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Tribuna:LIBERTAD, SEGURIDAD Y SUPERVIVENCIA
Tribuna
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El mundo después del 11-S

Ninguna causa, ningún dios, ninguna idea abstracta pueden justificar el atentado terrorista contra el World Trade Center. No se trata de un ataque contra EE UU, sino contra los valores de la humanidad y de la civilización, y de un ataque contra los valores del islam, un ataque contra todos nosotros. Éste es también el sentido de la frase con la que ha respondido el diario parisino Le Monde: 'Todos nosotros somos estadounidenses'. Ni que decir tiene que esto implica el que, como estadounidenses, podamos y debamos criticar la ciega e ingenua americanización del mundo.

¿Qué es lo que hace que el atentado terrorista suicida siga resultando incomprensible incluso varias semanas después? Han desaparecido las distinciones y las fronteras que hasta ahora representaban nuestra visión del mundo: lo interior y lo exterior, la policía y las fuerzas armadas, la guerra y el delito, la guerra y la paz. ¿Quién hubiese pensado que alguna vez habría que defender la seguridad interior (por ejemplo de Alemania) en los valles más recónditos de Afganistán? De nuevo un concepto erróneo: ¡'defender'! Tampoco se sostiene ya la distinción entre defensa y ataque. ¿Puede decirse que EE UU 'defiende' su seguridad interior en suelo de otros países, en Afganistán o en Hamburgo? La claridad de los conceptos, su exactitud, la crítica pública de los conceptos zombi con que pensamos y actuamos políticamente se ha convertido en una cuestión vital.

En última instancia, el concepto de 'terrorista' también resulta equivocado. La masacre con la que nos vemos confrontados debe distinguirse radicalmente de la violencia practicada por grupos terroristas como los irlandeses, los vascos, los palestinos u otros nacionalistas. No se trata precisamente de imponer metas nacionales, sino de conseguir la involución de la modernidad a fuerza de bombas, y además, empleando los medios de la modernidad globalizada.

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No obstante, resulta sencillamente incomprensible este carácter posmoderno medieval con el que obran los activistas. Ser moderno significa temer la muerte. Pero estos sujetos se suicidan y asesinan a otros camino del paraíso sin dejar de ser 'modernos': técnicamente formados y muy versados, saben que la civilización moderna es en sí misma un mero talón de Aquiles, están muy familiarizados con las debilidades de la modernidad y se aprovechan de ellas implacablemente. En ellos se funden directamente un movimiento fanático antiglobalización, el antimodernismo y el pensamiento y la acción globales propios de la modernidad.

En su estudio del genocida fascista Eichmann, Hannah Arendt ha hablado de la 'banalidad del mal'. En estos tiempos podemos imaginarnos tecnócratas totalmente perversos con un gran sentido de la familia, pero no terroristas religiosos casados en Occidente, titulados en ingeniería y muy aficionados al vodka que, durante años, se dediquen a planificar discretamente su suicidio colectivo en forma de una matanza técnicamente perfecta que luego ejecutan a sangre fría. ¿Cómo hay que entender este arcaico y moderno altruismo del mal?

El terrorismo transnacional ha abierto también un nuevo capítulo en la sociedad del riesgo mundial. Hay que distinguir claramente entre el atentado en sí mismo y la amenaza terrorista que el mismo universaliza. Lo decisivo no es el riesgo, sino la percepción del mismo. Lo que los hombres temen que sea real es real en sus consecuencias. El capitalismo presupone un optimismo que se ve destruido por la creencia colectiva en la amenaza terrorista, lo que puede llevar a la crisis a una economía desestabilizada. Quien ve el mundo como una amenaza terrorista queda incapacitado para actuar. Ésa es la primera trampa que han tendido los terroristas. La segunda es que la amenaza terrorista percibida y políticamente instrumentalizada provoca las demandas de seguridad que anulan la libertad y la democracia, es decir, precisamente eso que hace superior a la modernidad. Si nos vemos ante la necesidad de elegir entre la libertad y la supervivencia, entonces ya es demasiado tarde, porque, siendo realistas, la mayoría de la gente optará contra la libertad. Por lo tanto, el mayor peligro no radica en el riesgo, sino en la percepción del mismo, ya que ésta desata las fantasías sobre los peligros, arrebatándole así a la sociedad moderna su capacidad de acción. Como remedio podemos recurrir al cinismo negro. Piensen ustedes en cuántas veces nos hemos enfrentado al fin del mundo y hemos conseguido sobrevivir: Seveso, Chernóbil, las catástrofes climáticas, la contaminación de los alimentos, el mal de las vacas locas... Sin embargo, la cuestión sobre cuánta libertad y cuánta seguridad (es decir, también sobre cuánta inseguridad) se necesita para sobrevivir constituye la cuestión central que se nos plantea a raíz de los recientes atentados terroristas.

