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Columna
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Yo, Bush

Andrés Ortega

La presidencia de George W. Bush no podía haber empezado peor para el resto del mundo. El nuevo presidente primero decide cortarle los fondos de ayuda exterior a programas que contemplen el aborto voluntario. Manda el mensaje de que, pase lo que pase, va a desarrollar un sistema antimisiles. Bombardea Irak, en una demostración de inútil fuerza. Expulsa a 50 espías rusos. Se desdice de lo que había prometido en su campaña electoral y había firmado (con reparos) la Administración precedente e incluso la suya propia unos días antes en una reunión del G-8, abandonando el Protocolo de Kioto, único marco internacional de regulación de las emisiones de gases tóxicos. Todo esto es grave en sí, y más aún si se acentúa que la Administración no se considera heredera de los pactos internacionales que contrajo la precedente. Pues la ruptura del principio de pacta sund servanda puede llevar al mundo al caos y este unilateralismo tener consecuencias indeseadas incluso para EE UU.

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Luego está el incidente con China por el avión espía que tuvo que aterrizar de emergencia en la isla de Hainan. Con este regalo caído del cielo, los chinos se toman una revancha por el bombardeo de su Embajada en Belgrado. Pero, sobre todo, demuestran que son importantes, que pueden plantar cara a Washington y poner simbólicamente en duda el mundo unipolar, y por eso lo que han pedido como prioridad es un gesto, justamente simbólico: una excusa formal de EE UU. Ahora bien, si hay una enorme diferencia en el uso del tiempo entre un país y otro, en el fondo, han chocado dos voluntades muy parecidas entre sí, y diferentes al resto del mundo. Pues EE UU y China, como señala Carlos A. Zaldívar en su libro Al contrario, son dos potencias que optan por lo bueno (para cada uno de ellas) frente a lo justo (como lo entienden los demás). De ahí la negativa a Kioto y a otros acuerdos internacionales.

Con el incidente del avión ha quedado visible algo que el candidato a candidato republicano George Bush ya apuntaba en otoño de 1999 al hablar de China como 'competidor estratégico', y que en un futuro puede llevar a una confrontación, sólo que sin ideología interpuesta, y por tanto peor. La búsqueda de un enemigo para cohesionar externa e internamente Estados Unidos es una política peligrosa, especialmente cuando esta Administración parece no sólo haberle cogido gusto a ser ya la única hiperpotencia, sino que quiere preservar esa posición. Le falta auctoritas para ser un líder, pero mandar, ¡vaya si quiere mandar!

¿Quién manda? Ésa es otra incógnita de la nueva ecuación. Pues cuando habla Bush no se sabe aún en nombre de quién lo hace. Preside una estructura de poder, pero ¿la gobierna o va a gobernarla? La decisión sobre el Protocolo de Kioto refuerza la imagen de una Administración, SA, abierta y permeable a la influencia de los diferentes grupos de presión, o que está devolviendo favores a las industrias que apoyaron a Bush durante la carísima campaña electoral.

Dentro de la Administración, los que parecen llevar las riendas son el presidente Richard Cheney y el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, ambos veteranos de la guerra fría, ambos ex jefes del Pentágono y ambos demasiado vinculados a las grandes SA. Si hay algo de bisoñez en todo esto -y los tiempos de 100 días de luna de miel se han acabado en el mundo tanto como la calidad del liderazgo- también hay mucho de arrogancia. Todos los signos precursores apuntaban hacia tal actitud, y hacia una divergencia creciente de intereses (incluida la política hacia China) con una Europa que tiene el rabo metido entre las piernas. Aunque, por desgracia, la UE tampoco puede hacer mucho más. Le falta capacidad y voluntad de autonomía. En Macedonia ha demostrado que puede pesar, y en Oriente Próximo está intentando llenar una parte del hueco de la política de distanciamiento de esta Administración Bush. Es de esperar que la Administración Bush, ante su objetivo central -la reelección de W. en noviembre de 2004-, cuaje y se atempere. Que no sea lo que ahora parece. aortega@elpais.es

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