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Tribuna
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El difícil camino de Latinoamérica

Respeto la crítica (EL PAÍS, 19 de junio) que el profesor Carlos Malamud, de la UNED, dirige contra mi intervención en el foro sobre democracia en Latinoamérica celebrado en Madrid con motivo del 25º aniversario de EL PAÍS. La respeto, pero la impugno.

Carlos Malamud me reprocha, en primer lugar, el olvido de los antecedentes ideológicos de las revoluciones de independencia (1810-1821) en Hispanoamérica. ¡Válgame Dios: si este es precisamente el tema de mi novela La Campaña, donde, abundantemente, evoco la influencia capital del pensamiento de la Ilustración, la Revolución Francesa y las Cortes de Cádiz en nuestras luchas de insurgencia! Lo malo es que, al triunfo de la Independencia, esas ideas se tradujeron en leyes democráticas ajenas a la realidad económica, social y hasta cultural de nuestros países. Fueron, como dijo Víctor Hugo de la Constitución de Colombia, leyes para los ángeles, no para los hombres.

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La legislación de las repúblicas independientes, es cierto, abolió la esclavitud, pero no aseguró, como angelicalmente sostiene Carlos Malamud, 'el tránsito de una sociedad de súbditos a otra de ciudadanos'. El nuevo poder republicano quedó en manos de los criollos rebeldes y no se desparramó hacia las clases estigmatizadas por la pobreza o la raza. Lo dijo con toda claridad Simón Bolívar en su famoso discurso de Angostura (1819), señalando que el poder en las nuevas repúblicas quedaba en manos de 'una aristocracia de rango, de empleos y de riquezas' que 'aunque hablan de libertad y de garantías, es para ellos solos que las quieren y no para el pueblo...'. Bolívar estimó, con certeza, que la Independencia nos trajo libertad, pero no igualdad. De allí que el aserto de Malamud ('el tránsito de una sociedad de súbditos a otra de ciudadanos') resulte, por lo menos, temeraria.

Más protegidas estuvieron, bajo la Corona de España, tierras, aguas y bosques de muchas comunidades indígenas, que al ser liberadas a la voracidad del desarrollo 'liberal', como sucedió con la Ley Lerdo de 1874 en México, base de los latifundios del porfiriato y de las subsecuentes rebeliones campesinas e indígenas que culminaron con el zapatismo. Cruel y destructiva como fue la conquista española, en nada se quedan atrás las campañas racistas y de exterminio de indios de los regímenes republicanos, como las de Bulnes en Chile y Roca en la Argentina. Más humanista, más protector, en muchos sentidos, fue el régimen imperial español que el régimen republicano hispanoamericano. No sin razón, Emiliano Zapata fundó explícitamente su revolución agraria en cédulas concedidas a las comunidades por Carlos V.

Tiene razón Carlos Malamud cuando dice, pues, que las elecciones y la democracia 'no son en absoluto fenómenos ajenos a la historia latinoamericana'. No lo son, tampoco, a su casi constante perversión y nulidad a lo largo de un siglo XIX asombrosamente idealizado por el catedrático español. En México, el imperio de Iturbide y las dictaduras de Santa Anna se devoran nuestra historia antidemocrática de 1821 a 1854. En Centroamérica, José Rafael Carrera es dictador de Guatemala de 1837 a 1865, y Estrada Cabrera, de 1898 a 1920. En Venezuela, Guzmán Blanco domina sin democracia durante 20 años y Gómez durante treinta. En Argentina, la república liberal y centralista del patriota Rivadavia es destruida por la larga dictadura de Juan Manuel de Rosas (1829-1852) y Bolivia es dominada por el caudillaje de Santa Cruz. Paraguay, ejemplarmente, es coto reservado de tres dictadores sucesivos: el Doctor Francia (Yo el Supremo, de la gran novela de Roa Bastos), de 1820 a 1840; Carlos Antonio López, de 1840 a 1862, y su hijo, Solano López, hasta 1870.

¡Escasos triunfos de la democracia!

