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Los negocios son los negocios

Las noticias del mundo de la empresa han tenido siempre ciertas similitudes con los partes de guerra: resistencia a reconocer las derrotas, proclividad a la exageración de hechos favorables y permanente disposición a ocultar o minimizar la lista de bajas en combate. Pero últimamente parecen todas emitidas por el equipo médico en campaña de ejércitos a punto de aniquilación: una retahíla de empresas multinacionales que admiten haber falseado intencionadamente sus cuentas de resultados; otra lista interminable de auditores y consultores que exhiben sus cervicales encasquilladas de tanto mirar para otro lado, siempre próximo a su cash-flow; instituciones financieras con cuentas secretas en paraísos fiscales; bancos de inversión repletos de analistas que venden al público criterios sofisticados y consejos a la carta, pero elaborados a la medida de sus empresas clientes; órganos rectores de mercados bursátiles distraídos o poco diligentes; OPA de control que desprecian a los pequeños accionistas con la ley en la mano, y una multitud de compañías que han crecido tan desmesurada como peligrosamente por la sola razón del paralelo engorde de los sueldos de sus directivos.

La vida es así, según Shakespeare: toda una generación de académicos y moralistas predicando las excelencias y hasta la necesidad imperiosa de adoptar conductas éticas en el mundo empresarial, para que ahora esté todo quisque convencido de que los conflictos de interés se resuelven siempre a favor del mejor postor; para que la sombra de la duda se extienda a numerosas cuentas auditadas sin salvedades; para que pocos crean de verdad en la independencia de los administradores independientes, y para que esté extendida la convicción de que los desmanes conocidos son apenas la parte visible de un gigantesco iceberg. Lamentablemente, la vieja frase 'los negocios son los negocios', expresiva de que el mundo empresarial requiere de reglas propias mucho más próximas a la codicia infecciosa que a cualquier sentimiento ético, parece hoy más vigente que nunca. Y al pensar en los millones de inversores engañados por tanto desaprensivo no puede eludirse el recuerdo de la frase que Francis B. Coppola puso en boca de Vito Corleone a la hora de explicar, en la película El Padrino, los ajustes de cuentas a sus víctimas o allegados: 'No es nada personal. Son sólo negocios'.

La consecuencia de esta ristra de sucesos ha quedado de manifiesto en las últimas semanas: caída histórica de los mercados, hundimiento de la credibilidad de los dirigentes empresariales y, lo que es mucho más grave, la consolidación de una crisis tal de confianza en los mecanismos que rigen los mercados en el sistema capitalista de nuestros días, que ha hecho sonar todas las alarmas de la clase empresarial y de los poderes públicos. De nada sirve a estas alturas anunciar el futuro más o menos brillante de la economía estadounidense o que algunos visionarios dignos de mejor causa sigan jurando solemnemente que los mercados volverán ellos solos a restablecer la ética cristiana o calvinista que llevan en sus entrañas. A estas alturas de la película de terror no abundan los convencidos de que un mayor rigor de los códigos de conducta y buen gobierno pondrán los vicios privados en el lugar necesario para que de ellos se desprendan beneficios públicos, al estilo del dieciochesco Bernard de Mandeville y su conocida Fábula de las abejas.

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El asunto es más que preocupante porque no hablamos ya de la corrupción 'blanca' de las economías sumergidas, prueba donde las haya de la existencia de vida más allá del fisco, ni de la corrupción 'negra' de la escala cromática de Heidenheimer, es decir, del blanqueo de capitales del narcotráfico y demás prácticas criminales al uso. Nos referimos a la fractura de los criterios básicos de la moralidad pública a cargo de grandes corporaciones empresariales del primer mundo, al parecer empeñadas en desoír hasta los consejos a favor de la ética egoísta, esa que no traspasa la piel ('por interés propio y mera supervivencia'), de la élite empresarial representada en la Business Roundtable de Nueva York. No estamos, por tanto, ante la necesidad de un ajuste fino apelando a la conciencia personal y a la decencia cívica, ni ante simples problemas de control, sino ante escándalos que ponen a la luz del día los fallos y excesos del modelo capitalista liberal que preside el actual proceso de globalización. Fallos y excesos de los que ni siquiera surge la esperanza que para la regeneración del sistema suponen los fracasos definitivos, de acuerdo con la célebre frase de Alan Meltzer: 'Capitalismo sin quiebras es como religión sin pecado. No funciona'.

Algunos gobiernos, entre ellos el estadounidense y el español, han anunciado medidas destinadas a corregir drásticamente estos desmanes y a mejorar la transparencia de los mercados, amenazando en el primero de los casos con penas de cárcel para quienes sigan pensando que dirigir éticamente una empresa no quiere decir estar siempre dentro de la legalidad, esto es, para los convencidos de que la moral no es otra cosa que un árbol que da moras. Propósitos que han despertado la alarma de muchos empresarios honrados (que afortunadamente conforman la mayoría silenciosa), razonablemente temerosos de que la ley del péndulo político conduzca hacia una sobrerregulación de la actividad empresarial, lo que Greenspan llamaría 'exuberancia normativa' y un castizo 'pasarse veinte pueblos'. Algunas iniciativas empresariales han aparecido ya para defender la autorregulación y propagar el sentido de la responsabilidad en su propio ámbito, para impulsar la adopción de códigos éticos, influir en la opinión y presionar para que los gobiernos eviten los excesos, especialmente a aquellos en los que existen personajes muy familiarizados en sus actividades anteriores con el insider trading (uso ventajista de información privilegiada) y otras operaciones merecedoras de la intervención fulminante del juez de guardia. Y probablemente actúan correctamente, porque si se sabe bien lo peligrosa que resulta la fe del converso, qué no esperar del que desea parecerlo.

La duda de quién vigilará al vigilante permanecerá, qué duda cabe, aunque algunos de los grandes prestidigitadores de las burbujas telecom y puntocom, protagonistas de las alzas y caídas bursátiles más rápidas de la

historia, sean ya ídolos caídos de sus pedestales. Pero harán bien los empresarios en llevar hasta la opinión pública la sensación de su interés en luchar contra lo que Paul Krugman, en frase feliz, ha llamado 'capitalismo de amiguetes'. En cuanto a los Gobiernos, les corresponde aceptar que los empresarios establezcan los mecanismos oportunos que desarrollen la autorresponsabilidad en la gestión de su actividad, pero sin obviar su obligación de establecer reglas definidas y claras del juego, en lo posible pactadas con sus destinatarios. Los líderes políticos no deben olvidar que la combinación de leyes formales e informales configura la estructura de incentivos de una sociedad y deben garantizar que aquellos que defrauden dolosamente la confianza de sus accionistas y de la sociedad en general acabarán para siempre fuera del juego y, si es el caso, con sus huesos en la cárcel. La experiencia demuestra que la conciencia humana es frágil y necesita del apoyo institucional, es decir, de códigos varios además del puramente ético, entre ellos del Código Penal. Cualquier cosa menos entretenernos con la metáfora del palo y la zanahoria, porque el mundo económico no está para bromas.

Roberto Velasco es catedrático de Economía Aplicada en la Universidad del País Vasco.

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