_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Gimnasio

Franqueé al fin ese umbral que me separaba de la posibilidad de mi corpore sano e inicié el milenio yendo a un gimnasio cuya puerta está flanqueada por dos colosos de escayola.

Lo primero que te hacen es una foto a traición: estás ante un mostrador de diseño, informándote tímidamente, y, apenas has pronunciado tu débil sí, ya te han entregado un carné con banda magnética en el que apareces tú, hace escasamente unos segundos, con una sonrisa torpísima que quiere denotar convicción y vitalidad. Esa minusválida imagen de ti misma te permitirá adentrarte en el reparador mundo de los aparatos y el fitness. Entonces te presentan a tu entrenador. Ese momento es muy emocionante, porque tener un entrenador es a lo físico como a lo mental tener un terapeuta: lo uses o no, su sola existencia te dota de una fortaleza, si no de primer orden, sí de primer mundo; tener entrenador o terapeuta es como tener tarjeta de crédito, como tener sin tener. Yo me siento más segura desde que tengo un entrenador que consigue ser brutal sin dejar de ser amable. Su musculatura es inversamente proporcional a la mía, y también su sinceridad, pues mientras yo fingía un entusiasmo de largo aliento él pronunciaba lo siguiente: 'Lo primero que le digo a todo el mundo es que esto no es Lourdes'. Yo, que sentí una levísima punzada de ansiedad, bromeé al respecto para hacerme la simpática. El caso es que nos caímos bien. El olor era terrible, sólido.

Lo primero que hay que hacer al entrar en el gimnasio es mostrar un desparpajo natural, como si dominaras los gestos, el espacio y los tiempos de un lugar de esa clase. Así que bajé las escaleras hacia los vestuarios con la determinación de quien conoce el camino y la parsimonia de lo consabido, para que de paso me diera tiempo a orientarme. Entonces te encuentras, en plena calle de Hortaleza, con unas cuantas tías desnudas, pero tú como si nada. Te desnudas también y te vistes al efecto. Yo el primer día iba fatal, como antigua, como las niñas que no estrenan uniforme el primer día de clase; el segundo, ya iba con más estilo y más actual. Y sales a la arena.

Vi un montón de gente gozando del dolor; cuanto más sufrimiento transmitían sus muecas, más parecía hincharse de fibra y orgullo su cuerpo. Manipulaban unos aparatos dotados de esa fascinación sexual que transmiten ciertos objetos por otro lado temibles. Yo empecé en la bicicleta y lo hice muy bien, aunque al bajar me temblaban las piernas y por un momento tuve la impresión de que iba detrás de mi entrenador con esa flojera en el andar que provocan algunas lesiones cerebrales, pero intenté disimular. Hasta hice abdominales, temerosa ante la posibilidad de quedarme paralizada por la ciática. Pero también disimulé. Aunque piltrafilla, no me sentí acomplejada, porque me vi dueña de una mens sana capaz de contemporizar con cualquier extravagancia de la naturaleza, de la mía y de la de los demás: aquello era un circo en el que actuábamos todos; quizá ellos eran los forzudos, y a lo mejor yo el payaso. Pero, por fortuna, esto es Chueca y la mayoría era gay, así que yo no les interesaba lo más mínimo y podía concentrarme en mis series de ocho sin que se acercara un pesado de los que se ponen a hablarte cuando a ti está a punto de reventarte el esternón. También había lesbianas, pero suelen ir en pareja, no sé por qué, así que tampoco se te ponen al lado a repetir unos ejercicios que, parecen querer dejar claro, ellas sí dominan de siempre.

El gimnasio tiene algo de laboratorio clandestino, algo industrial. Todos estábamos serios y tranquilos. Creo que me comporté con mucha dignidad, como para dar a entender que yo no lo hago por vicio sino por necesidad, que parecen cosas distintas aunque son lo mismo. La cosa del corpore sano debe de consistir, simplemente, en sentirte dueño de tu cuerpo, como la cosa de la mens sana sería sentirte dueño de tu mente. En fin. Y mirar alguno de aquellos cuerpos significa tener evidencia de que también el propio es doblegable, saber que igual que puedes hacerte una idea puedes hacerte un brazo. Porque lo raro del cuerpo es que es lo más tú de lo que tenemos conciencia, al tiempo que es lo menos tú concebible, incluso hasta el extremo de, a través de su desaparición, dejar también uno mismo de existir. El gimnasio sería librarle un poco la batalla a la muerte intentando estar buena. Y como mi entrenador es muy sensato, me mandó pronto para casa, no tengo agujetas y pienso volver.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_