Hay una idea que se ha discutido en innumerables ocasiones y que siempre vuelve a plantearse: ¿qué puede unir al mundo? La respuesta experimental reza: un ataque de Marte. Este terrorismo es un ataque del Marte interior. Al menos durante un instante histórico, los bandos y las naciones enfrentadas se unen contra el enemigo común que representa el terrorismo global. Precisamente, la universalización de la amenaza terrorista contra los Estados del mundo convierte la batalla contra el terrorismo global en un desafío para la Gran Política, en la cual se forjan nuevas alianzas entre bandos opuestos, se contienen los conflictos regionales y con ello se barajan de nuevo las cartas de la política mundial. Es impresionante observar con qué rapidez y radicalidad han cambiado las prioridades de la política exterior de EE UU. Si hasta hace poco el pensamiento y la acción política de Washington todavía estaban dominados por el proyecto de un sistema de defensa antimisiles, ahora ya no se habla del asunto. En su lugar parece imponerse la idea de que incluso el sistema más perfecto de defensa antimisiles no hubiese podido impedir este atentado, es decir, de que la seguridad interior de EE UU no puede garantizarse en solitario, sino sólo mediante una alianza global. Las rivalidades con Moscú se escriben con letra pequeña -al menos temporalmente- a la vista de las necesidades de cooperación con Rusia que la 'defensa' de la seguridad interior de EE UU en Afganistán exige. Entretanto se ejerce una fuerte presión sobre Israel y los palestinos para imponer un verdadero alto el fuego, porque éste se considera clave para la colaboración de los Estados árabes e islámicos. El poder aglutinador del antiterrorismo también ha abierto nuevas posibilidades de actuación a la Unión Europea. De repente se desvanecen y desaparecen las posturas enfrentadas entre las naciones y los gobiernos europeos rivales y afloran los puntos comunes: dentro de Europa, pero también entre los europeos y los estadounidenses, ¡malos tiempos para los euroescépticos! ¡Buenos tiempos para un ingreso de Gran Bretaña en el mundo del euro! Aunque, como es natural, este poder aglutinador puede venirse abajo en la prueba de resistencia que representan las acciones bélicas.

El atentado terrorista fortalece el Estado, desvalorizado, pero destrona dos ideas imperantes hasta ahora: el Estado nacional y el Estado neoliberal. El neoliberalismo y la idea del mercado libre se consideran claves para el futuro. Durante las dos últimas décadas han desplegado un poder francamente hegemónico. Sin duda todavía es pronto para hablar del final del neoliberalismo. Pero la amenaza terrorista global nos anticipa una muestra de los conflictos a los que el mundo se ve abocado de la mano de la globalización. En tiempos de dramáticos conflictos globales, el principio basado en la sustitución de la política y el Estado por la economía pierde rápidamente su capacidad de convicción. A la pregunta de si los 40.000 millones de dólares que el Gobierno de EE UU ha pedido al Congreso para la guerra contra el terror no están en contradicción con los principios de la política económica neoliberal, a los que se ha sumado el Gobierno de Bush, su portavoz replica lacónicamente: 'La seguridad nacional tiene prioridad'.

Pero la seguridad nacional (ésta es la segunda gran lección del atentado terrorista) ha dejado de ser seguridad nacional. Sin duda las alianzas han existido siempre. No obstante, la diferencia fundamental estriba en que hoy en día las alianzas globales no son necesarias únicamente para la seguridad exterior, sino también para la seguridad interior. Lo dicho: las fronteras entre el interior y el exterior se han diluido y deben negociarse y delimitarse nuevamente en función de cada situación y de cada asunto específico. Esto convierte la categoría del Estado nacional en una categoría zombi. Antes se aceptaba que la política exterior era un asunto de elección, no de necesidad. Hoy, en cambio, predomina un nuevo 'tanto lo uno como lo otro': la política exterior e interior, la seguridad nacional y la cooperación internacional están íntimamente ligadas entre sí. A la vista de la amenaza del terror global, pero también de las catástrofes climáticas, de las migraciones, de las sustancias nocivas en los alimentos, de la delincuencia organizada, etcétera, la única vía que lleva a la seguridad nacional es la de la cooperación transnacional. Hay que aplicar un principio paradójico: el interés nacional de los Estados los fuerza a desnacionalizarse y a transnacionalizarse, es decir, a renunciar a la soberanía para resolver sus problemas nacionales en un mundo globalizado. Después del atentado terrorista, la política interior alemana se ha convertido en un componente importante de la política de seguridad interior de EE UU, es decir, de la política exterior norteamericana y, por tanto, de las imbricadas políticas de seguridad y defensa, interior y exterior, de Alemania, Francia, Pakistán, Gran Bretaña, Rusia, etcétera.

