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Tribuna:LA HORMA DE MI SOMBRERO
Tribuna
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Memoria de dos guerras JOAN DE SAGARRA

La tortura. La question, como el célebre libro homónimo del comunista Henri Alleg (Éditions de Minuit, 1958). Los "interrogatoires musclés", como la llama hoy, descarada, eufemísticamente Jean-Marie Le Pen, presidente del Front National (FN) y en 1956, en Argelia, alférez del primer Régiment Étranger de Parachutistes (REP), sospechoso de haber torturado. La tortura, esa práctica injustificable, esos "dévoiements", esos, literalmente, desviamientos, esas salidas de tono que reconocía el 28 de noviembre en la Asamblea Nacional francesa el socialista Lionel Jospin, jefe del Gobierno francés, al tiempo que se aventuraba a calificar esos "dévoiements" de las fuerzas armadas francesas, la práctica de la tortura en Argelia, de "minoritaires".Sólo faltaba que a las declaraciones del jefe del Gobierno Jospin se sumaran las del general Aussaresses afirmando que la práctica de la tortura en Argelia sí era justificable, para que la polémica, en la prensa francesa, alcanzase hoy un nivel no diré alarmante pero sí sumamente atractivo, en especial para un lector español de periódicos, de periódicos españoles.

Al político Jospin, a sus prácticas de la tortura "minoritaires" por parte del ejército francés en Argelia durante la guerra -no confesada, no declarada, por los franceses- de Argelia, le han saltado a la yugular un montón de historiadores que lo han descalificado en un santiamén. El profesor Pierre Vidal-Naquet (autor de La torture dans la République, Éditions de Minuit, 1972) le ha dicho: "Si M. Jospin veut dire par là que tous les soldats du contingent n'ont pas torturé, il décline une evidence! Mais s'il veut dire que les actes de tortures commis par l'armée française sur les Algériens ont été exceptionnels, alors là, il manque complètement le coche!".

La tortura durante la guerra de Argelia, tanto por parte del ejército francés como del Frente de Liberación Nacional argelino (FLN), fue moneda corriente. Con todo, los franceses dominaban mejor la técnica. La habían aprendido en Indochina. Yo pude haber participado en esa guerra: era el precio que tenía que pagar por convertirme en francés -tenía derecho a ello por haber nacido en suelo francés durante otra guerra, la guerra civil española-. Pero yo no estaba ni para torturar, ni para matar, ni para que me matasen, así que, a mi pesar, me convertí en españolito y juré la bandera en Talarn.

Pero he conocido a franceses torturadores, pasivos y activos, de la guerra de Argelia, y he conocido a argelinos sometidos a la tortura. Amigos unos y otros, amigos míos, en París, antes y después de que finalizase la guerra (1962). Los torturados callaban -uno de ellos había quedado impotente-; los torturadores pugnaban por hablar, por quitarse la mierda de encima, por desahogarse, pero el entorno, la familia, la sociedad, les cerraba la boca.

Esa gente, esos amigos, tienen hijos y nietos. ¿Qué saben hoy esos hijos y nietos de lo que sufrieron sus padres? Los argelinos que se quedaron o regresaron a Argelia tras la guerra aprendieron en la escuela que eran hijos y nietos de una Argelia mítica, de guerreros y mártires, que se inicia el primero de noviembre de 1954 con la insurrección del FLN contra Francia. Antes de esa fecha, no hay nada. ¿Messali Hadj? ¿Ferhat Abbas? Connais pas. Los ignoran. Y los hijos y nietos de los argelinos y franceses que se quedaron o regresaron a Francia, otro que tal. Saben, cierto, más cosas, pero los libros de texto, la mayoría, les hablan, cuando les hablan, de la tortura, pero no para condenarla, sino para decirles que fue, en su momento, cuestionada. No les hablan de las matanzas de Sétif, en 1945, cuando el ejército francés asesinó a miles de argelinos, Ni de la ratonnade (ratón, rata, argelino) del 30 de octubre de 1961, en París, una matanza orquestada por el prefecto de policía de París, un tal Maurice Papon.

Tras una guerra siempre se crea un silencio, falla la memoria, la mierda y la sangre se juntan para levantar una literatura pega / pedagógica, presumiblemente pedagógica, hija de la vergüenza y del espanto. Cuando no de la rabia y del despecho.

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Eso pensaba yo cuando, hace escasos días, viendo en la tele un programa sobre los 25 años de la muerte de Franco, me encontré con la antigua plaza de toros de Badajoz llena de hierbajos, como nuestra plaza de Las Arenas. En esa plaza de toros, el 15 de agosto de 1936, festividad de la Virgen de los Reyes, fueron ajusticiados mil y pico de hombres, paisanos y milicianos la mayoría de ellos -y mujeres y niños-, por las unidades de choque provenientes de la Legión y de los Regulares marroquíes al mando del teniente coronel Juan Yagüe. El albero de la plaza se cubrió de mierda y de sangre. Un periodista, no recuerdo si del The Times británico o del New York Times estadounidense, al comentar la carnicería, mencionó a un tal Juan Adriano Albarrán, el cual, a pesar de recibir siete balazos, consiguió arrastrarse entre los cadáveres, esconderse y después huir a Francia. Allí, el tal Juan Adriano Albarrán contó como un moro (de los de Yagüe) llamado Muley hizo la parodia de la fiesta toreando a una víctima indefensa con una bayoneta a modo de estoque.

No sé lo que los libros de texto cuentan hoy de lo acaecido en la plaza de toros de Badajoz en la madrugada del 15 de agosto de 1936. Sí sé que, en el programa que vi en la tele, apareció un tipo, tal vez pariente de Juan Adriano Albarrán, el cual decía, nos decía, indignado, que aquella plaza, aquel ruedo, amenazaba con convertirse en una manzana de apartamentos. Pisitos contra la memoria. Pisitos a buen precio, hechos con mierda y con sangre, mierda y sangre controladas, como si de un bovino loco se tratase.

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