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Tribuna
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Monumentos caídos

El pasado día 2 de junio, los diarios locales informaban, con desigual relieve, de la destrucción de una escultura de Josep Clarà. Formaba parte del que fue Monumento a los Caídos por Dios y por la Patria, aproximadamente rebautizado, si la memoria no me falla, como monumento a los muertos de la guerra civil tras la restauración de la democracia. Desde entonces, la opinión pública catalana ha observado un riguroso silencio, apenas alterado por una nota de protesta de los Amigos del Museo Clarà.

La ejecución del atentado, cometido un viernes a plena luz del día, fue presenciada por cuantos pasaban por allí y debió de llevar algún tiempo. Según la descripción que algunos testigos hicieron de los hechos, una treintena de adolescentes se situaron delante de la columnata proyectada por los arquitectos Adolf Florensa y Joaquim Vilaseca, ataron con cuerdas las dos figuras de mármol de Clarà y tiraron hasta derribarlas. Por si no bastaran los destrozos conseguidos, se ensañaron con las figuras postradas y mutiladas pintándolas de rojo. A su lado dejaron una pancarta con la firma de Maulets.

Todo esto sucedía, al parecer, en protesta por la celebración en Alicante del día de las Fuerzas Armadas, efeméride que, al tener lugar el año anterior en Barcelona, ya había sido motivo de una pintada en el mismo monumento. Este precedente directo, la presencia de testigos, el hecho de producirse en pleno mediodía y el tiempo que debió de llevar la operación no bastaron para que la patrulla policial, para preservar la obra de un gran artista catalán, llegara puntual al lugar de los hechos más que para detener a unos niños que, como he podido comprobar en la manifestación del Onze de Setembre, raramente alcanzan la mayoría de edad,

El monumento había sido atacado varias veces durante el franquismo, pero también en democracia, lo que prueba que la fortuna no ha acompañado al Ayuntamiento de Barcelona en su bienintencionado propósito de convertir un crónico homenaje al vencedor de la guerra civil en un recuerdo perenne a todas sus víctimas. El uso y abuso que los agitadores de la dictadura hicieron de la contenida obra de Florensa, Vilaseca y Clarà equivalió, sin duda, a una reconstrucción simbólica difícil de olvidar. Por tanto, el ataque, inadmisible, no puede extrañar a nadie.

En cambio, sorprende el silencio, también devastador, que se ha producido en la ciudad tras el acto vandálico contra una creación artística. Si, a estas alturas de la historia, no se pudiera distinguir el valor de una obra de arte de los motivos que llevaron a encargarla o del uso que se haya hecho de ella, estaríamos más cerca de la barbarie de lo que suponemos, y siguiendo por este camino, entre unos y otros, podríamos destruir todo el patrimonio cultural de la humanidad. Prefiero creer que el silencio se ha debido a la incomodidad del tema, a la endeblez de la cultura sobre artes plásticas de la ciudad y, en buena parte, al desprecio que un sector muy influyente de nuestra intelectualidad ha dedicado a la mayoría de los miembros de la generación más numerosa y brillante de artistas que ha dado Cataluña en toda su historia, aquella que alumbra la Mancomunidad de Prat de la Riba y alcanza su plenitud en los años anteriores a la guerra civil.

Sirvan de ejemplo de este último posible factor inhibidor las posiciones de algunos de los participantes en el libro colectivo L'art de la victòria (Columna 1996). Por un lado está la actitud de Xavier Barral, empeñado en demostrar las relaciones entre arte y franquismo en Cataluña eligiendo como obra que resumiría este fenómeno la escultura de Clarà para el Monumento a los Caídos, aun cuando los argumentos que expone y la interesante documentación que aporta, especialmente las notas extraídas de los diarios de Clarà, permitan concluir con una opinión contraria a la del autor. Por otro lado, la acusación más generalmente compartida por el sector de la intelectualidad al que he aludido anteriormente, carencia de modernidad, Oriol Bohigas la lleva al límite de la ofensa cuando

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