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EDUARDO MENDOZA | Un relato de

EL ÚLTIMO TRAYECTO DE Horacio Dos

Resumen. Tras una ardua operación de acoplamiento, por fin la expedición comandada por Horacio Dos pone pie en la Estación Espacial Fermat IV. Contra todo pronóstico, el recibimiento, con el gobernador a la cabeza, no puede ser mejor, por lo que los temores de un ataque sorpresa se desvanecen. Horacio se instala en casa de Propercio Demoniaco, alias Flan de Huevo, quien procede a contarle su historia.

7 Jueves 6 de junio por la noche (continuación)

Concluida la cena con que me ha obsequiado el ilustre gobernador de la Estación Espacial Fermat IV, donde acabamos de desembarcar con fines de avituallamiento, el propio gobernador, hombre afable, aunque algo embotado por la edad, la poltronería y, probablemente, el consumo habitual de bebidas alcohólicas tan malas como la que me ha ofrecido, me confía las causas de su desencanto.

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Según su propio relato, el gobernador inició su carrera en la Administración Interplanetaria bajo los mejores auspicios, pero al cabo de unos años, debido a una serie de suspicacias y malentendidos del todo ajenos a su voluntad, cayó en desgracia con la camarilla que a la sazón controlaba la compleja trama de la burocracia y fue destinado a la Estación Espacial Fermat IV, un puesto alejado de las principales rutas y, por este motivo, de cualquier posibilidad de ascenso o de enriquecimiento. En la Estación Espacial no había nada que hacer, salvo paliar su inexorable deterioro y mantener la moral de unos habitantes cada vez más desalentados y más proclives a la molicie y la corrupción. En estas circunstancias, naturalmente, la existencia no le había resultado placentera ni estimulante, por lo que al cabo de un tiempo él mismo se había hundido en una verdadera ciénaga de molicie y corrupción. Al principio había luchado contra la apatía inherente al lugar y al cargo, había procurado mantener vivos sus intereses culturales e intelectuales e incluso había tratado de aliviar la soledad fundando una familia. Pero todos sus esfuerzos resultaron vanos. Incluso para contraer matrimonio hubo de recurrir a un servicio de proveeduría, de donde le enviaron una mujer con un oscuro pasado, analfabeta y llena de chancros, aunque no exenta de encantos personales y bondad de corazón, de la que acabó enamorándose y de cuya pérdida, debida a un trágico accidente, nunca pudo recuperarse.

De aquel matrimonio había nacido una hija a la que el gobernador, después de enviudar, había enviado a estudiar a la Tierra. Una vez concluidos sus estudios con brillantez, la hija del gobernador se había casado con un joven aristócrata de cuantiosa fortuna y se había quedado a vivir en Honduras. Con esta hija, a la que el gobernador adoraba, había ido perdiendo contacto con el transcurso del tiempo, al parecer por desinterés o desidia de ella. En la actualidad toda la relación entre padre e hija se limitaba a una correspondencia esporádica y en extremo lacónica.

Por todo lo expuesto, el gobernador pasaba ahora los años haciendo su trabajo con la máxima indolencia, a la espera de la jubilación. Incomunicado con el espacio exterior a causa de las tolvaneras, su único entretenimiento consistía en comer féculas y en ver vídeos, de los cuales había adquirido en su momento un amplio lote en el mismo servicio de proveeduría que le proporcionó esposa. Pero incluso estos vídeos habían sufrido el implacable efecto del tiempo y en la actualidad sólo se podían oír y ver dos: una película dramática titulada La pensión Bahía y un documental titulado Tifus, con música de Donizetti.

El amargo relato del gobernador, aunque poco o nada tiene que ver con mis circunstancias personales ni con el rumbo de mi vida, igualmente errático y malogrado, pero por distintas razones, me ha acabado produciendo una invencible desazón. Mientras redacto este grato informe he de interrumpir de cuando en cuando la redacción para enjugarme los ojos y la nariz.

