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A la espera de un informe crucial

Soledad Gallego-Díaz

Durante toda la semana pasada el Senado estadounidense ha oído la opinión de los mejores expertos del país sobre Irak, sobre el peligro que supone el régimen de Sadam Husein para Estados Unidos y para la sociedad occidental y sobre si ese peligro justifica el riesgo de una intervención armada. Cinco días de análisis y debate no han permitido, sin embargo, dejar claro el alcance y la importancia de esa amenaza: la mayoría de los expertos cree que Sadam produce y almacena un determinado número de armas químicas y biológicas, pero no existen evidencias, ni tan siquiera sospechas, de que las haya puesto, o las vaya a poner, a disposición de algún grupo terrorista para su uso en territorio estadounidense o de sus aliados. Por otra parte, Irak no dispone prácticamente de fuerza aérea y sus divisiones acorazadas fueron diezmadas en el conflicto de 1991, de forma que los pocos tanques de que pueda disponer hoy día están claramente obsoletos. En cuanto al arma nuclear, que justificaría plenamente la intervención militar, el antiguo responsable del programa atómico iraquí, Khidir Hamza, huido a Occidente, consideró que Bagdad no podrá disponer de bombas nucleares hasta, como mínimo, el año 2005.

Nada de esto debe hacer creer que el compromiso de la Administración de Bush para acabar con el régimen de Sadam Husein se ha debilitado. Las cosas son muchas veces lo que parecen ser y muchas veces sucede lo que todo el mundo ha anunciado que va a suceder. Así que es mejor creer lo que dice el presidente George W. Bush: Estados Unidos no está dispuesto a convivir con una amenaza, va a acabar con el régimen iraquí y lo hará, si es necesario, mediante un masivo ataque militar. La duda en estos momentos no es si Sadam Husein va a conseguir librarse, como lo logró en la primera guerra del Golfo, sino cuándo y cómo va a ser derrocado. Las sesiones del Senado parecen indicar que la operación no se llevará a cabo antes de las elecciones del 7 de noviembre, en las que se renovará buena parte de las cámaras estadounidenses (y, de paso, después de las importantes elecciones presidenciales del 3 de noviembre en Turquía, un país cuyo apoyo resulta casi imprescindible para Washington).

No hay ningún motivo para sentirse triste por el eventual derrocamiento del dictador iraquí: es un asesino que masacra a la oposición y mantiene a su pueblo tiranizado. Es muy posible que su desaparición sea acogida con una auténtica fiesta popular. Es cierto que lo mismo sucede en otros muchos países considerados 'amigos', tanto por Estados Unidos como por la Unión Europea, pero, si la decisión estadounidense despierta rechazo en sus aliados, no es, desde luego, por el deseo de apoyar al sanguinario Husein. Lo que preocupa son las consecuencias secundarias de la operación y, más allá, la nueva teoría de 'ataque preventivo' que pretenden imponer los halcones del Pentágono y que supondría un cambio radical en la doctrina internacional que se ha venido defendiendo hasta ahora en tratados y acuerdos.

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Hasta ahora, el derecho de autodefensa justificaba el 'ataque preventivo', pero siempre que se cumplieran dos importantes condiciones: tener evidencia de una agresión 'específica' e 'inminente'. En el caso de Irak, no se conoce esa evidencia: nadie es capaz de explicar qué tipo de ataque específico contra Estados Unidos o sus aliados podría estar planeando Sadam Husein y, desde luego, nadie tiene evidencia de que esa agresión se vaya a producir de una manera inminente. Y además, Washington no reclama su derecho a destruir preventivamente alguna instalación concreta (como hizo Israel en su día), sino que exige un completo 'cambio de régimen' y el derrocamiento de Sadam.

La nueva doctrina no procede de círculos militares estadounidenses, sino de medios académicos y de fundaciones e institutos de pensamiento ultraconservador. Más concretamente, el nuevo derecho de Estados Unidos a atacar preventivamente cualquier posible amenaza futura, aunque no sea específica ni inminente, entronca con las teorías del subsecretario de Defensa, Paul Wolfowitz, y del grupo que gira en torno al secretario de Defensa, Donald Rumsfeld. El profesor Wolfowitz ha defendido en muchas ocasiones el derecho de Estados Unidos a designar unilateralmente sus intereses vitales en cualquier parte del mundo y a defenderlos siempre que lo considere necesario, incluso mediante el uso de la fuerza. Además, ese derecho no puede verse sometido o regulado, ni depender jamás de la aprobación de organismos internacionales ni del apoyo de posibles aliados. Estados Unidos debe ser capaz de asegurarse esos intereses vitales por sí solo y en todo momento.