En otras palabras, que la amenaza terrorista globalizada abre una nueva era de cooperación transnacional y multinacional. No conduce precisamente a un renacimiento del Estado nacional, sino al descubrimiento y al despliegue de lo que yo denomino los Estados transnacionales cooperantes. La capacidad de acción de los Estados se vuelve a descubrir y a desplegar más allá de la soberanía y de la autonomía nacionales, en la forma y con el poder de la cooperación interestatal ante una amenaza mundial común. Esto se está descubriendo y comprendiendo ahora en las repentinas cuestiones geopolíticas de la 'seguridad interior' privada de fronteras en los ex Estados nacionales; pero también puede trasladarse a cuestiones tales como la amenaza de una catástrofe climática, de la pobreza global, de los derechos humanos y del quebranto de la dignidad humana en el mundo estatal poscolonial.

En consecuencia, se adivina el surgimiento de dos tipos ideales de cooperación estatal transnacional: los Estados de vigilancia transnacional y los Estados cosmopolitas. Los Estados de vigilancia amenazan con trasformarse en Estados fortaleza en los que la seguridad y lo militar se escriban con mayúscula, y la libertad y la democracia, con minúscula. De este modo se torna patente el clamor según el cual las sociedades occidentales, mimadas en cuanto a paz y a bienestar se refiere, carecen de la suficiente agudeza en sus reflexiones sobre los amigos y los enemigos, así como de la disposición necesaria para sacrificar la prioridad que hasta ahora venía disfrutando la maravillosa obra plasmada en los derechos humanos, en pro de las imprescindibles medidas de defensa. Este intento de construir una ciudadela occidental contra la fuerza de la religión en aquellos que consideramos terroristas y pertenecen a la otra cultura está presente por todas partes y sin duda irá en aumento en los próximos años. Partiendo de estas posiciones podría forjarse una política de autoritarismo democrático que se comportase de forma flexible hacia el exterior, frente a los mercados mundiales, y de forma autoritaria hacia el interior. Quienes se beneficiasen de la globalización deberían su suerte al neoliberalismo, mientras que entre los perdedores de la globalización se avivaría el miedo al terrorismo y a lo extranjero y se suministraría bien dosificado el veneno de la re-etnización.

En cambio, en el futuro, lo fundamental será plantear la cuestión de ¿para qué discutís y discutimos si se trata de combatir el terrorismo transnacional? Es un sistema estatal cosmopolita basado en el reconocimiento de la alteridad del otro y que tiene respuestas para ella.

Los Estados nacionales suponen una amenaza para la pluralidad interior, para las lealtades múltiples y para los flujos y los fluidos que en la era de la globalización irremisiblemente se producen en sus fronteras. Los Estados cosmopolitas, en cambio, subrayan la necesidad de combinar la capacidad de autodeterminación con la responsabilidad por los Otros, por los extranjeros, dentro y fuera de las fronteras nacionales. No se trata de negar el poder de autodeterminación o incluso de condenarlo; al contrario, se trata de liberarlo de la visión nacional unilateral y de combinarlo con una apertura cosmopolita hacia los intereses del mundo. Los Estados cosmopolitas no sólo luchan contra el terror, sino también contra las causas del terror en el mundo. Obtienen y renuevan el poder de conformación y la fuerza de convicción de lo político a partir de la solución de problemas globales que urgen a las gentes y que parecen irresolubles por la vía nacional individual.

Los Estados cosmopolitas se fundamentan en el principio de la indiferencia nacional del Estado. Al modo en que la Paz de Westfalia dio término a las guerras civiles religiosas del siglo XVI mediante la separación entre Estado y religión, las guerras (civiles) mundiales del siglo XX (ésta es la tesis) podrían tener respuesta con una separación entre el Estado y la Nación. Al igual que no es sino el Estado laico el que permite el ejercicio de religiones distintas, los Estados cosmopolitas tendrían que garantizar la coexistencia de las identidades nacionales y religiosas mediante el principio de la tolerancia constitucional.

Se podría y se debería repensar en este sentido el experimento político de Europa como un experimento de la formación de Estados cosmopolitas. Una Europa cosmopolita que obtenga la fuerza política precisamente de la lucha abierta al mundo contra el terrorismo, pero también de la afirmación y de la moderación de la pluralidad nacional europea, incluyendo sus extremistas menos intransigentes, podría ser o convertirse en una utopía del todo realista.

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