Los resquicios entre dictadura y dictadura no los llena, precisamente, la democracia, sino la anarquía que el dictador es convocado a sofocar. Liberales y conservadores, federales y unitarios, escenificaban esporádicamente ejercicios electorales incapaces de crear sociedades civiles, naciones de ciudadanos. Sí, oscilamos entre la libertad y el miedo (Germán Arciniegas). La solución estriba en la construcción de Estados nacionales, hecho que Carlos Malamud escamotea y que yo sitúo en el centro de mi argumento en el foro de EL PAÍS. A partir de un perverso ejercicio del poder desde la sombra, Diego Portales crea un Estado nacional en Chile. A partir de las Guerras de Reforma y en contra de la intervención francesa y el imperio de Maximiliano, Juárez funda el Estado nacional mexicano. A partir de la derrota de Rosas, Mitre y Sarmiento edifican el Estado nacional argentino. Sólo en torno a la institución estatal logramos superar la oscilación entre anarquía y dictadura, sólo a partir de la lucha social empezamos a darle contenido al Estado de derecho obligatoriamente protegido por los gobiernos.

Tortuosa, difícil historia muy lejana a la linearidad optimista que nos dibuja Carlos Malamud. En Chile, la 'democracia para la aristocracia', como acertadamente la llama Claudio Veliz, se fue convirtiendo en democracia para los ciudadanos gracias a las luchas populares de principios del siglo XX, culminando en el Gobierno del Frente Popular en 1938, antecedente de la Unidad Popular de Salvador Allende. En México, la reforma liberal de Juárez -desarrollo con democracia- cedió el lugar a la larga dictadura de Porfirio Díaz -desarrollo sin democracia- contra la cual, en 1910, estalló la cruenta revolución mexicana que sólo se apaciguó hacia 1930. En Argentina, el dominio de la oligarquía terrateniente y exportadora fue moderado por la democracia de la educación y de la inmigración. En Centroamérica, los golpes de Estado, el estado de guerra perpetua, invasiones de filibusteros como Walker en Nicaragua, y la derrota final de España en 1898, dejaron al Caribe entero en manos de una sucesión de tiranuelos o presidentes de paja, prisioneros de sus oligarquías y de los EE UU. Sólo Costa Rica, milagrosamente, salvó una tradición de libertad como, en América del Sur, el Uruguay de Batlle inició la democracia social. Small is beautiful.

El siglo XX latinoamericano ahondó todas estas contradicciones, subrayadas por la política norteamericana de apoyo a las dictaduras durante la guerra fría. La revolución democrática de Arévalo y Arbenz en Guatemala fue destruida por la invasión de la CIA en 1954. Hernández Martínez en El Salvador, Carias en Honduras, Trujillo en la Dominicana, Somoza en Nicaragua ('es un hijo de puta, pero es mi hijo de puta': palabras de Franklin D. Roosevelt) no fueron derrotados por el impulso democrático de la Segunda Guerra Mundial. Fueron sustituidos por Castillo Armas en Guatemala, Pérez Jiménez en Venezuela, Rojas Pinilla en Colombia y, finalmente, por las atroces dictaduras torturadoras y asesinas de Chile y Argentina.

Maltrechas democracias, esporádicas pero persistentes en la búsqueda de un orden de libertades. México, en un siglo, sólo ha tenido dos elecciones democráticas: la de Madero en 1910 y la de Fox en 2000. Pero las políticas de salud, educación, reforma agraria, industrialización y comunicaciones de los gobiernos de la 'revolución institucional', entre 1920 y 1958, crearon las bases sólidas para la emergencia de una sociedad civil de talante democrático. Paradoja (como con Portales) de una libertad nacida de un autoritarismo, pero con el factor indispensable de una lucha popular continua. Fox ha sido electo con una mayoría relativa, igual que Allende. Ello no priva a un gobernante de impulsar transformaciones 'de gran calado' que, al fin y al cabo, deben pasar por el Congreso. Ni Fox se saltará a su Congreso, ni Allende hubiese querido o podido hacerlo. Al contrario, se sujetó a referéndum y a elecciones renovadas. Ambos -Allende y Fox- debían y deben iniciar reformas sin temor a un golpe militar o a un regreso al autoritarismo.

