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La extraña crisis

Se cumplen nueve meses desde el 11 de septiembre. En el imaginario colectivo se ha convertido en la fecha de referencia de la crisis por la que atraviesa el mundo, a pesar de que nada tuviera que ver con el inicio de la económica, que ya era muy severa en el momento de producirse los atentados. Es cierto, sin embargo, que el 11-S aceleró el proceso de deterioro económico y de pérdida de confianza, pero, sobre todo, añadió la dimensión de un sentimiento de inseguridad sin precedentes.

El resultado de esta mezcla que nos enfrenta por primera vez a una desaceleración del crecimiento en las tres áreas económicas dominantes -Estados Unidos, Japón y Europa- y a la aparición de amenazas imprevisibles, que poco o nada se parecen a las que solíamos considerar como amenazas para la paz mundial, es una 'extraña crisis'. En el mundo desarrollado crece el miedo y la incertidumbre. En el mundo de la exclusión aumenta la desesperanza. Y estos mundos no pasan sólo por fronteras geográficas, sino que conviven en toda la geografía del planeta.

Es explicable que esta crisis, por ser la primera de la nueva era globalizada, nos resulte extraña. No tenemos códigos que nos permitan interpretar la realidad como lo hacíamos antaño, cuando crecía la tensión Este-Oeste, cuando estallaba un conflicto regional y definíamos con facilidad los alineamientos o cuando se recalentaba la economía de algunos de los motores de la fase madura de la etapa industrial.

Por si faltara algo, desde la caída del muro de Berlín, la exaltación del mercado como el autorregulador de las conductas en todos los espacios, ha ido desplazando a la política en el discurso dominante, hasta hacerla menospreciable. El espacio público compartido, en la ciudad, en la nación o en la región supranacional, como responsabilidad de la política, se desenvuelve en la incertidumbre, carente de reglas y de proyectos para encarar el futuro y enfrentar las amenazas y los desafíos que plantea.

En este vacío de arquitectura del espacio público compartido triunfan los despropósitos, como el de Le Pen, ganador de las elecciones aunque los franceses no le den su voto, porque ganó la palabra, contaminando con la suya los discursos de todos los demás. ¿No es más grave que el temor al inmigrante lo inculquen responsables políticos 'moderados', que sea el discurso propio de los extremistas y xenófobos tradicionales?

Se empieza a hablar del empleo de la Armada para combatir la inmigración 'ilegal' o clandestina, como de las fuerzas armadas para combatir el terrorismo internacional. Se confunden los términos y las amenazas. Los flujos migratorios se ven como 'nuevos fantasmas' que recorren Europa. ¿Se lo pueden imaginar? Buques de guerra contra pateras, o contra desechos de barcos cargados de gente sin esperanza que ha pasado por las manos de los nuevos mercaderes de esclavos.

Francia puede convertirse, como otras veces en la historia, en tubo de ensayo anticipador de fenómenos que después se generalizan. ¿Qué están indicando la primera y la segunda vuelta de las presidenciales, seguidas de esta primera de las legislativas?

Francia inventó los términos izquierda y derecha, cuando aún no tenían nada que ver con las divisiones ideológicas que dividieron al mundo en dos bloques antagónicos en el siglo XX, con sus zonas de influencia y su explicación totalizadora de los buenos y los malos de la película. Hasta que la caída del muro deshizo la explicación simplista de la realidad y nos devolvió a la complejidad de las identidades culturales más o menos excluyentes.

En Francia conviven las dos líneas de fractura que separan la percepción de la nueva realidad. La vertical de izquierda y derecha. Y la horizontal que divide a los modernizadores y a los bonapartistas. Y es precisamente esta línea divisoria, que atraviesa en partes semejantes a la derecha -que nunca se llama a sí misma plural- y a la izquierda -que disfruta con su división denominándose plural-.

La V República está herida de muerte, pero 'la política' no está en la tarea de sustituirla, empeñada en hacer prevalecer, como única divisoria para la composición de nuevas mayorías, la tradicional de izquierda y derecha. Y Francia, como el resto de Europa, no saldrá de esta 'extraña crisis', hasta que no aclare las causas profundas de la divisoria entre modernidad y bonapartismo. Hasta que no enfrenten las consecuencias de la globalización como cambio civilizatorio.

Todos convienen en que Francia ya no es lo que era, en el XIX y en la primera mitad del XX, y que no lo volverá a ser. Pero, al tiempo, no pueden prever lo que va a ser. Ése es el trasfondo de la malaise que recorre su ciudadanía republicana desde hace más de dos décadas. La batalla se hace, por eso, desigual entre los predicadores de la grandeur simplista y acrítica, y los que buscan definir un futuro diferente, aunque reestructuren en él lo mejor de su identidad.

En un país rico como pocos, con sistemas de cohesión social envidiables, con una ciudadanía nacida de un doloroso pero firme pacto republicano, cunde el desasosiego y el rechazo a la mundialización (su apropiada forma de definir la globalización) y con ellos su rechazo al cambio.

Los defensores de Europa como proyecto político se expresan con dudas y timidez, temerosos ante la fuerza del discurso defensivo de la Francia que fue. Los detractores de esa Europa que puede devolverles un papel en el nuevo escenario global cargan sobre ese proyecto los males del desasosiego nacional, sin dudas y sin fisuras.

Si observamos los comportamientos de las fuerzas políticas, prevalecen los discursos izquierda-derecha, aunque en el seno de ambas líneas de fractura los votos -confundidos y escasos- se expresen más entre modernizadores y bonapartistas. Un número creciente de ciudadanos se desmoviliza.

Desde hace dos décadas, cada vez que hay elecciones legislativas, más allá de los resultados de las presidenciales los franceses y las francesas cambian las mayorías, hacia la izquierda y hacia la derecha. Pasados dos o tres años, se extiende el sentimiento de que no era eso lo que buscaban. Ahora, repetida la experiencia cinco o seis veces seguidas, se van retirando de las urnas.

Chirac ha interpretado que el voto de las presidenciales ha sido suyo, como representante de la derecha, minusvalorando

la oleada de temor que provocó la tormenta de la primera vuelta. Igual que Jospin, había interpretado su derrota como personal y de la izquierda, sin valorar la apatía ciudadana y el efecto perverso de las veleidades de una llamada izquierda plural, que se fracturaba más por la divisoria entre modernidad y bonapartismo.

Sin embargo, Francia tiene condiciones extraordinarias para enfrentar con ventaja su desafío modernizador, tanto internamente -por su gran capital humano y su profunda ciudadanía democrática- como externamente, por el papel político que puede jugar incardinada en Europa para definir el rol del continente en la globalización.

Pero la decisión de avanzar por esa senda está por llegar, y puede tardar más de lo conveniente. El entorno europeo no la favorecerá, como podemos ver en los comportamientos de Italia o España o Gran Bretaña o Alemania. Es decir, más allá de los componentes de izquierda y derecha.

Como algunos deducirán de esta reflexión que éstos no son relevantes, quiero terminar por decir que no se equivoquen, porque no es éste el resultado de mi percepción. La que llamamos izquierda tiene la mejor oportunidad que jamás se le ha presentado, si es capaz de enfrentar la modernidad desde sus valores, porque el paradigma de sostenibilidad económica del modelo emergente de la globalización tiene mucho que ver con su capacidad para ser incluyente de un mayor número de seres humanos y de pueblos de este planeta conectado. Y este paradigma está más próximo a los valores de solidaridad de la izquierda que a ningún otro. Pero hay que enfrentarlo y realizarlo.

Felipe González es ex presidente del Gobierno español.

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