William Galston, que fue asesor de Clinton en su primera etapa, explicó en un reciente artículo en The Washington Post que esa nueva teoría acabará con medio siglo de entramado de instituciones internacionales, tratados y acuerdos que el propio Estados Unidos ayudó a levantar en la segunda mitad del siglo XX. Un ataque preventivo sobre Irak en estas condiciones sentaría un precedente muy serio y dejaría abierta la posibilidad de que otros países se arrogaran ese mismo derecho en el futuro. Según Richard Holbrooke (el diplomático que ocupó importantes cargos en la última época de Clinton) la nueva doctrina de Bush no está todavía completamente perfilada, porque existen grandes diferencias internas en la Administración. Se trataría de diferencias filosóficas importantes, porque el secretario de Estado, Colin Powell, representa un pensamiento conservador tradicional que no quiere verse arrinconado, mientras que Wolfowitz o Rumsfeld suponen un cambio radical y la ruptura con 55 años de trayectoria internacional.

Conocer exactamente los perfiles de esta nueva doctrina se está convirtiendo cada día más en una necesidad internacional. De momento no se conoce hasta qué punto tiene el respaldo pleno del presidente George W Bush; ni siquiera está completamente claro el apoyo que le presta la asesora presidencial para Asuntos de Seguridad Nacional, Condoleeza Rice. De hecho, llama la atención que se siga retrasando la publicación del informe del Consejo de Seguridad Nacional (que preside Bush y al que pertenecen la propia Rice, Powell, Rumsfeld y el secretario del Tesoro), en el que debería figurar, presumible

mente, la definición y las reglas de la nueva teoría del ataque preventivo y, sobre todo, del derecho a la seguridad frente al fenómeno terrorista. El informe se espera con enorme expectación, porque será el primer documento auténticamente 'estratégico' de Estados Unidos tras el 11-S, y porque puede incluir, por primera vez, el derecho a la seguridad como algo 'absoluto' y no como un concepto necesariamente relativo y relacionado con otros parámetros internacionales, tal y como defienden la mayoría de sus aliados europeos.

Las diferencias 'filosóficas' internas se muestran también en los planes secundarios. En el caso de que Sadam Husein no pueda ser derrocado mediante un golpe militar, una sublevación interna o una operación quirúrgica (como un eventual bombardeo del lugar en el que se esconda o su asesinato por alguien de su entorno) y sea necesario recurrir a una auténtica invasión militar, los duros profesores universitarios del Pentágono quieren que se haga sin ningún tipo de coalición y contando sólo con las propias fuerzas (en todo caso, con la ayuda de la aviación y los comandos especiales británicos). Powell, que levantó una coalición de 28 países en la primera guerra del Golfo, sigue pensando que Estados Unidos necesita apoyos internacionales y que, a la hora de la verdad, puede conseguirlos sin grandes problemas, porque Europa no puede arriesgarse a que la economía estadounidense sufra un revés serio como podría suceder en una guerra larga o complicada. Incluso Turquía, que está preocupada por sus elecciones y por la enfermedad del presidente Bulent Ecevit, no tendría más remedio que unir sus fuerzas a las de Washington para asegurarse de que los kurdos iraquíes no obtienen demasiadas ventajas.

Para muchos expertos, el problema no sería tanto la pura intervención militar, la guerra, como los meses siguientes. Según los militares, harían falta unos 250.000 hombres para derrocar por la fuerza al régimen de Sadam Husein, pero, según afirmó ante el Senado el coronel Scott Feil, especialista en operaciones 'posguerra', ningún Gobierno 'amigo' podría mantenerse en Bagdad sin la asistencia, como mínimo durante cinco años, de 75.000 soldados encargados de asegurar los pozos petrolíferos, las fronteras y la supervivencia del nuevo régimen. Hasta ahora, Estados Unidos nunca ha querido desempeñar labores de 'peacekeeping' y ha recurrido, como sucede en Afganistán, a países amigos para hacer esos trabajos o para, al menos, financiarlos. En el caso de Irak, la ausencia de una coalición previa podría dificultar la creación de esa fuerza internacional y obligar a Washington a correr con todos los gastos. En teoría, George W. Bush dispone de suficiente dinero, pero, tal y como ha advertido el analista Fareed Zakaria, el Gobierno de Bush ha gastado en estos dos años más dinero que la Administración de Clinton en sus últimos cinco años. Un buen récord para un Gobierno republicano que pregonaba a los cuatro vientos austeridad y control de gasto.

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