Sin embargo, el peligro persiste. Quizás, como alega Malamud, a la democracia no le corresponde dar de comer. Yo no creo que el Estado pueda resolver todos los problemas en América Latina. Para ello, lo que pregono es una troika doble. El Estado, la empresa privada y la sociedad civil aunando esfuerzos. Y dentro del Estado, la separación de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial. Creo que estas son las bases para una efectiva democracia latinoamericana. Y en cuanto a los partidos políticos, también pregono, para México, la salud de un bipartidismo entre el centro-derecha (el Partido de Acción Nacional) y el centro-izquierda (una socialdemocracia aún por estructurarse).

Pero una cosa es la gobernanza democrática y otra la manera como es percibida, acertada o equivocadamente, por la población. Quizás Malamud tenga razón en decir que Hugo Chávez no nació del hambre sino de la crisis de los partidos. Pero la crisis de los partidos es inseparable de una política económica de gasto suntuario, dependencia del petróleo, ausencia de industria local y, en consecuencia, miseria de la mayoría de los venezolanos. Malamud tiende a identificar toda crítica a la injusticia con la paranoia antiglobalizadora o la simple demagogia. No: la injusticia en Latinoamérica es de siempre, no se debe a la mundialización y si condena los excesos de ésta, también se aprovecha de sus beneficios. Pero los problemas vienen de más lejos y no es 'demagogia' denunciarlos.

'¿Cuánta pobreza tolera la democracia?'. La pregunta la hizo un gran diplomático y político socialista sueco, Pierre Schori, y revela una conciencia ni demagógica ni ridiculizable por el profesor Malamud. Qué bueno que han descendido los gastos militares en Latinoamérica, como indica Malamud. En algo habrá contribuido la campaña antiarmamentista de otro hombre de paz y de conciencia, Óscar Arias. ¿Es un demagogo Federico Mayor, a la sazón director general de la Unesco, cuando declara que 'es inaceptable que un mundo que gasta aproximadamente 800.000 millones de dólares al año en armamento no pueda encontrar el dinero -estimado en 6.000 millones por año- para dar escuela a todos los niños en el año 2000'? ¿Es un demagogo James Wolfensohn, presidente del Banco Mundial, cuando estima que 'tan sólo un 1% de rebaja en gastos militares en el mundo serían suficientes en términos financieros' para sentar frente a un pizarrón a todos los niños del mundo? ¿Es un demagogo el doctor Bernard Lown, premio Nobel de la Paz 1985, cuando afirma que 'con sólo aumentar los gastos de salud con 75 centavos de dólar por persona y por año... se proveería de dinero suficiente para inmunizar a todos los niños de los países en desarrollo' de las enfermedades -la lista es muy larga- que les amenazan? Añade el Dr. Lown, en una frase que debe causarle erisipela al profesor Malamud: 'Esta cifra representa el gasto militar de un solo día en todo el mundo'. El demagogo Carlos Fuentes se siente bien acompañado.

Pero, como lo dijese la gran periodista francesa Genevieve Taboius en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, 'llamadme Casandra'. Por hambre, por insatisfacción en todos los órdenes, por percepción deformada del Estado democrático, si éste no es visto como promotor de la justicia, la salud, la educación y el bienestar, la nostalgia de una falsa seguridad autoritaria puede resultar irresistible. Sólo en México, nos revela una encuesta de la revista Este País, dirigida por Federico Reyes Heroles, el 37% de la población prefiere un régimen autoritario. De Venezuela a la Argentina, el peligro nos acecha. Precavamos. Fortalezcamos los partidos, los procesos electorales, la vida política toda, como acertadamente pide Carlos Malamud. Pero no nos ceguemos ante los peligros, los retrocesos, las tradiciones negativas que tantas veces han dado al traste con las mejores intenciones democráticas en Latinoamérica.

Carlos Fuentes es escritor mexicano

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