Cuando ya me dispongo a dormir me parece oír gemidos procedentes de la alcoba del gobernador, cercana a la mía. Al cabo de un rato oigo un extraño ruido, como si un berbiquí horadase una plancha de metal, seguido de frases entrecortadas y rumor de pasos. También me ha parecido que alguien llamaba sigilosamente a mi puerta y daba calladas voces como en demanda de auxilio. Sin duda son imaginaciones mías, fruto de mi ánimo conturbado, por lo que decido no tomarlas en consideración.

Viernes 7 de junio

A la hora del desayuno, aprovechando que mi asiento en el refectorio linda con el del doctor Agustinopoulos, le comento en voz baja, procurando no ser oído por los restantes comensales, lo sucedido la noche anterior y le pregunto si también él ha tenido figuraciones. Cuando empieza a darme unas explicaciones algo confusas, como si no quisiera hablar del tema o como si, debido a su sordera, no hubiera entendido bien mi pregunta, es bruscamente interrumpido por el gobernador, que preside la mesa en su doble condición de anfitrión y de primera autoridad en la Estación Espacial Fermat IV, el cual, sin previo aviso, se pone en pie y, derribando su propia silla y el tazón de féculas, abandona el refectorio con la cara oculta entre las manos y exclamando entre sollozos: '¡No puedo más! ¡No puedo más!'.

Este hecho me sorprende por cuanto yo tenía al gobernador por hombre circunspecto y lánguido, enemigo de gestos melodramáticos, y más cuando nada de lo dicho o hecho hasta el momento parece justificar semejante reacción, salvo los episódicos accesos de vómito verde de nuestro portaestandarte, que ha sufrido una recidiva en su indisposición. No obstante, como nos espera un día de trabajo largo y arduo, decido pasar por alto el desaire del gobernador y aprovecho su ausencia para distribuir las actividades de la jornada entre los miembros de la tripulación.

Mismo día por la noche

La opinión negativa del gobernador con respecto a la Estación Espacial Fermat IV está plenamente justificada por la realidad. Construida a finales del siglo pasado, la Estación Espacial adolece de todos los defectos del diseño industrial japonés de la época: abuso de materiales sintéticos, fragilidad de los ensamblajes, ordinariez de los acabados, estética abigarrada y graves deficiencias en el sistema de ventilación y eliminación de excretas. Un error de origen en el cálculo de fuerza gravitacional provoca las intensas tolvaneras a las que ya he hecho referencia. Como el fuselaje de la Estación Espacial es de aleación de asbesto, que se disgrega continuamente, las tolvaneras son pulverulentas, lo que impide salir al exterior. Todo esto, unido a los efectos evidentes de un largo periodo de abandono, hace que toda la Estación Espacial sea un lugar oscuro, sucio, insalubre, apestoso y carente de cualquier atisbo de comodidad o regalo. Las paredes y pilastras rezuman grasa, en los corredores se apila la basura, revolotean detritus y abundan las alimañas voladoras y reptantes. Como es natural, la población de la Estación Espacial acusa su entorno. Las mujeres son feas, rehúyen la higiene, visten con desaliño, usan expresiones procaces en el hablar y desdeñan sin miramientos las insinuaciones que se les hacen, como si no les interesase el dinero. Los hombres son esquivos y propensos a la violencia verbal y física, y, al igual que las mujeres, responden a las proposiciones con repugnancia y desdén.

Por supuesto, el sombrío panorama que acabo de describir me traería sin cuidado si la operación de avituallamiento que es objeto de nuestra estancia en este aciago lugar se estuviera llevando a cabo de un modo satisfactorio, pero por desgracia no es así. Después de una porfiada y áspera negociación entre el segundo segundo de a bordo por una parte y por la otra el administrador general o contralor y el proveedor de almacén, aquél me informa de que ha conseguido adquirir dos depósitos enteros de agua semipútrida y cinco fanegas de dos toneladas cúbicas cada una de cascagüeses, un híbrido sintético de legumbre y fruto seco de alto valor nutritivo, pero de sabor insípido y muy difícil digestión, todo ello a un precio exorbitante. Tampoco las medicinas que necesitamos están a la venta, y otro tanto sucede con los repuestos mecánicos. Seguir insistiendo es inútil, porque, al parecer, los almacenes de la Estación Espacial están vacíos o poco menos.

Continuará

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