece en los estatutos de ningún grupo, ni apenas en los manuales de estasiología. Dirigir un partido supone conciliar, encajar, acomodar, gestionar lo mejor posible las aspiraciones y sensibilidades personales de decenas, cientos o miles de individuos, sus ambiciones, sus celos, sus envidias, sus deseos de protagonismo, sus necesidades de reconocimiento público, su vanidad... Naturalmente, conseguirlo al 100% resulta imposible, pero es deber de una dirección partidaria competente y avisada procurar que la tasa de agraviados sea baja y, sobre todo, que se sitúe en los peldaños inferiores de la jerarquía. Vale decir que, en este laborioso puzzle, hacer sitio a quienes han descendido desde las responsabilidades más altas es especialmente complicado (véanse, cada uno con sus singularidades, los casos de Jorge Verstrynge, de Antonio Hernández Mancha, de Alfonso Guerra, de Alejo Vidal-Quadras...), lo cual es a menudo fuente de turbulencias o de crisis.

Y bien, aunque los interesados lo nieguen, algo de eso ha ocurrido en Convergència durante el último bienio. Esteve puede hacerse el estoico y decir que, tras el XI Congreso, daba por descontado su eclipse, pero no es sensato que, después de aquel plácido relevo, el secretario general saliente cayese, de un día para otro, en la marginalidad orgánica. Sí, se me dirá que, a lo largo de 25 años, Jordi Pujol no se ha caracterizado precisamente por la delicadeza en el trato con sus colaboradores, y que peores se las hicieron a Miquel Roca... Pero, ¿acaso la joven guardia convergente cree que, en ésta o en cualquier otra materia, a Artur Mas se le consentirá lo que a Pujol se le perdonaba? En cuanto a Roca, su aguante y su lealtad han sido ejemplares, es cierto; las circunstancias, no obstante, son otras, y Esteve ha optado por una salida no menos digna: la dimisión y la baja fulminantes.

Si el análisis político no puede desdeñar el factor humano, tampoco debe quedarse ahí, con más razón cuando el protagonista del suceso invoca motivos estrictamente doctrinales: la supeditación al Partido Popular. El argumento es de peso, y circula todos los días por los medios de comunicación, y provoca un malestar y una incomodidad manifiestos entre la militancia y hasta en los cuadros de CDC. Se trata, por otra parte, de una patología clásica en los partidos nacionalistas moderados, vulnerables siempre a escisiones intransigentes (la de la Lliga en 1922, que dio lugar a Acció Catalana...). Pero entonces, ¿cómo se explica la soledad de Esteve en su gesto de ruptura? ¿Por qué ni siquiera uno de sus 40.000 correligionarios le ha acompañado? ¿Sólo él, entre todos, tiene la clarividencia del peligro aznarista?

Convergència es un partido grande, moldeado en el pragmatismo, que lleva 22 años gobernando y que se sabe inmerso hoy en una dificilísima operación: reemplazar a un líder irrepetible por otro todavía frágil y, a la vez, ganar las elecciones frente a un adversario temible, todo ello en medio del huracán hostil que sopla desde Poniente. En tales condiciones, las filas convergentes permanecen prietas por puro instinto de supervivencia, en un rasgo elemental de profesionalidad política -por contraste con el purismo típico de la política amateur- que pone sordina a las discrepancias estratégicas o tácticas para intentar, contra cualquier pronóstico, la séptima victoria consecutiva. Es ese instinto el que ha renegado de Esteve como traidor, y el que asegura la cohesión del grupo..., como mínimo hasta el escrutinio de los próximos comicios catalanes.

Por otra parte, el anterior secretario general, con el gesto tajante de la pasada semana, ha venido a violentar uno de los rasgos más marcados de la cultura política de CDC: su carácter conllevante, maleable, dúctil, catch all, propio de un grupo magmático y con pocos dogmas. El convergente refunfuña, critica, protesta en su consejo nacional contra -por ejemplo- la Ley de Partidos, vuelve a rezongar cuando sus diputados la votan y, si puede, manda al tinte la bandera española para no tener que izarla en el balcón consistorial; pero el convergente no rompe la baraja, no se va. ¿La prueba? En 28 años, el partido no sufrió ninguna escisión, apenas un puñado de bajas individuales. Espero que mi buen amigo Miquel Sellarès no se ofenda si recuerdo que ni siquiera un crítico tan implacable como él se marchó: ¡tuvieron que echarle!

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Así pues, no parece que la salida de Pere Esteve vaya a tener un impacto orgánico ni a erosionar la unidad convergente; su confesada intención de 'organizar a los nacionalistas desencantados de CiU que se sientan huérfanos' se me antoja -al menos, a corto plazo- completamente utópica. Lo que el ilustre dimisionario erosiona, en todo caso, es la imagen mediática de Artur Mas y los suyos, y proporciona a Esquerra Republicana una munición de la que ésta haría bien en no abusar, porque tampoco la necesita. En cuanto al fondo del asunto, sólo los próximos 12 o 15 meses dirán si Pere Esteve ha pecado de esa soberbia que le imputan, o si su falta ha sido aquella otra que consiste en tener razón antes de tiempo.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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